11 minutos

Por Sebastián Rosal

11 minutes
Polonia-Irlanda, 2015, 81
Dirigida por Jerzy Skolimowski
Con Richard Dormer, Paulina Chapko, Wojciech Mecwaldowski, Andrej Chyra, Agata Buzek

Todo el ruido del mundo

En 11 minutos varias historias convergen y se solapan: hay una modelo víctima de un productor inescrupuloso, un adolescente que sale a robar, un vendedor de salchichas haciéndole comentarios picarescos a un grupo de monjas (estamos en Polonia, la tierra del cardenal Wojtyla), un cocainómano irredimible, infidelidades varias, palomas suicidas que se estrellan contra espejos de hoteles y hasta una cámara subjetiva desde los ojos de un perro, con jadeo incluido. Pero como si no resultara suficiente con ser una enciclopedia mal ilustrada de las bajezas humanas, un mecanismo de relojería preciosista, virtuoso y vacío pensado para tranquilizar conciencias culposas o un ejercicio vanidoso con el que se pretende dar cuenta del presente apocalíptico de la vieja Europa o de la Humanidad toda, lo que realmente irrita en el film de Skolimowski es ni más ni menos que su forma, su esqueleto cinematográfico, que es también una manera de entender el cine y el lugar del artista.
Antes de desembocar en ese Armagedón terminal, la odisea polaca no es otra cosa que una fatigosa serie de guiños cómplices en la que, como en una carrera de postas, las historias se van tejiendo y cruzando a partir de un punto en común y aleatorio entre ellas –un eslabón más de esa tendencia nefasta impuesta por películas como Amores perros u otras de ese tipo- puros retruécanos visuales sin lo ilusorio del barroco, no mucho más que una cadena de ardides demagógicos puestos allí para agudizar la atención del espectador y levantarle su menospreciada autoestima, cuando en realidad no son más que señuelos a los que hasta el menos despierto descubriría fácilmente.
Como un gran collage urbano de pequeñas miserias acumuladas, todo se desarrolla en ese lapso de once minutos que invoca el título, tram(p)a dinámica a la que un guión asfixiante aprisiona en esa ridícula franja temporal. Esa decisión inicial desnuda, en primer término, el lugar que el propio Skolimowski se asigna en el asunto: el hacedor de un universo empantanado y sofocante en el que él mismo se ubica por fuera, un profeta de la caída del que necesitaríamos su advocación y su guía como medio de salvación. Si alguna duda queda, ese plano final con el panóptico de cámaras de seguridad cubriendo cada rincón de la ciudad lo confirma: más que mostrar un férreo mecanismo de control lo que se evidencia allí es, finalmente, el lugar en el que el propio director se ubica, como un Dios omnisciente, vengativo y punitorio –una versión renovada de la antigua tentación del mal artista por convertirse en un faro moral. Nada nuevo bajo el sol: está demasiado extendido el malentendido que asegura que si se quiere hablar del mundo y ganar prestigio en el intento, nada mejor que apelar a la solemnidad y al ceño fruncido.

En el universo etéreo de la matemática y en las proporciones de determinadas magnitudes se cifra un desarrollo lógico, pero también una de las formas de acceso a la belleza, al menos para los parámetros occidentales, algo que los griegos ya conocían y fundaron. Los pitagóricos creían que no hay en el universo música más sublime que la producida por el movimiento de las estrellas, pura armonía numérica de relaciones perfectas. Siglos de observación científica pueden haber dado por el suelo con esa idea, pero siempre es mejor imprimir la leyenda: por qué no seguir creyendo en esas perfectas esferas errando, impávidas y frías, por perfectos ejes circulares, ajenas al ruido de este mundo. La mención a las matemáticas y a la ascética atracción que pueden generar ciertas derivas no es caprichosa: algo puede confundir en 11 minutos, a partir de su geometría de recorridos tangenciales, sus diagramas de flujo perfectamente coreografiados y sus coordenadas infinitesimales. Pero nada en las criaturas de Skolimowski participa de aquella condición: puestas a andar como bólidos excitados y maléficos, chocándose torpemente, si hay algo que falla en ellas es eso que las excede: la pureza del cálculo y el mero movimiento, contrario a la belleza abstracta y concentrada de cualquier peregrinaje, signado por el azar. Opacado todo por el peso de su propia culpa y su moralidad bienpensante, bajo el mórbido cielo pergeñado por el polaco no hay más que una frenética sinfonía de ruidos desafinados.

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