Los créditos son secos. Como la tipografía de cartelería de la nueva versión cinematográfica de la novela de Louisa May Alcott. Como si no hubiera que demarcar nada particularmente femenino en ese mundo de mujeres. Nada de elegir una fuente con firuletes ni nada que se asemeje a las versiones previas. Sino que sea lo más neutral posible. Una película con mujeres, no una película para mujeres o de mujeres. Una neutralidad que anticipa algunas de las elecciones que reconoceremos luego. Porque si algo tiene la inteligente versión que encaró Greta Gerwig (amén de esa suerte de marca autoral de narrar historias de mujeres que deben construir su camino en el marco de las dificultades del mundo que las rodea, sea cual fuere la época que les toque) es su capacidad para haberse apropiado del texto original, sabiendo iluminar contornos, sabiendo difuminar otros, logrando que en una aparente escritura neutral no deje de estar presente la marca individual. Y que esa marca se convierta en un gesto hacia adentro pero también hacia afuera de la película. Porque en esta adaptación el movimiento que organiza la narrativa es doble. Por un lado una autoconciencia (que ya estaba en el texto de origen), pero al mismo tiempo una necesidad de que esa autoconciencia interpele al presente, como si la película precisara de una serie de notas al pie para que no pueda ser fácilmente acusada de construir un mundo de mujeres a la expectativa de la llegada de los hombres a sus vidas.