Apesadumbrado? Arrinconado por lo que vendría? No parece. No necesariamente, al menos. En ese orden de cosas Woody Allen (no me gusta llamarlo Woody como si fuera un amigo ni Allen como si fuera un apellido, cuando encima es un segundo nombre) concibe una película hecha por inercia, casi carente de estímulo vital, como su protagonista, que se mueve de manera taciturna, consciente de que su vida de pareja es una pantomima y que su presente es una mera sucesión de momentos sin conexión alguna con el deseo o la vida. En este punto el personaje que interpreta Wallace Shawn puede volver a confundirse (oh, cuantas veces!) con otro de los alteregos de WA. Pero no, en todo caso es una expresión simbólica del mismo aparato discursivo que construye la película. Porque al final de cuentas la historia que cuenta es la de un presente carente de interés, en donde los festivales son una junta de snobs (acusación que puede ser parcialmente cierta, parcialmente falsa, como casi todo en la vida), donde el matrimonio es un teatro que se mantiene más que nada por rutina que por amor y, finalmente, la película es un pequeño cuento moral sobre la reconexión con el deseo. O al menos con un deseo de reencuentro consigo mismo.