#37MarDelPlataFF – Diario de festival: Something in the dirt, Queens of  the Qing Dinasty, Legiones, I love my dad

Por Marcos Ojea

Después de dos años extraños, en los que tuvimos una edición completamente virtual y luego una híbrida (que para mí continuó siendo virtual, porque estaba lejos), el Festival de Cine de Mar del Plata vuelve a la presencialidad total. Y yo me encuentro de nuevo en la ciudad, con los tiempos más reducidos que antes, así que tengo que afilar el ojo al momento de elegir una película. Claro que, muchas veces, entrar a una sala en este contexto implica un salto al vacío. O mejor, un salto de fe. Están los autores conocidos y consagrados del circuito festivalero, las figuritas que se repiten y en las que uno puede confiar o alejarse sin temor alguno, y después están los otros. Los nombres desconocidos que hacer convivir la posibilidad de una sorpresa con la idea, un poco nacida del fastidio y la repetición, de que esto va a ser más de lo mismo.

De la primera y decepcionante película que vi en esta edición no vamos a hablar, aunque sí vamos a decir que se ubica sin dificultad en esa categoría de director consagrado al que es mejor escaparle. Mejor concentrarnos en la segunda, Something in the dirt, que pude ver en la sala 1 del cine Ambassador (el único complejo de la ciudad que resiste de manera autónoma, sin ser parte de un shopping o de un espacio compartido con otras artes) Dirigida por Aaron Moorhead y Justin Benson, y protagonizada por ellos mismos, narra el encuentro de dos vecinos en una zona periférica de Los Ángeles que, tras ser testigos de un hecho paranormal, deciden filmar un documental al respecto. La película se nos presenta mayormente como una comedia, pero con una sensación de  extrañamiento que va creciendo mientras la cámara acompaña a estos dos freaks solitarios que, en el fondo, parecieran estar más interesados en la compañía del otro que en la realización del documental. Mientras no se toma en serio a sí misma, Something in the dirt funciona como un registro indie y desprolijo de las consecuencias de vivir al margen en esa ciudad monstruosa (con la ciencia ficción como excusa), pero en determinado momento se pasa de rosca y se impone la extrañeza a secas, que puede lindar con el aburrimiento. De cualquier modo, ante tanto letargo y lugares conocidos en el cine independiente norteamericano, es posible vislumbrar que en esta propuesta hay riesgo e identidad. De ningún modo invita a la indiferencia, aunque lo que provoque pueda parecerse al desconcierto. 

Queens of  the Qing Dinasty, de la canadiense Ashley Mackenzie, también es la historia de dos freaks que no quieren estar solos, pero hasta ahí llegan las coincidencias. Existe un prejuicio bastante extendido (y bastante real) que suele catalogar a determinadas producciones como “películas de festival”, en oposición al cine comercial, y a las que se atribuyen características no siempre positivas. Raras, lentas, inentendibles. Y por detrás, la sospecha terrible de que, en muchos realizadores, habita una vocación por generar estos adjetivos. Una necesidad insoportable de complejizar lo simple. El caso de esta película es particular: confirma el prejuicio, poniendo a prueba sistemáticamente la paciencia del espectador, pero a la vez es capaz de generar una sensación de bienestar que disipa un poco el enojo. El encuentro entre Star, una adolescente internada por cuestiones vinculadas a su salud mental, con An, su acompañante terapéutico (un inmigrante chino con problemas para conseguir la ciudadanía), es un terreno que Mackenzie aprovecha para edificar un relato sobre la amistad entre dos personas apartadas e incomprendidas. Lo hace de manera sutil e intimista, y en más de una ocasión consigue emociones genuinas. Son las decisiones formales (la ausencia de banda sonora en muchos pasajes, los planos larguísimos, los silencios) las que llevan a la película a extenderse más allá de los límites saludables, y a imponer el hastío y el sopor como norma. A estos sentimientos se suma también un poco de bronca por lo que podría haber sido, con dos personajes particulares y hasta queribles, que con un poco de ritmo quizás podrían haber resuelto sus cuestiones en 80 minutos en lugar de 122.

Legiones, la tercera película de esta crónica, estuvo acompañada por un cambio repentino en el clima marplatense (que es cómo funciona el clima acá). El calor primaveral cedió a las nubes y a la amenaza de tormenta; un contexto absolutamente cliché para ver un film de terror, pero mis quejas sobre los aspectos formales de la experiencia solo pueden limitarse al cine. De cualquier modo, cuando salí de la sala la noche era nuevamente cálida y despejada, así que el lugar común duró solo un rato. En cuanto a la película, la historia de un brujo que lucha con un demonio en la selva misionera, y que muchos años después vuelve a enfrentarlo en la ciudad, él ya anciano e internado en un psiquiátrico, podemos decir lo siguiente: cumple, e incluso se permite un cambio de registro – del horror a la comedia – que la posiciona de manera favorable, pero termina siendo discreta. Superados los problemas técnicos de mostrar demonios y posesiones que luzcan veraces, la película de Fabián Forte (un militante del género en Argentina) juega durante buena parte a ser algo más, a trasladar ciertos códigos extranjeros al territorio nacional. Hay ecos de la El mal menor, aquella mítica novela de C.E. Feiling, en la figura del chamán laburante de barrio, que lucha con entidades malignas de manera rutinaria, y al que Germán de Silva le otorga una fisonomía y un habla que lo vuelven palpable, rugoso. Cuando abraza la autoconsciencia y se permite incluso parodiar el género, Legiones parece algo distinto, ya no digamos original, pero sí particular dentro de la actualidad del género en la región. Después, en lo que atañe al horror puro, duro y de manual, es fácil observar que hay tanto amor como entendimiento, pero al igual que las buenas intenciones, no siempre alcanzan.

Como una suerte de milagro, la cuarta y última película se elevó sobre la medianía de lo que veníamos viendo, y funcionó como perfecto broche de oro. I love my dad, de James Morosini, es una comedia en la que el actor y director vuelve ficción una experiencia personal bastante insólita. La historia es la de Chuck (Patton Oswalt), un padre siempre ausente al que su hijo Franklin, como parte de la terapia post intento de suicidio, bloquea de todas las redes sociales. Desesperado, Chuck inventa un perfil falso y se hace pasar por una chica que muestra interés por Franklin, lo que deriva en un acercamiento padre e hijo auspiciado por una mentira cada vez más insostenible. Morosini, que además de escribir y dirigir interpreta al hijo, construye la historia de amor entre Franklin y Becca, la chica inventada, poniéndole cuerpo a lo que sucede en la virtualidad. Es un acierto formal notable, que por un lado evita los ya gastados chats en pantalla, y por el otro permite desdoblar las situaciones, hacer que una misma secuencia pueda ser tierna, cómica o terriblemente incómoda. De algún modo (y podemos suponer que tiene que ver con el propio proceso de Morosini, que va del odio al perdón), la película consigue que ese padre horrible, caído en desgracia por sus propias decisiones, se vuelva un personaje querible. Una operación que quizás funcione solo en este contexto, con la comedia como género salvador e ideal, y por supuesto, apoyada en la gran interpretación de Oswalt. Sin dudas que I love my dad es una película a contracorriente de lo que suele verse en el Festival, o al menos de lo que suele tener más atención. Está lejos del gesto, del discurso, de los gritos, de la provocación fundada en sí misma, y se preocupa por construir personajes con peso y carnadura emocional. Y se sabe: esos son los únicos personajes capaces de llevar adelante una buena historia, que es en definitiva lo que todos queremos ver. Por lo que nos aventuramos entre grillas y salas sin perder del todo la esperanza. El cine proveerá.

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