Aftersun

Por Federico Karstulovich

Reino Unido, 2022, 98′
Dirigida por Charlotte Wells
Con Paul Mescal, Francesca Corio, Celia Rowlson-Hall, Kayleigh Coleman, Sally Messham, Harry Perdios, Ethan Smith

Fantasmas

Grow up children, don’t you suffer
At the hands of one another
If you like a sleeping demon
Listen can you hear him weeping
Tears of joy and tears of sorrow
He buys love to sell tomorrow

My life ain’t no holiday
I’ve been through the point of no return
I’ve seen what a man can do
I’ve seen all the hate of a woman too

Vanishing Point, New Order

Para los padres que abandonan, que llegaron hasta donde pudieron.
Y para los hijos que hicieron los mejor posible con eso.

Los padres siempre se van, de alguna u otra manera. Con el tiempo se mueren antes que los hijos (en general es el proceso natural de las cosas), pero a veces también se van porque sólo yéndose podemos crecer de alguna manera constructiva. Pero también los padres abandonan. Abandonan a sus hijos sin verlos nacer, abandonan a sus hijos de niños, los abandonan siendo adolescentes o incluso los abandonan siendo adultos. Pero el abandono está. Con menos herramientas o con más de ellas encima, para procesar esa ausencia, la lastimadura queda en algún lugar. Y quienes sufren (sufrimos, me incluyo) un abandono, intentan o bien comprender los motivos, o bien comprender la enseñanza derivada de esa ausencia o bien intentan comprender cómo no repetir esa historia, cómo lograr que esa violencia se acabe con ellos como hijos, como último eslabón. Aunque otros no pueden hacer otra cosa que repetir la historia y así.

Para todos los que somos hijos de padres divorciados la idea del abandono nos dio siempre vueltas por la cabeza. No obstante, lejos está de ser una regla: hay padres que son mejores estando divorciados que estando en pareja. Hay, al mismo tiempo, casos en los que la separación no cambia las relaciones de afecto. Pero hay casos en los que la separación, en todo caso, desnuda las contradicciones de los padres ante los hijos y los obliga a crecer más rápido. En ese sentido, las vacaciones con los padres por separado tienen algo de eso, una suerte de sobreentendido de “che, aquí (me/nos) falta alguien” que no se resuelve, sino que es un hiato con el que hay que convivir. En este sentido, en mi caso personal, las veces en las que me fui de vacaciones con mi padre luego de divorciarse de mi madre ese vacío se experimentó con más fuerza. Y consecuentemente, el hiato se vivía con más rigor al no haber logrado (mi padre) reconstruir su vida de pareja (más allá de algunas experiencias circunstanciales). Ese vacío obligaba a vivenciar esa falta (que no una obligación, pero que en una generación como la de los nacidos en los 50s puede sentirse con más peso que en la actualidad). Ese hombre que tenía que lidiar con su ausencia también trasladaba parte de esa falta a su hijo. Por eso resulta imposible tomar distancia afectiva de una película como Aftersun donde un padre joven, de unos 30 años, vacaciona con su hija. Y mientras tanto lleva adelante un proceso interno del cual no nos vamos a enterar pero que podemos intuir asociado al divorcio y a alguna cosa más.

Quienes vimos sufrir a nuestros padres, quienes los vimos intentar rehacer su vida una y otra vez mientras se iban desvaneciendo de nuestro lado, como si se hicieran más pequeñitos conforme nosotros íbamos creciendo, entendemos a la hija en Aftersun. Pero también entendemos al padre. Entendemos esa presencia ausente y fantasmagórica, que se traslada sin ánimo y llora en los rincones. Somos ambos: somos la niña que intenta crecer y el padre que no sabe qué carajos hacer con su vida de padre mientras vacacionan. Porque las vacaciones también son eso: un catalizador de los infiernos personajes no resueltos, un purgatorio de mierdas entre la vida soñada y la vida de la que queremos huir. Por eso las vacaciones se llenan de actividades, para no detenernos a pensar, a recordar, a hablar y a definir las relaciones de las que formamos parte. Por ese motivo Aftersun es conmovedora, porque también es económica y pudorosa en el modo de exhibir el sufrimiento de sus personajes, que intentan sobrellevar ese tiempo maldito de convivencia melancólica de la mejor manera posible hasta que el regreso ponga las cosas en su lugar.

El hermoso plano final, entonces, reúne en un plano/contraplano imaginario y sin cortes a la hija-madre y a su padre (que se comporta como hijo) a través de los recuerdos en vídeo, pero también proyectándose en una puerta abierta más allá, donde la música todavía suena, donde los padres son jóvenes y donde el tiempo no corrió. Un lugar donde los sueños rotos de un futuro distinto para ellos se pueden reparar (por eso ese plano es piadoso: le devuelve la mirada comprensiva a la hija sobre ese padre ausente) y donde, quizás, alguna vez, los hijos sean padres, los padres se permitan terminar de ser hijos y ser adultos. Y estar en paz consigo mismos, entreverados entre otros pares, en un baile de fantasmas.

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