Aleksandra

Por Fernando Luis Pujato

Rusia, 2007, 92′
Dirigida por Aleksandr Sokúrov
Con Galina VishnevskayaVasily ShevtsovRaisa GichaevaAndrei BogdanovAlexander KladkoAleksei NejmyshevRustam ShahgireevEvgeni Tkachuk

Adiós a todo aquello

Hubo que esperar más de dos años para que el sexto film de Andréi Tarkovski se pudiera ver fuera de la ex Unión Soviética. Se estrenó en París en 1981 y aunque Tarkovski fue invitado a su estreno las autoridades soviéticas le impidieron salir de su país acusándolo, por supuesto, de formalista. Cuarenta años después no estamos muy lejos, paradójicamente, de aquella situación. Pese a su estreno en Cannes en 2007, Alekxandra de Alexandr Sokúrov -que en sus inicios también estuvo prohibido en Rusia acusado, por supuesto también, de formalista- nunca se estrenó oficialmente en nuestro país.
Pudimos ver, aquí y allá, en algún cineclub, en VHS, en DVD, Stalker (1978), quizá el más enigmático y mejor film de Tarkovski. Vimos, en una ex-biblioteca que hace las veces de una sala de cine, el no menos enigmático y, tal vez, el  último gran film de Sokúrov, después de esa obra maestra que fue El Sol (2004), claro está.
El hecho de que Tarkovski se fijara en Sokúrov como la nueva promesa del cine soviético y que terminaran siendo amigos es sólo una anécdota más, y los paralelos podrían terminar aquí, o no. Porque si bien la selva de símbolos, sobre interpretados casi ad infinitum, de Stalker está ausente en Aleksandra -o más bien ha sido reemplazada por un monosímbolo: la guerra- el film es también una drugaya Zona, un lugar cercado, y extrañamente real, al cual se llega sorteando numerosas dificultades, y en el que se deambula sin saber muy bien que hay que ver o buscar o encontrar ahí.
Aquél stalker que conocía la Zona y guiaba  -más un escrutar que un transitar- a los que se adentraban en ella, aquí es el nieto de Aleksandra  y alternativamente lo son el jefe de la unidad y el soldado encargado de asistirla y custodiarla. Ellos conocen bien esta Zona, y saben que el verdadero peligro está en otro lugar, no muy lejos de allí. Que aquella sala donde los deseos podían ser cumplidos (pero, ¿quién desea realmente eso, quién se atreve a ello?) es ahora ese resplandor fulgurante allá fuera, donde la realidad instala cualquier pesadilla. El lugar que no ve Aleksandra, que no vemos nosotros; el inquietante fuera de campo de algo atroz, pero imaginable.
En su magistral análisis de Stalker, Serge Daney se preguntaba de dónde venían esos cuerpos y esos rostros que no conocíamos, y que ya no estaban presentes en el cine soviético: del gulag se (nos) contestaba. Ese Archipiélago Gulag (1973) de Aleksandr Solzhenitsyn, el sitio al cual eran exiliados los disidentes de cualquier tipo, donde nadie deseaba ir, del que pocos podían salir. ¿Y qué es Aleksandra (ese país llamado Chechenia) sino una suerte de gulag al revés?, rostros y cuerpos que conocemos de algún cine del este, son depositados ahí, bien porque aún creen -o disimulan muy bien esto- en la patria soviética, bien porque no hay nada más por hacer allá o por empezar; un lugar donde algunos quieren ir pero casi nadie desea volver.
Los paralelos contrastantes podrían seguir extendiéndose, pero no demasiado. Porque si bien Stalker no era, estrictamente, un recorrido metafísico, sino mucho más que eso, Aleksandra tampoco es, probablemente, la visita de una babushka rusa a su nieto en el frente de batalla, sino algo más que eso.
El film es, ante todo, una formidable puesta en escena, donde todo es verde (militar) u ocre (desértico). Los primeros planos incomodan (¿qué mira el soldado que mira a Alexandra, qué cosa mira?) porque para eso están pensados; los planos de situación nos ubican en aquello que hay que fijar en primer término (el ruinoso edificio donde viven los chechenos, por ejemplo) para introducirnos en la secuencia; los planos detalle nos advierten de objetos cuya fisicidad estremece (los jóvenes reclutas limpiando sus armas, el interior del blindado en el que Aleksandra también manipula un arma) y planos secuencia, planos de seguimiento, planos de resituación. Todo en Aleksandra es una lección de puesta en escena, de como conjugar geografías con colores, colores con objetos, objetos con personas, personas con ideas, ideas con sentimientos -y resulta difícil no conmoverse cuando la mano del comandante de la unidad roza casi como al pasar, trémulamente, la mano de Aleksandra.
El film también, después, puede leerse como una alegoría sobre la Madre Rusia, sí, ¿pero cúal? ¿aquella otrora potencia surgida luego de la segunda guerra mundial, que firme pero tiernamente, cobija y protege a sus hijos y nietos donde quiera que ellos se encuentren?; puede ser ¿Una radiografía generacional?, también podría serlo, aunque aquí falte curiosamente -o tal vez no tanto- la generación del propio Sokúrov, testigo ocular de la desaparición de la U.R.S.S. porque no siempre se filma, desde un mundo sin amarras, la agonía del hogar donde se creció. ¿Una metáfora, explícita en algunas secuencias, sugerida en otras, sobre la libertad, qué hacer con ella cuando se la posee pero no se ha hecho demasiado por lograrla, cómo conquistarla cuando se la desea y no se puede hacer demasiado por obtenerla?; probablemente. Pero sí un hálito nostálgico de las caricias que quedaron allá lejos, en la infancia, y un encuentro crepuscular. Y una apelación al presente. Tal vez algo de todo esto.
No es casual que el film comience y termine en una estación de trenes. Aquél rostro de una niña, con una estrella en la solapa del abrigo, que nos miraba desde el vagón de un tren, aquél pasado adivinado, aquél presente sin futuro, fue encontrado por alguien que lo mostró, fue encontrado por el cine. Luego, el rostro de la memoria. ¿Qué mira Alexandra en ese vagón de un tren tan parecido pero tan distinto al del estremecedor Noche y niebla (1956) de Alain Resnais?, quizá a todo aquello que no pudo ser, este presente que ya no guarda ningún sueño de lo por venir. Pasaron muchos años para que alguien filmara otra zona, apostando por el cine. Acaso, la figura de una memoria.

 Y luego, debido a las “confabulaciones” señaladas por Chris Marker -directores y estudiantes de cine y críticos y festivales, entre otros- La felicidad (1935) de Medvedkin y su tren-cine y el propio film de Marker acerca de estos queridos dinosarios, y los films de Sergei Parajanov y Aleksei German y Marlene Kthusiev, el pasado y el presente no tan lejano de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas estuvieron a nuestro alcance; la poiesis formalista rusa, nada menos.

El último film sobre el desencanto del pueblo ruso lleva un nombre de mujer. No podía ser de otra manera.

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