Algunas ideas sobre el cine de Pascale Bodet

Por David Obarrio

La comicidad es un idioma extranjero

Hace un par de años, a partir de una película que no viene al caso mencionar, tuve la idea un poco descarada de que no había reconciliación ya posible entre el cine francés y el humor. O mejor dicho, entre el cine francés actual y la comicidad. Mi impresión podía estar bien encaminada en líneas generales, pero demostró ser errada cuando se la confronta con la constelación misteriosa conformada por películas que apenas empiezan a ser captadas por el radar. Extraordinarios artefactos cuya rara eficacia consiste en extender sus ondas de manera minuciosa, pacientemente, como si fueran breves destellos que no osan del todo, por ahora, asomarse a la superficie más que para dar cuenta con cautela de su existencia. Se trata de películas que respiran con discreción, que se mueven en una especie de limbo secreto iluminado menos por el peso de un nombre que por la convicción irreverente de que se existe en los propios términos, bailando con las luces bajas en un reino paralelo. Resulta que Pascale Bodet me demuestra que estaba equivocado. Pascale Bodet es uno de esos nombres, quizá el más convincente de todos en el panorama actual en el terreno de la comedia excéntrica, aquellos para los que el humor en el cine no significa un golpe de efecto lleno de astucia, que estalla, hace impacto en los sentidos y se pierde hasta ser reemplazado por el siguiente, sino un ritmo, una palpitación constante, que demora su aparición plena porque en realidad se ha extendido por cada plano hasta lograr habitarlo, menos como una necesidad que como una fatalidad. 

En el cine de Bodet hay humor en el sentido de algo que fluye desde los personajes hacia el contexto en el que se encuentran; de la escena al personaje, del primer plano al conjunto, de una frase de diálogo a la otra, de un rostro al siguiente, de una mirada a otra, de una réplica que se contiene a otra que no se hace esperar. Lo que consigue esa dinámica, no es una estructura capaz de propiciar un modo de comedia amigable, de formas equilibradas, que puedan ser asumidas sin contratiempos, sino –para usar una fórmula conocida pero perentoria-  una comicidad marciana, que no parece pertenecer a este mundo a pesar de que las acciones puedan tener lugar en una ciudad incluso reconocible. 

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Porte sans clef (2018), por ejemplo, se empeña con toda el alma en no hacer concesiones de ningún tipo. No es necesariamente amable en primera instancia; no es conciliadora, ni es del todo hospitalaria. Más bien se mueve con un instinto de conspirador, en las sombras de los usos en lo que a comedia se refiere, como si se expresara en un idioma extranjero. Como pasa también en su corto Manutention légere (2014), la película es una pequeña gran pieza de momentos de absurdo que se estiran hasta la incandescencia, sin que el espectador pueda acomodarlos fácilmente en su sistema de recepción, preparado de antemano para la solvencia clásica del “efecto cómico”, es decir del humor como forma fluida, que se asume con la perfecta conformidad del intercambio entre partes previamente acordado. La directora entrega en cambio algo que efectivamente hipnotiza un poco, que descoloca mediante la aplicación de dosis homeopáticas de una sustancia desconocida. Los desplazamientos incansables de los personajes, sus gestos incongruentes, el tono impasible, la trama apretada, quizá no muy comprensible; la batería de reacciones a veces al borde del autismo: formas de una extraña dicha en la que el cine logra develar una naturaleza inasible que, sin embargo, siempre había estado allí, desde el principio de los tiempos, como salvoconducto que permite franquear la puerta que conduce a una vida posible, a otras vidas, a las vidas de otros. 

Los personajes, de hecho, en ocasiones aparentan estar fuera del mundo; o parece que se “hacen un mundo” de todo, porque viven complicados y se complican para poder vivir, como si la vida se sostuviera en una tensión permanente entre la verdad y el deseo, entre un impulso de liberación y un marasmo de obstáculos, de inacción y de entumecimiento. Sus vidas son las de todos y las de nadie, como un agujero negro de la existencia. Los personajes de Bodet están anclados en la estupefacción o el ensimismamiento, pero a la vez tienen el brillo de las criaturas que están escandalosamente vivas, no se sabe a ciencia cierta si a su pesar. 

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Porte sans clef es la clase de comedia que deja al espectador con la sensación de que la risa es en realidad un asunto serio; no una facilidad, una oportunidad soñada para la distensión, sino un abracadabra para el desasosiego. La entrada a alguna clase de dimensión indecible en la que la comicidad no contiene ni resguarda sino que sirve para que recibamos noticias de la presencia de alguna clase de abismo que no deja de latir ni de llamarnos, no siempre con buenos modales. No pasa nada particularmente terrible en las películas de la directora; no hay irrupciones grotescas, ni cambios abruptos de tono: lo que las guía es el tranco impasible de aquello que nunca podemos saber del todo, ese espacio que llenamos obligatoriamente con intuiciones, dudas y especulación. A veces con un miedo disfrazado de mueca difusa, que parece el producto de la risa pero podría no serlo. Son películas extraterrestres porque respiran otro aire, porque hablan otro lenguaje, porque no se sabe qué intenciones tienen, de dónde vienen ni hacia dónde van. Porte sans clef es una “comedia de la vida” –con sus contratiempos dolorosos, sus parpadeos de incredulidad, sus aspiraciones sublimes y sus abruptas bajadas a tierra – en la que el mero acto de existir parece jugarse en una dimensión desconocida. 

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Con Bodet la comedia parece recuperar un antiguo terreno olvidado, en el que cada paso se da sobre terreno pedregoso, como en un sueño fraguado en la vigilia y del que, lógicamente, no se puede despertar. Con modestia, pero con una convicción abrasadora, la directora hace comedias sobre el arte inestable de no saber nada, de no esperar nada, pero de no dar tampoco nada por sentado. Lo cómico, además de su venerable efecto de distanciamiento, adquiere el sentido de un vacío, una carencia, una inadecuación radical a los contornos de la vida. Con la presencia de la propia directora como personaje, o inquiriendo tímidamente desde el fuera de campo al jardinero aficionado en L’Art (2015), sus películas exhiben con increíble naturalidad un aire de familia, o una arrogancia artesanal en la que se repiten actores, escenarios, situaciones más o menos sorprendentes, más o menos regidas por un falso azar: una especie de coreografía a veces indescifrable, pero capaz de una contundencia de la que es muy difícil sustraerse. La comedia como forma inefable, como desazón suprema, como vehículo hacia un “más allá” del repertorio habitual de ademanes milimetrados. No hay garantías en el cine de Bodet, como no hay una solución para la disconformidad obstinada de las vidas de sus personajes. La comedia, en sus películas, es la cara que adopta el mundo cuando lo inexplicable se convierte en el aire que respiramos.

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