Claude Lanzmann (1925-2018)

Por Hernán Schell

Un peluquero y un obsesivo (*)

Por Hernán Schell

Hace unos años dí un largo seminario sobre cine y Holocausto. Al tocar un tema así, la exhibición y discusión de alguna escena de Shoah, el monumental documental de nueve horas de Claude Lanzmann, se vuelve inevitable. La escena que elegí es una en la cual un peluquero sobreviviente del campo de exterminio de Treblinka, llamado Abraham Bomba, empieza a hablar de la época en la que los nazis, viendo que era barbero, le obligaban a cortar el pelo de personas antes de que fueran ejecutadas. El sobreviviente cuenta todo en detalle, no tanto porque quiera sino porque Lanzmann le pregunta todo lo que puede: cómo era el lugar donde cortaba el pelo, si había o no espejos, cuánto tardaba en cortar a cada persona y un largo etcétera. Si bien durante buena parte de la escena Bomba se mantiene parco y cuenta hechos terribles con una naturalidad desconcertante, en un momento empieza a darse cuenta de que lo que está narrando es demasiado aberrante, y empieza a angustiarse. En particular, cuando cuenta que un compañero le tuvo que cortar el pelo a su mujer y a su hermana sin poder avisarles lo que iba a pasarles y sin poder despedirse. Ese momento no es contado por Bomba de forma directa, sino que antes de poder terminar la historia se ve obligado a hacer un silencio de por lo menos un minuto mientras Lanzmann le insiste que siga contando. No es un llanto, no es un grito, es un silencio, como un shock que viene no de algo que se está viendo sino que se recuerda. Ante esto, Bomba le pide a Lanzmann que por favor apague la cámara ante lo que el director le insiste una y otra vez que siga hablando por que -según él- tiene un deber histórico que es más importante que su malestar.

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Esta escena se ha transformado en una de las más impresionantes de Shoah y también de paso de la historia del cine documental (o del cine a secas) y puede que condense varios de los aspectos más importantes de este largometraje hecho para hablar sobre el Holocausto. El primero tiene que ver con la sensación de grito silencioso y shock retroactivo que despierta Shoah. A lo largo de sus nueve horas, Lanzmann no se vale de ninguna imagen de archivo de los campos de exterminio, y basa su película en el testimonio de sobrevivientes, un historiador y hasta un nazi filmado con cámara oculta. Visualmente hablando, lo que hay muchas veces son planos generales de lugares en los que en algún momento pasó un tren que llevaba a personas al campo de exterminio, o había un espacio donde, por lo que sabemos de los testimonios, se desarrollaba una masacre. De esta forma, la sensación es desconcertante, nos impacta lo que vemos pero no por lo que se filma, sino por el pasado que evoca lo que se está filmando. Ese es uno de los tantos rasgos geniales de esta película: en que la ausencia de cierto material de archivo, solo revelado parcialmente a partir del discurso de sobrevivientes, hace que esos hechos históricos se vuelvan todavía más impactantes en nuestra mente. Agrego también otra cosa: que la ausencia de imágenes de archivo de cadáveres apilados y cuerpos desnutridos de Shoah sirve también para que cada testimonio de sobreviviente tenga una particularidad propia, sea una vivencia (y un trauma) propio, que nos acerque a una tragedia histórica de manera progresiva, como si cada uno de esos discursos fuese una pieza que hay que mirar detenidamente. Justamente ahí reside otro de los aspectos de la famosa escena del peluquero: en que la cámara se detiene en un plano sin cortes para poder registrar en tiempo y espacio real el testimonio de un peluquero que se queda sin habla.

Shoah es muy consciente de la potencia que puede tener el registro de lo real. Por eso puede considerarse a la película tanto un documental sobre el Holocausto como sobre las propios límites y posibilidades de un registro fílmico.

Shoah

Pero hay otro tema que encierra el momento del peluquero que uno hasta podría pensar como antítetico a la idea del registro: el de la obsesión personal. Entre las tantas cosas impactantes que tiene la escena del peluquero, quizás la más impresionante sea la de la propia insistencia de un Lanzmann que no se detiene ante nada para sacar el testimonio y decide seguir filmando pese al pedido de Bomba. Lanzmann se definía a sí mismo como un “combatiente en favor de la verdad”, y en algún punto no solo Shoah sino el resto de su acotada pero potente filmografía documental tiene que ver con esa búsqueda por llegar a toda la dimensión posible de un hecho determinado. Que ese hecho haya sido muchas veces el Holocausto quizás tenga que ver con que resulta un tema tan horroroso pero al mismo tiempo fascinante en su enigma de cómo pudo suceder, de cómo se desarrolló, de que es lo que pasó por la cabeza tanto de sus víctimas como de sus victimarios, que a uno le tomaría toda una vida intentar descifrarlo. Si Shoah es su película más famosa y su obra maestra definitiva, es porque es donde más se nota esa obsesión por llegar al hueso del asunto. De ahí que su duración final nunca se nota excesiva sino insuficiente, en esas nueve horas de preguntas exhaustivas y dueñas de una precisión admirable (si algo muestra Lanzmann ahí es que era un periodista excepcional), está también y sobre todo la presencia de una suerte de detective que se propone de resolver un caso que en el fondo excede a cualquiera.

Y acá es donde volvemos de nuevo al principio de esta nota, a la clase, al fragmento y a lo que no conté: que fue las reacciones de los alumnos frente al director presionando al peluquero. La actitud de Lanzmann no cayó bien y provocó la desaprobación moral hacia un realizador que estaba presionando a que una persona afectada por un recuerdo traumático testimoniara para una cámara. A esto se le sumaba que el propio ambiente de la peluquería estaba recreado para que esta persona torturada por fantasmas del pasado regrese aún más a ellos. Esa irritación me recordó a ciertas recepciones que tuvo Shoah en el momento de su estreno. En esos tiempos, periodistas de Polonia se quejaron por la forma que ellos juzgaron cruel y sesgada de retratar al pueblo polaco, dejándolo parados como una población antisemita, y la prestigiosa y popular crítica Pauline Kael se quejó de la presión que ponía Lanzmann al preguntar a sus entrevistados.

Es difícil encontrar hoy reparos a Shoah, película canónica, suerte de El ciudadano del cine documental, considerada incluso como un ejemplo indiscutible de cómo ahondar un tema tan terrible con la debida distancia y respeto. A tal punto es así, que muchos oponen a esta película otra sobre el Holocausto pero de características distintas: La lista de Schindler. Allí, a total contrapelo de Lanzmann, Spielberg hacía una biopic emotiva, donde la representación directa del exterminio se ficcionalizaba sin ningún tipo de pudor y Spielberg se permitía jugar con el significado de las duchas en los campos de concentración para hacer una escena de suspenso brutal.

A menudo en el mundo de la crítica de cine suele decirse que Spielberg es un irresponsable ahí donde Lanzmann es respetuoso, y que es este último el que mostró que había una sola forma de abordar cinematográficamente semejante tragedia: con el pudor de quien pensaba que un hecho así no podía ser filmado de otro modo que mediante testimonios, sin incurrir en imágenes tan horrendas que se volvería irrespetuoso el solo hecho de representarlas. Se trata de un tipo de crítica de cine que sigue una línea específica influida por dos textos críticos: “De la abyección”, de Jacques Rivette, y “El traveling de Kapó”, de Serge Daney; dos escritos preocupados por la moral de una puesta en escena y la responsabilidad formal de un cineasta frente a ciertos hechos. Durante años pensé que no había forma de discutir esos textos, pero lo cierto es que cuando en esa misma clase yo mostré la escena de las duchas de Spielberg a nadie pareció que hubiera nada grave ahí, y simplemente dieron por sentado que era un director representando genuinamente algo que lo horrorizaba pero con las herramientas del género y su formación y oficio como cineasta de grandes espectáculos; en cambio, sí les generaba un problema lo de Lanzmann, que estaba trabajando con material real y sufrimiento genuino de las personas que filmaba.

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Quizás mis alumnos en ese momento tuvieran razón. Si le achacamos a Spielberg el hecho supuestamente tremendo de haber hecho de la shoah un espectáculo de Hollywood, habría que condenar a Buster Keaton por hacer una comedia slapstick con la Guerra Civil americana en El maquinista de la general, o a John Ford por hacer un western que incluya alusiones a las masacres a los pueblos originarios en Más corazón que odio. El espectáculo es al fin y al cabo una forma de expresión que quizás tenga menos responsabilidad ética de la que pensamos y, si la tiene, no estoy seguro de que haya un motivo válido por el que el Holocausto debería de tener un tratamiento de entretenimiento distinto de otras tragedias horrorosas.

En todo caso, lo que sí me parecería un error grande es el seguir pensando al cine de Lanzmann como un modelo único e infalible para abordar un tema y a Shoah como su representación más perfecta. Es verdad que el propio Lanzmann contribuyó a eso, furioso cada vez que alguien osaba exhibir su película en otro orden que no era el que quería, convencido de que era prácticamente la única forma de representar el Holocausto. Pero creo francamente que caer en las demandas que tuvo Lanzmann respecto de cómo había que filmar ese hecho sería un error. Shoah no debe ser vista como una pieza de ingeniería que alcanzó un estado de máxima perfección. Detrás de su tremendo rigor, de su cuidadosa recolección de información y su aún más cuidadoso orden a la hora de exponerlo a lo largo de sus horas, hay también una desesperación y una furia que la lleva inevitablemente a ser discutible. Curiosamente, creo que esas imperfecciones venidas de una subjetividad que el director no puede contener es lo que hace que termine de transformarse en una de las más grandes obras maestras de la historia del cine. Y quizás, paradójicamente, lo mejor que pueda hacerse para apreciar esa grandeza es bajarla del pedestal.

(*) Publicado en La Agenda, julio de 2018


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