#DiarioCinéfilo – Las nominadas a los Oscar: Parte 3

Por Hernán Schell

Decidimos hacer una cobertura de todas las películas con mayor cantidad de nominaciones a los premios Oscar simplemente porque estamos locos, de vacaciones o por motivos que no podemos revelar. Lo cierto es que entre los dementes el Sr. Schell se lleva todos los premios y como de eso se trata, bueno, aquí les habla él. Lean con atención, porque aquí no van a encontrar condescendencia ni corrección política. Acá va la última entrega. La primera la encuentran en este link y la segunda en este. Al finalizar la redacción Hernán hizo una macumba deseándole lo peor a la película de Del Toro. Siempre supimos que alguna vez Schell se iba a calentar.

Las horas más oscuras (Darkest Hour)
EE.UU.-Reino Unido, 2017, 125′
Dirigida por Joe Wright.
Con Gary Oldman, Kristin Scott Thomas, Ben Mendelsohn, Lily James, Ronald Pickup y Stephen Dillane.

The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (The Post) 
Estados Unidos-Reino Unido, 2017, 116′
Dirigida por Steven Spielberg.
Con Tom Hanks, Meryl Streep, Bob Odenkirk, Bruce Greenwood, Tracy Letts, Allison Brie, Carrie Coon, Jesse Plemons, Michael Stuhlbarg y Sarah Paulson.

Dunkerque (Dunkirk)
Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Holanda, 2017, 106′
Dirigida por Christopher Nolan.
Con Fionn Whitehead, Tom Glynn-Carney, Jack Lowden, Harry Styles, Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance, Tom Hardy, Aneurin Barnard, James D’Arcy y Barry Keoghan.

Históricas e histéricas

Por Hernán Schell

Desde que tengo uso de memoria, la entrega del Oscar siempre fue un poco lo mismo: una ceremonia demasiado larga, en la que pocas veces se premia algo relevante, y en la que cómicos muchas veces talentosos deben oficiar de presentadores bajo un estricto guión que no les permite decir el repertorio cómico que usualmente manejan. A esto se le suma la sobrecarga de frivolidad, los momentos falsamente espontáneos, discursos cursis o demasiado extensos -o las dos cosas juntas- y una cantidad bestial de sonrisas falsas. Encontrarle defectos al Oscar es fácil, pero encontrarle virtudes tampoco debería ser algo tan difícil teniendo en cuenta que ya lleva 90 entregas y se ha transformado en el premio más popular del mundo junto con el Nobel.

Por supuesto que contrastando con todo esto está lo mayormente obvio, que a lo nombrado en el primer párrafo se le podría agregar el ganador agradeciéndole a los nominados, el actor borracho que siempre aparece haciendo alguna cosa desubicada (esta vez le tocó el turno a Jennifer Lawrence) y alguna que otra anomalía. Pero en definitiva, a mi entender, los Oscar siguen siendo populares porque funcionan un poco como muchas películas de género que hace Hollywood. Con bases y reglas claras y variantes que pueden ir dándose de manera más o menos feliz dependiendo las circunstancias . O sea, una y mil veces hemos visto la película de acción del héroe solo contra el peligro. Pero el cine de acción puede atraer al ofrecer diferentes variantes de ese héroe y diferentes escenas espectaculares.
Al Oscar se lo ve, sospecho, porque siempre hay algo soprendente en medio de su solemnidad y ceremonial. Acá esas variantes pueden venir en dos formas: premios a películas que usualmente el Oscar no suele premiar (dos casos conocidos y opuestos fueron la bienvenida osadía de premiar una película de terror como El Silencio de los Inocentes (The Silence of Lambs-1991) y la todavía inexplicable estatuilla dada a Crash (2004)) o bien momentos espontáneos dados en la ceremonia. Puede ser Marlon Brando mandando a una representante aborigen a recibir el premio, el hombre desnudo que pasó atrás de David Niven, o James Franco conduciendo la ceremonia completamente drogado.

Esos momentos son tan sorprendentes, precisamente, porque se destacan en una base que parece harto predecible. Este año la ceremonia tuvo dos momentos altísimos. El primero fue calculado y fue el chiste excelente preparado para el remate: Warren Beaty y Faye Dunaway volviendo a entregar al premio a mejor película luego del papelón inolvidable del año pasado. El otro, insólito y decididamente no esperado, fue la versión de Gael García Bernal de la canción de la película Coco, “Recuérdame” (aquí el video, sobre el que, advertimos, no es apto para oídos sensibles), que se transformó en el mayor desastre musical que entregó el Oscar desde la vez en que decidieron versionar “Al otro lado del río”, de Jorge Drexler con Antonio Banderas al micrófono y Santana en la guitarra.

Ese tipo de errores son el equivalente de esas películas horribles que salen de Hollywood de vez en cuando y que uno se pregunta cómo es que un espacio así de profesional puede permitirlos. En el caso del Oscar, esa presencia de lo fallido suele ser lo mejor que uno puede esperar. Pero no quiero sacarnos más tiempo para hablar de la ceremonia y sobre todo los premios. Sobre eso ya hablamos en este podcast.

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Como muy cada tanto sucede, en la entrega de 2018 se reunieron algunos largometrajes sobre la Segunda Guerra. En este caso, a la Academia se le ocurrió nominar dos. Y al igual que pasó con Huye! y La forma del agua, es decir, dos películas que piensan el mundo y la corrección política desde costados distintos, las dos películas sobre la segunda guerra mundial que fueron nominadas parecen chocar fuertemente entre sí. Hablamos de Dunkerque y de Las horas más oscuras. Ambas hablan de un momento específico de la historia en el cual el nazismo parecía una fuerza imparable, y un país como Gran Bretaña no parecía tener otra opción que resistir. Pero si la de Nolan es una película sobre soldados y civiles que están demasiado ocupados para sobrevivir como para darse cuenta de que son parte de un hecho histórico (incluso uno que la propia película sugiere como no susceptible de ser distorsionado), la película de Wright se da desde la perspectiva de un estadista que tenía demasiada conciencia de las consecuencias que podría tener un triunfo alemán, incluso regodeándose en reproducir algunos de los discursos, frases y hasta imágenes más célebres del personaje que retrata. Lo curioso de estas películas es que las fallas se dan cuando deciden invertir estas reglas.

Dunkerque empieza a resentirse mucho en sus últimos veinte minutos, cuando el arribo de las embarcaciones civiles de rescate aparece y con ella la emoción de varios personajes (y de la propia música lacrimógena de Hans Zimmer, que parece hacerse consciente de ese momento histórico preciso que se está viviendo). Es curioso porque la propia película parece traicionarse abandonando su intención de abordar el hecho histórico desde el punto de vista desde la urgencia del puro presente, carente de cualquier tipo de sensiblería, por estar demasiado ocupada sobreviviendo, sin tiempo para estar llorando. Por el contrario, el punto más bajo de Las horas más oscuras se da, por lejos, en una escena en el subterráneo, en el cual Churchill deja de transformarse en el estadista para transformarse en un ciudadano. Es un momento escolar, y posiblemente la escena más vergonzosa de todas las nominadas al Oscar después de (perdón, no puedo evitarlo) la escena del empleado de café homofóbico y racista de La forma del agua.

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Así y todo, con sus defectos y limitaciones, ninguna de las dos películas es descartable o carece de cosas atendibles. Ya hablé el año pasado sobre las virtudes formales de Dunkerque, así que voy a ahorrarme de repetirlas de nuevo acá. Si gustan, pueden darle click al link. Creo que lo mejor que se puede decir sobre Las horas más oscuras es que el estilo manierista tan propio de su director parece perfectamente consecuente con la idea de mostrar una película histórica tan consciente de la propia importancia del período que retrata y más consciente aún de la propia leyenda que la protagoniza. En medio de esto está esa otra virtud de la película…que es Gary Oldman, quien le da a su interpretación de Winston Churchill un sello propio ahí donde muchos otros actores hubieran caído en la tentación de la imitación de un personaje icónico. Quizás por esto la mejor escena de toda la película es cuando Wright filma a Churchill hablando por teléfono con Roosevelt. En ese momento la figura imponente de Churchill se reduce, gracias a la sabia decisión de Wright de filmar esto sin música. Pero también se logra el cometido gracias a la expresión desolada que sabe encarnar Oldman, que no es otra cosa que la de un pobre tipo intentando rogar lo más dignamente posible por una ayuda que no puede venir. Hay en ese momento, también, y quizás por única vez en toda la película, un ahorro gestual por parte de Oldman, algo raro en una interpretación que, como diría Pauline Kael, pareciera ser tan histriónica que actúa hasta con los dedos de los pies.

Este tipo de actuación desmedida, de gestos grandilocuentes e histéricos es la que tanto le gusta a los Oscar, de ahí también que cada vez que pasan los pequeños clips de los actores nominadas siempre se los muestran en las escenas donde más lloran, o gritan. De ahí también que les fascine ese tipo de interpretaciones de personajes históricos o de discapacitados donde el actor debe imponer su gestualidad atrás de kilos de maquillaje, o donde tiene que hacer esfuerzos con su cuerpo para poder hacer de ciego o parapléjico. Cuestiones del Oscar que han hecho que tantos grandes actores sobrios (Cary Grant a la cabeza) hayan sido ninguneados durante toda su vida por la Academia. Desde este lugar, el Oscar a Oldman fue cantado, del mismo modo que fue cantado el Oscar a los -así llamados- “rubros técnicos” para Dunkerque, película que estaba lógicamente puesta para ser premiada por cuestiones como sonido o montaje mientras era ignorada en cualquier otro rubro.

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The Post era la otra película que estaba claramente hecha para figurar en las nominaciones y no mucho más que eso. Salvo raras excepciones el estilo clásico y sobrio no es algo que a la Academia le atraiga demasiado premiar, prefiriendo películas más gritonas e histéricas. Al igual que Dunkerque y Las horas más oscuras, se trata de una película que intenta tomar un pasado dado y moldear un discurso propio del mismo. Ojo: no digo que mientan ni que fabulen ese pasado, sino que se lo apropien para otro motivo que no sea el mero hecho de la reconstrucción.
En su película, Spielberg elige un discurso político que de alguna manera interpele al presente. Y si bien la película transcurre en los tiempos de Nixon y Vietnam, es evidente que sus cañones apuntan con Trump y sus ninguneos (que creo por ahora sólo se limitan a lo verbal) a la prensa. Sospecho que desde este lugar puede haber una fina ironía, sutil, por parte de The Post, cierta idea de que con la elección de Trump Estados Unidos no está apuntando al progreso sino al retorno a un pasado que debía haberse dejado atrás. Junto con todo esto al igual que en películas como La Terminal, Lincoln o Atrápame si puedes, hay también una mirada ambivalente sobre los propios Estados Unidos, a los que Spielberg le gusta mirar poniendo en una balanza cuestiones positivas y negativas. Así es como en The Post concibe su país como un espacio donde pueden convivir los abusos de poder por parte del estado, los crímenes de guerra y el patoterismo del partido republicano con los beneficios de una prensa libre, y una sana cultura del trabajo y la competencia. Un tipo de mirada equilibrada y madura sobre la sociedad americana que la descerebrada La forma del agua (con su necesidad permanente de machacar a cada rato lo estúpida que es Norteamérica y su sociedad de consumo) claramente no tiene.

Así y todo, con ese planteo inteligente, con las actuaciones excelentes (Streep y Hanks a la cabeza, pero también ese actor anorme que es Bob Odenkirk), con decisiones formales brillantes (como esa cámara en angulación picada que representa hábilmente todo el peso de la responsabilidad que hay sobre el personaje de Streep al momento de tomar una decisión clave en la película) The Post está bastante lejos de parecerme gran cosa. Quizás sea porque, a diferencia de otros críticos, el clasicismo y la sobriedad no me parecen virtudes a priori sino características a veces inherentes al lenguaje. Será también porque no puedo dejar de ver en The Post una tendencia a la sobreexplicación mediante diálogos altisonantes y en los peores casos hasta excesivamente didácticos. Desde este lugar, el punto más bajo de la película ocurre con ese acercamiento a la cara emocionada del personaje de Carrie Coon mientras recita una parte de la constitución que garantiza la libertad de prensa. Hay un cálculo tan grande en ese recitado y atenta tanto contra la sobriedad esencial de un relato como este, que me cuesta entender cómo pueden obviarla aquellos que piensan esta película como obra maestra.

Así y todo, no puedo decir que The Post no sea una película digna y que no deja de ser loable que en un cine americano cada vez menos preocupado por lo político, un director como Spielberg tenga el poder y la voluntad de entregar cada tanto películas adultas y reflexivas sobre la realidad americana. Debo decir también que por primera vez en mucho tiempo, las nominadas a mejor película fueron, salvo una excepción, bastante dignas. Que el Oscar haya querido darle el premio a la única excepción habla más de algo que es parte del folklore general de la Academia y es su talento a darle el premio a la peor de las películas nominadas.

Me queda la duda de qué es lo que pasaría con el Oscar si cambiara y decidiera de pronto convertirse en un premio distinto, capaz de premiar películas sobrias, o apelar a su cine más popular sin necesidad de premiar aquellas que dejen supuestos mensajes profundos o actuaciones impostadas. Quizás gane atractivo y masividad, o quizás pierda todo el encanto. Un dilema que, francamente, no creo que tenga tanta importancia pero que queda bien para cerrar esta nota.

Ah si, me olvidaba: La Forma del Agua es una mierda.

 

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