#DiarioCinéfilo: Adiós Jeanne

Por Federico Karstulovich

Desde Almodovar a quien suscribe esta nota todos quisieron escribirle un obituario y en Perro Blanco no nos íbamos a quedar al margen. Murió Jeanne. Y Tomás Carretto le declara su amor a quien quizás sea reconocida como la mejor (o una de las tres mejores) actriz de cine de la historia (y no sólo lo decía Orson Welles).

Se fue

Por Tomás Carretto

Jeanne Moreau Buckley nació el 23 de enero de 1928 en Paris, en una época marcada por el reflorecimiento de nacionalismos en medio de una crisis económica mundial –crisis que alcanzaría su cénit con el colapso financiero al año siguiente-, las hostilidades políticas internas cada vez mas pronunciadas entre las derechas y las izquierdas y los conflictos territoriales y comerciales entre las potencias que subsistían desde el (engañoso) final de la primera guerra mundial en Versalles. Hija de una bailarina inglesa del Folies Bergere (Kathleen), protestante pero de antepasados judíos, que abandonó los escenarios cuando conoció a Anatole Desiré Moreau (su padre), gerente de una cervecería que atendía a la calle en la zona Montmatre.
A los cinco años sus padres se fueron a la ciudad de Vichy con la promesa de administrar un hotel de verano (L’Hotel de l’entente) en la 53 Rue de Paris, cerca de Mazarit, el pueblo montañoso de 400 habitantes de donde provenían los Moreau. El negocio fundió cinco años después, con la crisis económica que azotó a Francia durante los días del Frente Popular de León Blum y que motivó una creciente e inédita ola de antisemitismo. Blum era un reformista social fue hostigado violentamente por una derecha que incitaba al rearme y las proclamas chauvinistas. En Vichy, Jeanne es recordada por comandar a los varones desde su pequeña bicicleta blanca, la caza de víboras venenosas que vendía después a la farmacia y por pasar gran parte de su día en “Cuirs et Crepins” una pequeña zapatería justo enfrente de su casa en Vichy de la entraba y salía manipulando hormas y martillos para hacerse de sus tacos. Dicen que de ahí sacó la elegancia para usarlos.
Paradójicamente los Moreau (sin saberlo) hacían el viaje inverso (de Vichy a París) que haría el gobierno francés un par de años después frente a la ocupación nazi. Finalizado el gobierno de Blum y con la excusa de que los judíos alemanes que huían de Hitler podían ser una “quinta columna” empiezan las extradiciones, las delaciones y las políticas segregacionistas. El fracaso del negocio familiar, el creciente antisemitismo (su madre Kathleen es arrestada y obligada a llevar la estrella amarilla) hacen inviable la presencia de su madre en París y suponen el fin del matrimonio. Sus padres se divorcian y mientras su madre se marcha a Inglaterra con la hermana menor de Jeanne (Michelle), ella (con 11 años) se queda con su padre viviendo en el cuarto de arriba del pequeño hotel restaurante del que era conserje.
Moreau asiste al Edgar Quinet, un liceo para chicas. Estalla la guerra y vive una etapa de profunda soledad y reclusión donde la única confidente de su vida era su abuela paterna y su única compañía la de los libros en el medio de una calamidad como fue la ocupación nazi de Francia. La relación con su padre, riguroso y poco permisivo nunca fue la ideal. Extrañaba a su madre, a su hermana y a su abuelo materno, ese marinero descendiente de irlandeses que le enseñó “las mareas, los ciclos de la luna y las estrellas”. De su trabajo en el restaurant con su padre hereda la buena mano para la cocina y “un talento inusual para juntar las migas de pan de la mesa” como confesó años después su gran amiga Marguerite Duras.
A pocos meses de finalizada la guerra ya con 16 años ocurre un hecho que le cambia la vida para siempre, asiste a una puesta de Antigona en el Teatro de L’atelier en Paris y rápidamente se identifica con esa hija de Edipo que es condenada a morir por desobedecer al rey. Esa irredencia será a partir de entonces un signo de su personalidad y una marca a la hora de elegir los papeles a interpretar. «Ese día supe que quería estar ahí, bajo los proyectores, ser la rebelde que se enfrenta a los dioses y habla por aquellos que no se atreven». Jeanne se sentía en la obligación de aunar la fascinación por las palabras (de su padre) y la atracción por los escenarios (de su madre) y comienza a estudiar actuación a escondidas. Cuando su padre se entera le da un violento cachetazo pero no puede hacer nada con su decisión en el clima de efervescencia que se vive con la Francia libre. Al poco tiempo quiere entrar al Conservatorio y fracasa, pero consigue aplicar como Auditrice (esto es: asistir a los ensayos y las clases sin poder participar) lo que en definitiva termina agudizando su talento para la observación y su capacidad de autodidacta. De alguna forma lo hace también para hacer justicia con la vocación frustrada de su madre y para torcer la mirada inquisidora de su padre que renegaba de su decisión. Otro momento clave lo vive cuando asiste en la Comedie a un ensayo de la gran Marie Bell interpretando a Fedra en la obra homónima de Racine. Interpretación a la que sucumbiría también André Malraux. Fedra esa mujer enferma de amor, despierta el respeto y la admiración de Jeanne, que a partir de entonces será la voz y el cuerpo de esas mujeres despreciadas y demonizadas por el simple hecho de amar demasiado. En su vida privada reniega de las parejas felices y los convencionalismos. Superdotada como era ya a los 20 está en condiciones de ser el miembro mas joven de La Comedie Francaise en 300 años.

Decía Jeanne citando a Turguéniev: «Se siembra durante años…, años que se van como inviernos. Llegas a creer que no existe la primavera… y de pronto, de golpe, ¡ahí está el sol!».

Los cuatro años de la Comedie (1948-1952) están marcados por un entrenamiento cuasi militar que la pulieron como un diamante. Empieza en pequeños roles en cine a pesar de ser acusada de poco fotogénica (¡insólito!). Entre sus trabajos se destacan su papel en la enorme Grisbi (1954) de Jacques Becker junto a dos gigantes: Jean Gabin y Lino Ventura. También actua en Las Lobas (1957) al mando de Luis Saslavsky. Para cuando tiene su primer protagonico en La reina Margot (1954) -de la que su primo lejano Abel Gance fue guionista- ya era una actriz consumada.

Sin dudas su relación con Louis Mallé (dentro y fuera de los sets) marcarían su despegue en popularidad y prestigio. No solo con Ascensor para el cadalso (1958) con esa caminata melancólica tan emblemática e icónica por la Paris nocturna -y que sirvió de inspiración a Miles Davis que usó de sus ojos negros y su trajinar para componer la música- sino también por Los Amantes (1958) donde llena de gestos tiernos a una mujer adultera, personaje hostigado por la censura y el escándalo. Esa Jeanne orgásmica filmada con delicadeza en Dyaliscope por Henri Decae llegaría hasta la mismísima Corte Suprema de los Estados Unidos por las denuncias de los censores y fanáticos religiosos.

Para ese entonces ya se erigía como el prototipo erótico y cerebral del cine francés frente a otras como Brigitte Bardot, Anna Karina o Catherine Denueve, que mas allá de su belleza y talento innegables, jugaban bajo los esquemas de la complacencia masculina. Interpretando papeles modelados y controlados por hombres. Jeanne (también bellísima) era en cambio una personalidad totalmente disruptiva, ajena al control masculino, capaz de superar cualquier obstáculo en base a su soberbio talento y su poder quirúrgico de seducción. Una MUJER por la que TODOS los hombres (aunque no solo hombres, sería injusto, pero al menos en el ámbito público) perdían (literalmente) su cabeza. Su arte para seducir no solo estaba comprendido en la imagen ni en hacer lo que se esperaba de ella, sino mas bien desde una experiencia, una inteligencia, y una personalidad –que hacían junto a su belleza- un combo fulminante.
Fue la madrina, además, de las primeras películas de Francois Truffaut y Jean Luc Godard. A partir de entonces vienen las 3 películas que juzgo fueron sus tres obras cumbre, en un estado de gracia irrepetible en la historia del cine.

Catherine en Jules et Jim (Francois Truffaut, 1961)

«no es particularmente bella, ni inteligente, ni sincera. Pero es una verdadera mujer. Y es esa la mujer que nosotros amamos, la mujer que todos los hombres desean» decía de ella Jules (Oskar Werner), el personaje de Jules et Jim (1961) como una suerte de autoengaño. Porque si algo es Catherine, la mujer mas apasionante e inasible de la historia del cine, es ser bella, inteligente, y sincera por demás. Al punto de ser ese el factor determinante para despertar el amor y el deseo. Fotogenia en movimiento (es decir cine puro) para furia de sus herejes. Una mujer con una belleza e inteligencia tal, al punto de obligar a los hombres a sacrificar su orgullo. A renunciar de poseerla y resignarse a compartirla. Si algo provoca la lectura desahuciada del film (a pesar de su final falsamente tranquilizador) es que no se puede luchar contra el deseo femenino. Un deseo que no es cuantificable ni cualificable como el deseo masculino y que a su vez puede ejercer como herramienta de castigo. El castigo de aquello que no puede explicarse ni mensurarse.

Jules et Jim es además una lucha entre el clasicismo y la modernidad de las costumbres en plena modernidad cinematográfica. Una lucha que se termina de dirimir en la posterior película de Truffaut, Las dos inglesas y el amor (1971), la otra novela como Jules et Jim, de Henri Pierre Roche. Las dos películas tienen una paradoja. A pesar de ser films antagónicos, muestran la fuerza destructora, irreversible del amor. Hombres y mujeres parecen destinados a no entenderse jamás. Claude (Jean Pierre Leaud) en Las inglesas es el amante bueno y considerado, algo torpe, la contracara de Catherine. Claude usa de molde las propias experiencias de Truffaut y Leaud, mientras que para componer a Catherine, Jeanne usa macabramente a las diosas clásicas Antigona, Fedra, Medea. El torbellino de la vida.

En aquel rodaje esa mujer imposible, inasible, elusiva, caprichosa, embriagante, arbitraria, misteriosa, incontenible, inaprensible cuando se prendía la cámara, era también la cocinera de técnicos y actores en un rodaje pelado de recursos que tuvo una sola jornada de sonido directo el día que Jeanne inmortalizó Le tourbillón de la vie.

Jackie en La Bahía de los ángeles (Jacques Demy, 1963).

Cualquiera que quiera repasar la carrera de Jeanne Moreau se va a encontrar con las imágenes omnipresentes de esta hermosísima película, verdadero homenaje en vida del bueno de Jacques. Y es que muchas veces actrices con el talento inconmensurable de Moreau (si lo hubiera) no tienen la suerte de encontrar un director como Demy -que filmaba como nadie- para rendirles tributo. Calificado ridículamente como un director de musicales, sus películas luminosas y tristes, son poesía en movimiento. Aquí Jeanne es Jackie una ludópata perdida, especie de angel caído. Demy la filma como Von Sternberg filmaba a Marlene Dietrich. Se sirve para ello de la fotografía prístina de Jean Rabier, de la belleza exuberante de Niza (la ciudad), la música impresionista de Michel Legrand, y los modelitos de Pierre Cardin (amante de Jeanne) inspirados en Jackie O. y diseñados para la ocasión. Ensoñación pura. Infravalorada película es una lástima que sea de esos films olvidados en listas y clasificaciones.

Celestine en Diario de una camarera (Luis Buñuel, 1964).

“Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba. Yo me limitaba a seguirla” Buñuel. “Luis era mi papá español” JM. “Si fuera tu padre, te mantendría atada y entre rejas” Buñuel.

Cuando Serge Silberman le propuso a Buñuel filmar en Francia la novela de Octave Mirbeau en seguida pensó en Jeanne Moreau. Tanto Moreau como Buñuel tenían deudas pendientes con la época en la que transcurre la historia. Buñuel quiso cargar contra Chiappe, aquel prefecto de policía que secuestró La edad de oro (1930). Contra los maurristas de L´Action Francaise, la derecha francesa, el antisemitismo y la moral burguesa de provincias con su lema: Religión, patria y familia. Jeanne de alguna forma quería redimir la etapa de su infancia cuyos vendavales políticos afectaron la suerte del matrimonio de sus padres y la sumieron en grandes carencias. Ambos también y a pesar de la diferencia de edad dieron rienda suelta a sus fantasías. Buñuel le hizo poner a Jeanne los mismos botines que usaba su institutriz de niño, de ahí su fascinación con las piernas y los zapatos. La película arranca con Jeanne acomodándose las medias y la mirada de Joseph (el cochero) es la nuestra. Jeanne le daba verosimilitud y hondura a lo que hacia, jugaba con los tacos como lo hacía de niña. Hay en toda la película un realismo riguroso y seco. Una sobriedad al punto tal que si Roger Fellous (el fotógrafo) hubiese intentado hacer lo que hicieron Coutard, Decae, o Rabier con Moreau en anteriores películas, seguramente Buñuel le hubiese pateado el trípode de la cámara. Había entre los dos una tensión particular: “Si continúas ignorándome, voy a tomar a tu hijo como amante” contó la mujer de Buñuel que le decía Jeanne en las cartas que le escribía al sordo de Calanda. Disparatadamente Celestine siendo sirvienta es la única cosmopolita en ese ambiente denigrante y opresivo.

En 1968 un cáncer de utero afectó su lozania. Ya no tuvo la misma fuerza y su carrera (si bien siguió actuando hasta su muerte) se vió afectaba y ya no conservó la misma impronta. Había sido madre a los 20 a pesar de confesar que no tenía “instinto maternal”. Se casó tres veces. Acumuló logros, prestigio y reconocimientos a una edad (20-30 años) insólita, siendo que a las otras actrices de su estirpe les llevó 30 años más. Vivía sus personajes. Creía en el amor libre. Militaba las causas que consideraba justas como la despenalización del aborto en 1971. Fue la única mujer en presidir dos veces el jurado De Cannes y la primera mujer francesa en ingresar a la Academia de Bellas Artes. Como anécdota su voz característica era producto de su adicción al cigarrillo. Una afección, el edema de Reinke, que produce inflamación crónica en la laringe y las cuerdas vocales.

Iconoclasta como siempre fue, descreía de su leyenda. “La soledad es el precio que hay que pagar para mantener la independencia” decía siempre. La vamos a extrañar mucho. Su muerte marca el fin de una (hermosa) era.

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