Dos o tres cosas acerca de la retrospectiva de Christian Petzold

Por Marcos Rodríguez

Hielo fino

A lo mejor estoy siendo un poco más romántico de lo razonable, pero encuentro una contradicción fundamental en el corazón de las películas de Christian Petzold. Una contradicción fuerte, que se despliega a lo largo de sus películas como una evolución, pero que marca también cada una de sus obras. Vuelvo a ver Yella (2007), después de unos diez años, y la encuentro otra vez, más evidente que nunca: algo quema y algo muerde con el frío del análisis. Algo está calculado y algo desborda. Por sobre todo, lo que hay en Petzold es cine.

En el cine de Petzold conviven un cálculo riguroso y una voluntad de abandono, una mirada sociológica y un subconsciente pulsional. Sospecho que en cierta forma las películas suyas que más me gustan son aquellas en las que gana la pasión y el diagnóstico se limita a funcionar como marco. Por supuesto, no es tan fácil separarlos, porque en Petzold el cálculo es también parte del abandono: se ve, por ejemplo, en sus versiones y reversiones (¿cuántos lleva ya?) del cine clásico. Hay construcción cuidada, hay cita, hay trabajo académico involucrados en este andamiaje, pero a la vez lo que tira en esa necesidad de volver, de versionar, de vivir en aquel pasado perdido tiene que ver en parte con ese espíritu desbordado que el nombre de “clásico” oculta un poco. ¿Qué hay más trágico, más arrastrado por fuerzas oscuras, más misterioso e intrigante que el noir que Petzold retrabaja (siempre, pero más puntualmente) en Jerichow, esa nueva lectura de El cartero llama dos veces, clásico de clásicos, esta vez atravesado por la guerra en Afganistán, la inmigración y unos cuantos temas que atraviesan la sociedad alemana?

Un poco más acá, un poco más allá, el cine de Petzold está atravesado por estas dos miradas: la de un análisis “de izquierda”, podríamos decir, y la mirada de sus personajes, que flotan por la superficie de la trama sin entender nunca del todo lo que les pasa ni lo que pasa a su alrededor. Lo que pasa a su alrededor suele ser, simple y llanamente, el capitalismo, una sociedad neoliberal, líquida, traslúcida que Petzold diagnostica una y otra vez. En parte Yella es poco más que eso: el paseo de un fantasma (categoría a la que el alemán supo sacarle jugo) por el revés de la trama de los negocios que rigen el mundo. Hay amor, hay marido golpeador, pero sobre todo hay especulación financiera y coima. Una de las cosas más curiosas de su cine es, justamente, cómo conjuga esas dos cosas con una naturalidad más o menos fluida (dependiendo del caso) que hace que incluso la tesis vibre en pantalla.

En cierta forma, también, se podría decir que el cine de Petzold empezó más anclado en la tesis (sus primeros dos largos para cine, recordamos, fueron coescritos con Harun Farocki) y en algún punto (probablemente, alrededor de Yella) fue virando hacia temas más abstractos, al punto de rozar el mito. No se trata, por supuesto, de una evolución simple o lineal: Barbara (esa obra maestra), que es casi una reflexión historiográfica, vino después de Etwas Besseres als den Tod (esa obra maestra), en la que el contexto social casi ni existe y lo que tenemos es más bien una reflexión sobre el amor, basada en un mito germánico. Transit es una operación que chirría por todos lados (y es hermosa por eso) y Undine es una apropiación abierta del mito. En el medio, todo a lo largo de su carrera, encontramos también varios policiales que dirigió para televisión, que trabajan de forma más pura y dura el género y, por lo que vi, son excelentes también. No hay nada definitivo y no hay un camino: los polos coexisten en Petzold y le dan sustancia a su cine.

Por otro lado, ambos extremos se tocan en la sensación constante de inestabilidad que permea cada minuto de sus películas: sus personajes caminan sobre un hielo demasiado fino, lo sabemos, escuchamos los crujidos. Esa inestabilidad muchas veces se articula con la tensión argumental, con lo policial, pero no necesariamente: a veces es más existencial, a veces es más de guita, a veces es abiertamente política (Seguridad interior). Cierta angustia corroe el alma pero, y esto es lo más terrible, ni siquiera sabemos bien de dónde viene. Hay un pasado traumático. Hay malas decisiones. También hay un entramado social que licúa toda seguridad. Hay una desprotección frente a la forma en que funciona el mundo, pero también hay una desprotección frente a uno mismo: ¿por qué los personajes hacen una cosa y no otra? ¿Por qué Yella se sube al auto de su ex pareja, ese golpeador que parece siempre colocado? Sabemos que eso no va a terminar bien, ella tiene que saber que eso no va a terminar bien, y sin embargo ahí está de nuevo, Yella se sube al auto. Gracias a eso tenemos cine. Gracias a Nina Hoss. Gracias a una reversión de Carnaval de las almas. Gracias a este alemán que pareciera obsesionado por trabajar lo gris (toda Yella parece poco más que un gran plano descolorido, perforado en algún punto por la camisa roja de Hoss), por contar y revisitar, por correrse un poco al costado y hacer crujir ciertos engranajes, por mirar “la realidad” pero mirar también el cine viejo, por bucear en sus personajes que, como todo personaje, son siempre un poco insondables.

Hay algo inexplicable en el cine del racionalista Petzold. Hay pasto para tesis en el cine del romántico Petzold.

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