Drácula 3D

Por Federico Karstulovich

Drácula 3D
Italia-España-Francia, 2012, 110′
Dirigida por Dario Argento.
Con Thomas Kretschmann, Marta Gastini, Asia Argento, Unax Ugalde, Miriam Giovanelli y Rutger Hauer.

Una película de tetas

Por David Obarrio

La visón de la espléndida copia restaurada de Suspiria en el BAFICI 2017 me lleva a Drácula 3D, la última película de su director que tuvo estreno en Buenos Aires. Impresiona un poco comprobar lo poco que tienen en común las dos películas en cuestión, como si no fuera solo el tiempo lo que media entre una y otra, pero no es motivo de esta nota hacer el relevo de una presunta declinación de su autor. Me temo que aquellos a los que nos gusta el Drácula de Dario Argento somos parte de una secta. El de Argento es ese nombre un poco olvidado que persiste como una evocación secreta, una criatura extraña que se niega abandonar el barco cuando ya se sabe que está todo perdido para ciertas almas sensibles como las de algunos de nosotros, que vamos al cine esperando encontrarnos con un goce siempre añorado, a veces ridículo, que puede fácilmente ser desterrado como una impureza, impugnado y puesto en entredicho, sin piedad ni miramientos. Hace mucho ya que el cine del italiano es la presa preferida de los cultores de la cinefilia irreverente, la que se expresa como un rastro de la infancia, un conflicto sin resolver en el que los participantes se funden sin más con el objeto amado para devorarlo, y en el mismo acto, ya que están, devorarse a sí mismos. Pero hay que decir que desde hace un tiempo largo a esta parte es imposible obviar que Dario Argento es el padre de Asia. Es decir, el padre de la cineasta y actriz quizá más importante de los últimos quince años. Formamos una secta, entonces, en la que adoramos sobre todo a Asia: la voz que parece un ronroneo, el esculpido feroz de las ojeras, la desesperación oceánica que de a ratos le asoma en los ojos, el andar siempre peligroso. La queremos a Asia y queremos por añadidura también al padre, que cuando más yerra, más amigable y querible se vuelve. Nos gusta porque queremos con pasión a la hija y porque tenemos bien firme en el corazón el recuerdo de algunas películas maravillosas que hizo – en mi valoración personal se ubican Suspiria y Rojo profundo en primer término, pero de ninguna manera podría dejar a un lado algunos de sus giallos descangallados y malditos, el oro y el barro de las extrañas piezas de los primeros años de su carrera– , y también la sensación poderosa de que Argento padre siempre está ahí agazapado, acaso pergeñando una obra maestra que con toda probabilidad no hará nunca. El desmañado director se hace querer, más que nada, en sus errores, porque la desmesura y el riesgo nunca son buenos consejeros para hacer una carrera como dios manda. Y no es difícil ver que Argento siempre ha bailado con el diablo. Antes, en los buenos viejos tiempos, el hombre era celebrado por las puestas majestuosas que inventaba con total desparpajo para sus escenas de crímenes. Cámaras lentas exasperantes, angulaciones imposibles, fragmentos de música que estallan como una amenaza, melodías aniñadas arrancadas del infierno, estallidos de colores; en definitiva, pasión por el espectáculo: ópera, drama, violencia, exageración, paroxismo. En su vuelta de la mano de Drácula se olvidó de casi todas sus muletillas venerables, y a lo mejor está grande para que se le peguen nuevas. Sin embargo, el viejo Argento no está dispuesto a rendirse.

Su Drácula 3D es en cierto modo una decepción, pero también es una delicia. Es decir, nadie sino él podía dar un golpe de timón tan espectacular y aun así hacernos saber, con total altivez, que sigue siendo el mismo, el indomable. Argento es un animalote suelto en el mundo del cine. Todavía nadie lo atrapó, ni le enseñó modales, ni parece ser capaz de mirarlo a la cara y decirle lo que hay que hacer; cómo filmar Drácula o cómo filmar cualquier cosa. De manera que lo que el hombre hace es ignorar con gesto regio el ser del cine. Y dedicarse tranquilamente, acaso con una sonrisa un poco malévola lanzada hacia el futuro, a montar cosas raras como este Drácula, que es capaz por ejemplo de convertirse en una langosta del tamaño de un caballo. Las andanzas del Conde Drácula son en esta oportunidad un cuento de amor, de locura y de muerte que parece conducido por la mano de un cineasta poseído por el espíritu de una criatura entrenada en algún departamento paralelo de la historia del cine. Ahora, más que nunca, Argento se muestra brutal y expeditivo. Ya no se distrae con las finezas del pasado. Ya no se muestra interesado en impresionar con esas piezas de coreografía amaneradas y bellas que lo hicieron famoso, sino mediante el espanto casi risible que se deriva del carácter de precariedad esencial en el que se encuentran sus personajes, para los que un mordisco que parece un beso conduce al abismo de un momento a otro. En esta historia de Drácula todo es abrupto, sorpresivo y violento. Un golpe de pico en medio de la cara es menos tortuoso que un suplicio que se extiende durante minutos interminables, pero también puede ser más espeluznante, porque nos recuerda la naturaleza imprevista y torpe de un mal difuso, doblemente atemorizante. Esta vez todo es seco menos la sangre, que parece brotar como tributo necesario al costado de animalidad irredenta que anima a sus personajes.

En una película de tetas que se muestran no sin arrogancia, Asia Argento, la hija pródiga que interpreta a Lucy bajo las órdenes del padre, no se priva de mostrar las suyas y dejar en claro porqué es la directora más sexy del mundo. Pero Drácula, la película, resulta tosca hasta en esos parpadeos breves, elusivamente chuscos, en los que el cuerpo femenino es materia destinada sin remedio al desgaste y la corrupción definitivos. El enfrentamiento entre el Conde sediento de la sangre de los otros y el profesor Van Helsing (gran aparición de Rugter Hauer) se asemeja a una puesta de Shakespeare en un club de barrio; la lucha es acerca de qué poder prevalece sobre el otro, mientras todo lo que está en el plano salvo los dos actores parece chillar y retorcerse de puro berreta. El holandés Hauer luce eterno, podría incluso ser el verdadero Nosferatu: es un actor para el que todavía no se inventaron cruces ni invocaciones cristianas. En la escena culminante, a punto de ser destruido por Drácula, se salva efectuando un disparo certero. Pero la munición del arma no era común y corriente: “Me quedaba una sola bala. Menos mal que le puse suficiente ajo”, aclara Van Helsing para el espectador mientras se recupera entre resoplidos. Esa no la teníamos. ¿Cómo será el proceso en el que la propiedad proverbial para neutralizar vampiros de la simpática raíz pasa a la bala? ¿Se refriega una cosa con la otra? ¿Se pica un diente y se pasa la bala por el polvito? Nadie lo explica, pero nos queda la risa. En vez de estirar el suplicio embelleciéndolo para convidar al espectador con un placer ocasional de voyeur, Argento aligera la muerte proponiendo sorpresas de esa clase. El ridículo de su película, esa fuerza que la atraviesa y la estremece, quizá no del todo a su pesar, es el mismo que por momentos, a despecho de toda esperanza, parece guiar el mundo.

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