La semana del asesino

Por David Obarrio

España, 1972, 102′
Dirigida por Eloy de la Iglesia
Con Vicente Parra, Eusebio Poncela, Emma Cohen, Vicky Lagos, Lola Herrera, Fernando Sánchez Polack, Charly Bravo, Rafael Hernández, Ismael Merlo, Ángel Blanco, Manuel Clavo, José Franco, Antonio Corencia

Los días de la bestia (*)

¿Quién se acuerda hoy de Eloy de la Iglesia, luego de que otro director español de fama mundial llamado también de la Iglesia hiciera usufructo a efectos públicos y privados, para bien o mal, del apellido de marras? Probablemente casi nadie. Sin embargo, Eloy de la iglesia supo hacer algunas de las películas más raras del cine español, algunas de ellas enormemente exitosas. Se las arregló para sacar provecho de todos los resquicios de libertad que se le ofrecieron durante el período de la Transición; hizo cine “de explotación” con otro nombre. Escudriñó las zonas oscuras de un país que asumía con delectación las promesas de bienestar mientras parecía barrer las migas debajo de la alfombra. Hizo películas con crímenes, con marginados, con emoción. Reflejó un hervidero de pasiones impuras y comportamientos vergonzantes. La semana del asesino pertenece a la primera parte de su filmografía y empieza ahora a ser reconocida como un modesto clásico “de culto”. 

La película puede empezar con el faenamiento de una res y terminar con un hombre que espera resignado a que la policía venga por él. Son dos madrugadas filmadas con una belleza desapegada en la que caben todo el estupor y el desasosiego del mundo. Eloy de la Iglesia no había ingresado aún en el terreno pedregoso y redituable del quinqui, pero probaba el horror de una clase social sumida en silencio en una insatisfacción radical que llena precariamente con trabajo duro, salidas de rutina al cine y noviazgo reglamentario. El director se ocupaba ya de personas que habitan el mundo sin estar del todo en él: seres dejados un poco de lado, como si el temple o la voluntad no los asistieran del todo en la tarea, sus personajes preferidos aparentan encontrarse siempre entre las cosas; como si estuvieran al borde de ejecutar un movimiento que los lleve de una situación a otra; mayormente arrastrados por la corriente, tocados por las circunstancias, parecen estar entre mundos posibles, es decir, en realidad en ningún lado. Perdidos para los demás, perdidos para una vida plena; sujetos a perpetua merced de fuerzas inmanejables –sociales, psicológicas, políticas- tras una mascarada de seres completos, capaces de forjarse un destino, aunque sea modesto, que llevan adelante con una diligencia melancólica, cercana al autismo. El género quinqui, expresión que deriva acaso del inglés kinky, con su asociación de imágenes referidas a lo desviado, lo torcido, lo sexual inadmisible, el placer secreto de una actividad riesgosa, al margen de las buenas costumbres, sería la cifra futura para que de la Iglesia plasme en un puñado de películas taquilleras –Navajeros, El pico, La estanquera de Vallecas, pero también la porción ligada a los bajos mundos que se puede apreciar en El diputado o en Los placeres ocultos– una modulación extrema acerca de esos seres sin esperanzas entre fines de la década del setenta y la primera mitad de los ochenta. Un invento auténticamente español, ligado para siempre a su mejor cultor.    

Las preguntas, en el fondo, se repiten, como si su formulación fuera parte de un murmullo en el que se balancea la precariedad sin nombre de la existencia: ¿qué pasa dentro de un hombre cualquiera? ¿Qué alarmas se activan un día en su alma, qué mecanismos inexplicables trabajan a destajo bajo su piel? La semana del asesino no responde estos interrogantes sino que se limita a exponerlos de modo incandescente, como si la arrogancia de su tono, bien examinada, fuera en verdad un temblor que se oculta, una fragilidad inimaginable en la que se conjura, por oposición, el rostro desencantado con el que se exhibe sin contemplaciones la dureza de la vida. Son cuestiones que la película hace virar al rojo de la sangre, al blanco de la incertidumbre, al negro del trasiego de la mente que se agita sin cesar en las noches en vela. El director casi no filma de día; su asunto es un encadenamiento inclemente de sucesos que se dan mejor en la soledad estremecedora de las horas muertas de un verano en las lindes de la ciudad, cuando todas las cosas parecen conspirar para que los destinos funestos se cumplimenten en toda regla. El protagonista mata sin remedio; no escoge a sus víctimas, más bien ellas van hacia él, como si fueran emisarios del absurdo, constatación palmaria de algo que no andaba bien desde el principio; como si en cada cuerpo se pudiera leer la historia de toda la desconexión presente y el augurio de un final irremediable, en el que cualquier posibilidad de redención queda abolida de antemano. 

Atrapado en su laberinto, el impensado asesino – el que se ha encontrado un buen día con esa condición, el que no la reconoce, el que no sabe quién es- se queda mirando en una escena un viejo retrato de familia que tiene sobre la cómoda y parece asomarse al abismo infinito que lo separa de esa imagen. Censurada sin piedad, catalogada un poco a la ligera como cine de terror, la película pone en escena unas cuantas ideas incómodas. La irreverencia manifiesta expresada en la figura de un proletario vaciado de cualquier motivación revolucionaria convierte inmediatamente al film en poco fiable como pieza de cine social. Como película de género, si así se puede decir, de asesino serial, en ella se echa en falta una verdadera progresión dramática; no tiene suspenso, ni investigación, ni huida, ni resolución in extremis. La película exhibe con malevolencia el aire familiar de lo ya visto, pero enseguida se desentiende de los procedimientos más transitados para reemplazarlos por parpadeos de humor inesperado y sorprendentes cambios de tono que la enrarecen y la vuelven inasible, altivamente inquietante. “Somos dos desclasados”, diagnostica, entusiasmado, el vecino rico que siente por el protagonista una atracción inconfesable y que le permite a este recorrer a su lado, brevemente, en un puñado de escenas muy hermosas, el costado amable de la vida. Pero lo que en definitiva flota en el aire es la rabia silenciosa de una reconciliación que es imposible, que no puede tener lugar. Los cadáveres apilados no son otra cosa que el testimonio de la venganza de un hombre contra sí mismo: el que prefiere hundirse para siempre, sin proferir una queja, antes que hacerse ilusiones vanas de prosperidad.  

(*) Ampliación de una nota publicada en el número de julio/agosto de 2022 de Cahiers du cinéma  

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