Sangre de mi sangre

Por Federico Karstulovich

Sangue del mio sangue
Italia-Francia-Suiza, 2015, 106’
Dirigida por Marco Bellocchio.
Con Roberto Herlitzka, Pier Giorgio Bellocchio, Alba Rohrwacher y Lidiya Liberman.

Los justos (son) pecadores

Hay una cualidad dentro del cine italiano de posguerra que hace que buena parte de la producción mediterránea de las películas del período 1960-1989 estén fuertemente determinadas por un componente político inalienable. El problema de ese período, también, es que muchas de esas películas (algunas de ellas de grandes directores) se encuentran completamente fechadas, limitadas al contexto de época, a la alusión fácil, al chistecito demagogo. En buena medida, podríamos decir, las que no resisten bien el paso del tiempo son precisamente aquellas que nunca supieron diferenciar lo político como problema a la política como excusa argumental. En esa dirección no se me ocurren ejemplos más disímiles y opuestos que el cine de Pasolini, el de Lina Wertmuller y el de Marco Bellocchio.

El primero supo coquetear con un cierto pobrismo propio de un neorealismo tardío, al pisar la década del 70 supo construir un nivel de abstracción perfecta abrazando, al mismo tiempo, la mierda y la degradación del naturalismo cinematográfico que lo precedió. El resultado fue el de un cine político que construía desde el idealismo para luego retornar al mundo y hundir los pies en la mierda, pero sin hacer alusiones cronológicas ni contextualizaciones, haciendo de la metáfora una estructura vacía (ver Saló o los 120 días de Sodoma).
Wertmuller, en cambio, es fundamentalmente lo contrario (compartiendo algo de esa incapacidad con otro director de los 70’s, Ettore Scola), es una directora que buscó en lo concreto de la vida privada siempre una excusa para hablar de la historia grande, de la historia pública, por lo que los personajes en sus películas finalmente no eran otra cosa que un subterfugio para la exposición política, como si de alguna manera la necesitáramos.

Lo de Marco Bellocchio es completamente distinto, ya que luego de casi dos décadas de construcción de un cine político deliberadamente antiburgués en toda su concepción (al menos en la perspectiva de trabajo y el recorte socioeconómico trabajado en sus películas asi como a la hora de construir interlocución con un potencial espectador desgarrado por la derrota cultural del marxismo italiano de post guerra) a la vez que especialmente iconoclasta (lo que hace de Bellocchio uno de esos directores que amamos amar: no respeta a nadie ni a ninguna tradición ni se deja extorsionar moralmente con ninguna clase de ideologismo pueril) logró terminar concibiendo una idea radical y moderna para su cine, que al menos desde El diablo en el cuerpo (1986) para acá funciona de maravillas. Esa idea es la exacta inversión del caso de Wertmuller y tiene algo de la abstracción de Pasolini.

Esto se da, básicamente, porque el proceso de desenamoramiento de la izquierda italiana, el avance de la autocrítica y el pesimismo sobre el rol de la izquierda en el contexto de época permitiò a Bellocchio preocuparse más por la honestidad intelectual de sus películas que por la corrección ideológica de sus planteos (algo característico del cine de izquierda tradicional, que en su versión militante suele ser conservador y sin riesgos en lo estético como en su visión maniquea de mundo). Esa libertad logró que aquel hombre de izquierdas en los 60’s-80’s se transformara en un anarquista irremediable. Y que aquel cine que necesitaba pensarse en el centro de la historia con mayúscula hiciera exactamente las cosas a la inversa: que encontrara en el contexto o en el dato anecdótico apenas una excusa para desarrollar personajes contradictorios en un mundo caótico e inentendible. Que sus personajes y los hechos del mundo privado de aquellos fuera precisamente el aspecto político a destacar, precisamente porque en ello radicaba la potencia del discurso: lo político no estaba en el testimonio de época sino en la cosmovisión de personajes que se cargan las hipocresías del mundo que los rodea a los martillazos.

En ese contexto, Sangre de mi sangre es una obra maestra anómala, libertaria, porque conforme al giro realizado por MB no solo desarrolla una estructura radical y libre de ataduras a formatos convencionales, sino que el aparente grado de disociación propuesto entre las dos partes de la película no es otra cosa que el correlato lógico para el entramado discursivo bellocchiano: la reunión de dos tiempos distintos y un mismo espacio para hablar, a partir de la experiencia interior de un hecho privado (un “juicio” religioso a una mujer acusada de brujería y sentenciada a una pena de clausura durante el siglo XVII, un presente de una comunidad decadente regida por un poder oculto, vampírico, que atraviesa el tiempo como la protagonista del juicio, todo en el siglo XXI).

La experiencia subjetiva, los personajes como centro del mundo, los espacios y el tiempo como una excusa para hablar de un ideal (en esta caso la resistencia como forma de política frente a los pensamientos hegemónicos y a los poderes terrenales sostenidos en la banalidad de la circulación del capital) hacen del cine de Bellocchio un ejercicio extremo pero liberador, justamente porque construye un cine político apabullante y estimulante: aquel que piensa que la política no está en las declaraciones, sino en los pequeños(grandes) actos libertarios sostenidos en el tiempo, incluso sin que nadie o casi nadie sepa de ellos.

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