El Profundo Mar Azul

Por Federico Karstulovich

El Profundo Mar Azul (The Deep Blue Sea)
Reino Unido, 2011, 98′
Dirigida por Terence Davies
Con Rachel Weisz, Tom Hidelston, Rachel Weisz, Simon Russell Beale, Harry Hadden-Paton

La ventana de la vida

Por Fernando Luis Pujato

Es de noche, la cámara asciende desde una estrecha calle hacia una ventana, alguien está depositando la basura fuera y otro entrando a su casa, desde fuera vemos la silueta de una mujer recortada en el marco de la ventana, parece preocupada aunque no se ve su rostro, su postura delata esa mezcla de tristeza y abandono que podemos reconocer en su cuerpo, en el contorno de su cuerpo, un tanto inclinado hacia un costado, un tanto aletargado. La mujer coloca unas monedas en la estufa pero esta no enciende. La mujer, Hester se llama después, se va a suicidar. Es de día, Hester se inclina hacia la estufa y la enciende, luego se dirige hacia la ventana, abre las cortinas y se para frente a ella, desde fuera también, vemos su silueta erguida, las manos dentro de los bolsillos de su batón claro, parece estar mirando más allá de la calle, tal vez un posible horizonte, la cámara desciende, calmadamente, vemos a alguien salir de su casa, a otro pasar por la vereda, a unos niños corriendo por la calle estrecha. El plano culmina unas ruinas.
Entre esta contracara secuencial, en el medio de este plano contraplano climático y temporal, que inicia una posibilidad hacia la muerte y culmina en una posibilidad hacia la vida, hay una obra de teatro de 1952 convertida en un film que se desarrolla en los 50’ guardando de aquella sólo su título y, probablemente, el clima ominoso de su narrativa y los espacios cerrados de su puesta, aunque esto último, más que una sujeción a la fisicidad de la pieza de Terence Rattigan, es una de las marcas distintivas del cine de Terence Davies. Y la posguerra, por supuesto. E Inglaterra, por supuesto. Tanto que es difícil encontrarle una entidad local a La biblia de neón pese a que se desarrolla en los EE.UU y un período preciso a La casa de la alegría ubicada a principios del siglo pasado y también allende al océano, no porque ambos films no posean especificidad propia y estén ubicados en un lugar impreciso, en una fecha inexacta, en un limbo sin coordenadas, sino porque la obra de Davies es tan compacta que también es difícil no ver en ella algo así como el film que ha estado filmando desde siempre y cuya síntesis perfecta y, tal vez finalista, es Del tiempo y la ciudad, o como documentarse en la corriente histórica de un lugar.
Pero después está El profundo mar azul, cuando ya pensábamos que no había mucho más para mostrar acerca de vidas desgajadas -a veces más, a veces un poco menos- marcadas por lazos familiares, ataduras sociales, y restricciones eclesiásticas, viviendo siempre un presente informado por un pasado inmediato y un futuro ni siquiera pensado como tal, el último film de Davies nos sumerge, nuevamente pero siempre desde un ángulo diferente, en el punto exacto de un equilibrio relacional inestable, incómodo e incierto. Y, como siempre también, es a través de su personaje más visible por donde pasa todo aquello que conforma su mundo, y todo lo que debe enfrentar por seguir atado a él, rodeando sus ásperos contornos, acariciando sus momentos dichosos, luchando contra él aunque se sepa que más allá, fuera del nicho protector, no hay ni certezas ni correspondencias, no hay alivio ni destino. Es en esta zona incierta donde se mueve Hester, que ya no pertenece a su clase social renunciando a ella por un sueño fantasmal, por un amor no correspondido como se espera una carta jamás enviada, ni tampoco a la de Freddie que hace lo que puede -y puede bastante poco- con una situación que lo excede en cuanto a pensar, a sentir, que esta es algo más que un affaire en tiempo presente y algo menos que una seria relación a futuro, y el ex marido juez que tampoco parece saber qué hacer, cómo situarse, ante algo que no puede llegar a comprender cabalmente aún cuando su oficio se trate un poco, como él mismo lo dice, de entender los comportamientos ajenos.
Todo esto puede parecer una suerte de drama interclasista, una decisión terminal, un sufrimiento ajeno, una posición incómoda, y la sensación de que los personajes están arrojados a un mundo cuya amabilidad hay que buscarla colectivamente, de a ratos, por ráfagas, casi a tientas, deambulando solos por la noche, cantando en los bares, estremeciéndose en su soledad y en su compañía también. Tal vez algo de esto sobrevuele el film, tal vez las vidas allí dispuestas se columpien entre un certero pesar y una frágil felicidad, pero siempre hay algo por continuar aunque no se sepa muy bien de que se trata, una pizca de conciencia a la cual aferrarse, una mirada más allá desde donde se está mirando. Eso es lo que está en esos fabulosos fundidos encadenados de los cuales Davies parece poseer un secreto tan personal como irrepetible, que le dan a sus films un continium espacial y temporal al borde de un vals, la ligereza de una suave fisura. Eso es lo que contiene el plano secuencia en la estación de subterráneo cuando el primer plano del rostro de Hester se para ante el borde de la rampla y un flashback recorre las figuras de una guerra demasiado cercana como para olvidarla. Y eso es lo que se debe imaginar cuando Hester, cuando casi todos los personajes de Davies, se paran ante una ventana, aun cuando sea la ventanilla de un tren, mirando lo que acontece allí afuera. O tal vez no, tal vez pensando lo que les ocurre acá dentro, en esos espacios cerrados donde no hay circulación de nada, donde el ir y venir, el abrir y el cerrar puertas de gran parte del cine clásico, un frenesí moderno ya instaurado en ese film de puertas, teléfonos y ascensores que es Un rey en New York, de Chaplin, no es otra cosa que la vida que les ha tocado vivir porque han elegido vivirla.
Y esa vida es, para todos ellos, para Davies, y para nosotros, una aventura, una emoción, y el riesgo de sentirse atravesados por esa pequeña porción de tiempo que nos envuelve en el acaecer de lo público. No una pequeña vitrina por donde se mira al mundo sino un mágico rectángulo a través del cual se lo enfrenta.

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