Tiempo de balances (3), por Andres Nazarala R.

Por Andrés Nazarala

Apuntes miopes que pueden funcionar como un balance de 2017

Por Andrés Nazarala R.

Hacer un balance del 2017 cuando ya estamos en el 2018 es un ejercicio extraño, como si la barrera del año nuevo le restara valor a las películas que ya vimos y potenciara las que ya estamos por ver. En mi caso personal, sería tan difícil adivinar las obras que aún no veo como recordar las que digerí en los últimos doce meses porque a) mi memoria se ha deteriorado, b) no me encontré con lo que podríamos considerar como una “obra maestra” en todo el año (supongo que esa chatura tiene efecto en mi problema de memoria), c) hay muchos estrenos que no vi, lo que convierte cualquier balance en una especie de ejercicio de miopía y d) el año pasado estuvo marcado por mi agotamiento ante el marketeo constante del cine comercial. Es más, supongo que he desarrollado un anticuerpo en contra de los imperios de la promoción, lo que me ha distanciado de Marvel, Netflix y otros productos en los que podríamos incluir la política actual (pero, bueno, mantengamos la compostura).

Supongo que ese “must watch”, impulsado por la industria y las modas, choca completamente con la práctica de exploración libre que alguna vez me convirtió en un cinéfilo y que hoy, cuando me gano la vida escribiendo sobre cine, se ha convertido en una suerte de antídoto redentor. Pero dejemos de lado los hallazgos y salvavidas -que afortunadamente siempre mantienen vivo mi asombro- para tratar de descifrar, con la libertad que dan los apuntes fragmentados, un año cinematográfico más irregular que memorable.

De Helsinki a Paterson

2017 fue el año en el que me aferré a mis convicciones como un viejo conservador que observa con horror el avance de los bárbaros. Admito que Aki Kaurismäki se ha venido repitiendo como si fuera la versión cinematográfica de Los Ramones mostrando sus nuevas canciones a comienzo de los 80, pero no le podría exigir cambios porque no me canso del universo que ha creado: ese cóctel de vodka, rock and roll, chistes de restorán y comedia deadpan que alimentan toda su filmografía, incluyendo El otro lado de la esperanza. A pesar de acoger el conflicto de la migración, la película es tan Kaurismäki como cualquiera de sus obras no-contingentes. Para muchos fue un largometraje hecho en piloto automático, pero para mí es otro gesto de consolidación de un imaginario propio.

También sigo apoyando a Jim Jarmusch, responsable de la que, para algunos, fue una de las películas más sobrevaloradas del año: Paterson. Sí, es una cinta solemne, algo empalagosa y artificial que está bastante abajo en el ránking de su filmografía. Digamos que preferiría invitar a cenar a casa al Jarmusch outsider de Down by Law que a ese “artista de la trascendencia” que, seguramente, lanzaría mil referencias culturales por minuto entre la entrada y el postre, pero hay algo en su forma de construir largometrajes que siempre me cautivará: el amor por el gesto mínimo y la capitulación, la métrica de sus estructuras, la bondad con la que mira a sus personajes. Jarmusch siempre será Jarmusch, si es que tiene sentido decir algo así.

A propósito de mi reaccionismo melancólico, me sentí como un extraño frente a Star Wars: Los últimos Jedi. Fue como si me expulsaran de un bar. Funcionó para mí como un finiquito de contrato o una expropiación. Una película agresiva que me informó que la saga pertenece ahora a otra gente. Malditos millennials.

La supervivencia de los outsiders

Como siempre, el 2017 también me preocupé de seguir la pista de cineastas con pauta propia, por decirlo de alguna manera; la persistencia de algunos incorruptibles artífices del bajo presupuesto que siguen circulando por las alcantarillas del cine.

En Mar del Plata no me atreví a acercarme a F. J. Ossang. No fue por su look intimidante de punketa anarquista de los 80 sino que más bien porque hubiese tenido que revelar una obsesión que cargo como una derrota: llevo años tratando de encontrar Docteur Chance (1997), película que el francés filmó en el desierto de Atacama con Joe Strummer, Marisa Paredes y un puñado de actores chilenos. Sin embargo, pude ver 9 Fingers, su último largometraje, una aventura en blanco y negro que bebe del Godard de Alphaville, de la literatura marítima de Conrad e, incluso, del Roberto Arlt de “Los siete locos”. Entre las miles de referencias literarias, cinematográficas y portuarias, se habla de Valparaíso, la ciudad donde nací. Disculpen el egocentrismo.

Raúl Perrone me asombró en Bafici con Cínicos, la que debe ser algo así como la película nº 55 de su catálogo. Tomando distancia de sus últimos experimentos mudos, el cineasta de Ituzaingó acoge ahora textos de Rimbaud y Pasolini para mostrar a una masa de desadaptados que deambula por una fábrica abandonada. El contexto temporal es anacrónico pero huele a apocalípsis, a hecatombe. El fin del mundo comenzó el 2017 en Ituzaingó.

Chile como una telenovela

El regreso de Raúl Ruiz después de muerto se sintió como milagro en Mar del Plata con el estreno en Argentina de La telenovela errante, película que el cineasta grabó (sí, la hizo en video) en Chile en 1990 y que abandonó por falta de presupuesto. El rescate fue hecho por su mujer Valeria Sarmiento, la actriz y productora Chamila Rodríguez y el montajista Galut Alarcón. Y se agradece porque estamos ante el mejor Ruiz: un cineasta ácido, extravagante y excesivo que buscó retratar las contradicciones de la democracia chilena a fuerza de los lugares comunes de las telenovelas, adelantando también, de alguna manera, la cultura del espectáculo que envuelve a la política actual. También encontramos aquí su preocupación por las dinámicas del lenguaje. En una de las mejores escenas, un grupo de personas habla del Golpe de Estado de 1973 recurriendo a eufemismos. La verdad es que, por este tipo de detalles ruicianos, temía que fuese una película demasiado chilena, pero en Mar del Plata la gente reía a carcajadas, otro motivo más para pensar el retorno de Ruiz, probablemente, como el hito cinematográfico del año.

Netflix no me quiere

O quizás yo no quiero a Netflix. Admito que me cuesta ver series, con lo que me pierdo la especialidad de la plataforma de streaming. Lo que quedan son películas de segunda mano y documentales que, por lo general, me parecen demasiado televisivos como para llamar mi atención. Una excepción fue Jim y Andy, artefacto cinematográfico que cruza los caminos de Jim Carrey y Andy Kaufman y, adoptando las múltiples personalidades del último, se construye como un juego de espejos e identidades.

También agradezco el estreno de Living in the material world, de Martin Scorsese. Pero bueno, no es del 2017. Sigamos.

Inesperados golpes a la mandíbula

El 2017 hubo dos grandes estrenos de los que no esperaba nada: Good time: Viviendo al límite y Viento salvaje. El primero, dirigido por los hermanos Safdie, funciona como un lúcido homenaje a cierto cine policial americano de los 70, mientras que el segundo es de esos thrillers gélidos que terminan congelando el alma. Y cuenta con una de las mejores bandas sonoras del año, compuesta e interpretada por los tremendos Nick Cave y Warren Ellis.

El estilo trascendental

Si lo vemos por el lado cuantitativo, Martin Scorsese es un director que me ha provocado más decepciones que satisfacciones, pero Silencio es probablemente la película que necesitaba ver de él. Una adaptación de una novela difícil (“Silencio”, de Shusaku Endo) en la que se acerca a ese estilo trascendental del que nos hablaba Paul Schrader. Es Scorsese tratando de competir en las grandes ligas donde juegan Bresson y Dreyer. Lo bueno es que esta vez le resulta.

I did nooot

En The disaster artist James Franco transformó el rodaje de la que supuestamente es la peor película de la historia (como si no existiese Michael Bay) en una graciosa y redentora muestra de “bromance” que comulga perfectamente con las comedias que suele protagonizar en el marco de la nueva comedia americana. Pero lo más importante es que nos mostró la grandeza de The Room (2003), dirigida y protagonizada por un desconocido Tommy Wiseau, a quien el biopic de Franco logró convertir en un tipo entrañable.

Quizás esto sea sintomático de algo, al menos de mi relación conflictiva con las sofisticaciones desalmadas de la industria, que una película como ésa reafirmara mi fe en el cine. O, digamos, mi fe en un cine honesto que se lanza fácilmente a las hogueras del academicismo, la crítica y los defensores del canon. Un cine fallido que, sin embargo, transmite pasión por la realización en tiempos en que los robots se han tomado el poder (Denis Villeneuve, Christopher Nolan) y el “perfeccionismo” formal se ha vuelto aburrido. Definitivamente necesitamos más películas como “The Room” para humanizarnos.

 

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