Tiempo de balances (8), por David Obarrio

Por David Obarrio

Las películas son mías

Por David Obarrio

El cine siempre parece estar en estado terminal, pero al final sigue. Cada vez es posible encontrar una sombra, una chispa, el gesto que un actor inventa moviendo el brazo y que la pantalla captura, quizá con una indolencia para la que nada nos ha preparado y que resulta capaz de iluminar la sala con una altivez de otro mundo. Porque es verdad que sentimos que el cine se muere según se nos venga en gana. Nos duele la muela y el estreno de la semana – fórmula tan pedestre como exquisita: ¡Todas las semanas películas nuevas tras las cuales zambullirse! – puede convertirse en un bodrio, una tortura china que trabaja la conciencia de nuestra pobre materia y nos llena de melancolía mientras las imágenes desfilan delante, ajenas y distraídas; irremediablemente lejanas y poco cautivantes. Tenemos stress laboral y el cine se muere; nuestras maniobras para que una mujer nos quiera son infructuosas y el cine se muere. De modo que las películas que importan son las películas que nos importan. Las que calzan en nuestro estado de ánimo, nos acompañan con más suerte y felicidad y parecen dirigirse a nosotros, no en todos los casos con delicadeza. Siempre, cada año, parece que pasara eso: un espíritu de decepción inveterado recorre el mundo escaso de los medios especializados; el equilibrio de las películas es precario, depende de las fluctuaciones de nuestra predisposición de espectadores, de las de los críticos, de los programadores. En el año 2017 encontré películas buenas, malas y de las otras. No puedo como espectador de cine medir el grado de efectividad de la cosecha con una mirada objetiva, que observe el fenómeno en términos de porcentajes. Vale decir que mis películas preferidas de este año son en principio solo mías. Esas películas mías del año que pasó las encontré en festivales, en las salas de los shoppings, en el rectángulo de la computadora al que accedí a través de links mágicos. Este año desdeñé sin planearlo los “grandes nombres” y me topé con desconciertos amables, como una nueva versión del gigante mono Kong, ignorado avatar de la bestia martirizada por los hombres que nadie esperaba, ni nadie necesitaba tampoco, y me devolvió la sensación –tan placentera y a la vez tan esquiva – de que el mainstream es también un pozo que alberga conjuros sorpresivos, gestos viejos con ímpetu nuevo, voces históricas capaces de crear juegos inconscientes, como si el arte se sacudiera de encima una cierta solemnidad como reaseguro excluyente de su legitimidad y bailara sin red por un rato. Esas películas de mi año cinematográfico particular son también pequeñas piezas de observación, tristeza ligera y contundencia secreta (se me ocurre mencionar, por ejemplo, la alemana Wind By Fall); como si entre el carácter siempre un poco monumental de los tanques y el territorio de las imágenes más desguarnecidas e inestables surgiera una solidaridad impensada pero probable, ese estado edénico esencial del espectador que solo espera, otra vez, que lo que se mueve en la pantalla le hable, sin extorsiones jerárquicas ni condicionamientos por parte de aquello que goza del estatuto de lo que “hay que ver”. Concluyo entonces que vi películas por sorpresa: se puede entrar en una sala gigante en un festival, o ver una película que alguien manda para que miremos mis compañeros y yo en el Bafici, o meterse con un entusiasmo moderado en un shopping para pescar algo de aire acondicionado una tarde poco hospitalaria después del trabajo, y encontrarse con esa cosa luminosa, acaso impenitente, que desde un fondo oscuro nos habla: no sabíamos si esperábamos algo pero algo ocurre. Tuve mi año cinematográfico como otros años, entonces: difícil de cuantificar en términos de calidad sopesada clínicamente, científicamente. Tuve mis películas preferidas que son solo mías, como si hablaran en una especie de idioma extranjero que sin embargo me es destinado en forma particular. Cuando pienso en “mis” películas del año, no puedo no pensar en la naturaleza de las emociones intransferibles.

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