Tiempo de balances (9), por Raul Ortiz Mory

Por Raúl Ortiz Mory

El año de la ciencia ficción (o una defensa del cine de Denis Villeneuve)

Por Raúl Ortiz Mory

En poco menos de un año, Denis Villeneuve dividió al espectador y a cierto sector de la crítica cuando se estrenaron La llegada (en Argentina fue en 2016, en Perú, país en el que nací y vivo, en 2017) y Blade Runner 2049 (2017), dos de las mejores películas de ciencia ficción en lo que va del nuevo milenio. Si bien estas películas no alcanzaron reacciones extremas como las que provocaron ¡Madre! de Darren Aronofsky -un ejercicio de narcisismo y megalomanía disfrazado de libertad artística- o Dunkerque de Christopher Nolan -un espectáculo visual y sonoro que enaltece el género bélico-, lo que se le puede reconocer al director canadiense, por justa unanimidad, es su efectividad para construir contextos que conectan inmediatamente a nivel emocional sin desmarcarse de los mundos irreales en los que se mueven sus personajes

En La llegada, Villeneuve transforma el contacto entre el hombre y la vida extraterrestre en opciones para explorar la esencia del primero en situaciones donde puede ser miserable y egocéntrico. El realizador no se cobra una revancha, no cae en la moralina, ni tampoco pretende asumir la bandera de la autodestrucción “terrícola” a fin de darnos una lección que acongoje. Su reflexión es sutil, no por ello frágil.

La llegada tiene varios mecanismos que fortalecen el lazo comunicativo. El principal se sostiene en la tensión generada por el sentido de la pérdida familiar y su descarga en una nueva manera de alcanzar acercamientos heterodoxos. El ambiente del encuentro entre las dos especies -la gravedad que se pierde y hace ver tan inofensivo al ser humano- reflejan lo mejor de la propuesta del director a nivel narrativo, visual y metafórico.

Tras dos visionados después del texto que preparé para Perro Blanco hace unos meses, reafirmo que La llegada es una de las mejores películas respecto a nuestra capacidad para comunicarnos y sentirnos exclusivos en un universo desconocido. Es un relato con carga visceral que sucumbe a una belleza extrema.

En Blade Runner 2049 sucede algo similar: estamos ante un espectáculo visual cargado de imágenes que desfilan como destellos filosóficos para ahondar en temas como la inteligencia artificial y los traumas del ser humano de cara a enfrentar sus propias limitaciones.

Villeneuve explora las posibilidades mentales del hombre más allá de su capacidad de razonamiento dando paso a una serie de momentos donde la voluntad, la conciencia y, sobretodo, los sentimientos, direccionan la trama. Si bien la obra de Ridley Scott ya se había acercado a ese precepto 35 años antes, la “secuela” del canadiense propone un mundo donde los androides sofisticados alcanzan su mayor grado de evolución fisiológica: la reproducción. Y con ello el desequilibrio de la hegemonía humana. Estos seres, creados a semejanza del hombre y manipulados para no involucrarse a nivel afectivo, trascienden a su fría naturaleza desde un punto de vista deontológico.

Todas estas ideas funcionan como espejo de la condición humana reducida a temores ancestrales en la línea de la subyugación o el dominio. Pero, sobre todo, en ver superada nuestra fuerza manipuladora. En un contexto donde la sobrevivencia es cotidiana y palpable, androide, replicante, humano, robot, o como quiera llamársele, carece de la capacidad de sentir y pierde buena parte de su habilidad para razonar. Villeneuve fortalece estos pensamientos y, al igual que en La llegada, realiza una gran película de ciencia ficción.

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