Victoria

Por Federico Karstulovich

Victoria
Alemania, 2015, 140’
Dirección: Sebastian Schipper
Con Laia Costa, Frederick Lau, Franz Rogowski, Max Mauff, Burak Yigit y Nadja Laura Mijthab.

Como acabar de una vez por todas con el neo-exotismo

Por Federico Karstulovich

 

El viejo problema de los cines nacionales es que -a diferencia de lo que suele traer aparejado el concepto de un estado nación moderno- contrario a pensarse como expresiones de las posibilidades audiovisuales que la producción de un país puede ofrecer, terminan transformándose en una expresión potencial del zeitgeist del pueblo que habita el territorio demarcado por los limites nacionales. Ojo, no niego que eso pueda suceder, pero la tiranía de la relación directa entre uno y otro es opresiva, tiende a que el pensamiento no cuestione esa imposición y proponga otras posibilidades. Finalmente, abre el camino a la metáfora y a los discursos universalizantes.

En esta dirección si hay un cine europeo que supo recomenzar su historia cada vez que fue necesario, ese es el cine alemán. Si los hijos de Oberhausen (el manifiesto del 62 que fundó los cambios para el nuevo cine alemán que estallaría casi un lustro después) supieron hablar de “un nuevo cine sin padres pero con abuelos”, la pregunta es…qué pasaría con la generación post 80’s, con el enfriamiento de la camada de los jóvenes directores de los 70’s/80’s (simbolizada con la muerte de Fassbinder en 1982, con la pérdida de prestigio del Wenders de las últimas dos décadas y con el retiro de Herzog hacia el documental en los 90’s)?

La llamada “Escuela de Berlín” empezó a dar una respuesta a esa tradición de discontinuidades crónicas y de parricidios necesarios. Por qué? Porque hacia finales de los 90’s encontró una via de escape a la angustia de las influencias que encerraba al cine alemán en torno a los tópicos del nazismo, asi como de la posguerra y reconstrucción o, por útimo, la división fundada con el muro de Berlín. Frente a semejantes mojones históricos, que anclaban al cine alemán en un historicismo de museo (ya fuera en su versión ostentosa y grandota, como en La caída como en su alternativa más psicologista, como en La vida de los otros) o lo limitaban a películas comerciales de menor vuelo como Golpeando las puertas del cielo o, con mayores pretensiones, El experimento (omitamos la carrera hollywoodense de Tom Tykwer), la escuela de Berlín supuso un alejamiento de las pretensiones históricas a la vez que no negó por completo las posibilidades de la narración clásica combinadas con cierto distanciamiento en los personajes.

El resultado fue un cine emocional y frio a la vez, que logró despegarse de sus antecesores, si pero con una impronta propia: la distancia-afección como estrategia. Y es que esa estrategia no es nueva: buena parte de el mejor y más movedizo cine contemporáneo ha sabido moverse más allá de los círculos y elipses, que durante anos supieron provenir de el peso de las tradiciones de un cine nacional identificable o al menos de una “tendencia” definida que pudiera agregarse a la innumerable lista de participantes de la industria cultural, que todos los años precisa alguna novedad en el contexto de festivales.

Por eso ahí donde la historia provee la reafirmación de los tópicos más reconocibles (ya sea que encierren tradiciones arraigadas en el tiempo como modas circunstanciales: en el cine argentino podríamos reconocer esto en el cine sobre la dictadura como en el auge del nuevo cine argentino en los primeros cinco años de la década del 2000) y el exostismo local se impone por uno u otro medio, la escuela de Berlín supo formar a directores con miradas variadas, formas más cosmopolitas y menos localistas que en décadas anteriores. Pero también menos ancladas a la historia “dura”. Angela Schanelec, Christian Petzold (quizás el más conocido de la camada, que no es un colectivo, sino una casualidad de encuentros con intereses comunes que se vinculan entre películas, como un lazo invisible, aunque Petzold no deja de coquetear con la historia grande aunque sea lateralmente), Thomas Arslan, Henner Winkler, Ulrich Köhler, Benjamin Heisenberg y Matthias Luthardt forman parte de un cine que también se ha identificado con la llamada “estética de la ambivalencia”, precisamente porque se trata de un cine que no renuncia a ciertos postulados pero a la vez los pone en duda en su enunciación: nuevamente distancia y afección. Sebastian Schipper forma parte de ese conjunto, ese grupúsculo de islas con interese comunes? Si y no. No porque no forma parte de los directores que se formaron en Berlín sino en Munich, si porque muchas de las inquietudes del cosmopolitismo de los directores que mencioné antes: la ambivalencia, por lo pronto, se convierte en malestar, en duda, en vacío de la experiencia. Pero la via de salida no viene por medio de ninguna nota al pie: por fuera de la experiencia no hay nada.

Quizás de eso se trate el gran plano secuencia de 140’ que organiza todo el recorrido de Victoria y de Victoria en la película: la demanda de la experiencia ahí donde no hay nada, como si la historia en mayùscula hubiera quedado suspendida. Por eso no hablamos de un cine de deuncia sino de exposición del vacío (pero no generacional, sino una suerte de vacío social pero carente de sociología, y menos de sociología barata que pretenda interpreter a “la juventud”), por eso hablamos de un cine que funciona mejor por la sustracción que por la adición.

Victoria también habla de ese conrapunto: el de la asepsia formal, el de los personajes sin rumbo pero a la vez de la necesidad de complementar la falta con la presencia de adrenalina. Por eso la película funciona mejor cuando no abandona a su heroína, cuando encarna su nombre y atraviesa todo lo que se cruce.

Hay, en esa desmarca de la tradición de cierto cine alemán, una aperture hacia una cultura cosmopolita, que también le toma el pulso a la Berlín contemporánea. Y logra desmarcarse porque presenta a un grupo de personajes que, lejos del nihilismo multiculturalista del crisol étnico que se mira el ombligo, son en definitiva una mezcla ambulante de expresiones, de tensiones de época, pero nunca de zeitgeist.

No hay en Victoria pretension univerzalizante alguna. Apenas si un puñado de personajes, en una ciudad cosmopolita que los niega y los expulse pero a la vez los atrae. El mundo pequeño, fracturado, mínimo, que renuncia a la unidad, a la identidad, a la certeza de pueblo. Es decir: un cine politico moderno que no necesita subir la voz para hablar de las condiciones de vida de los personajes.

Conocemos poco y nada del cine alemán contemporáneo si es que nos guiamos por los escasos estrenos que nos llegan de aquel país. Como en casi cada caso de la producción audiovisual de los distintos países europeos que nos llega, el resultante suele estar más cerca del europuddin, algún ejemplo de cine muy popular en su país de origen. Y fundamentalmente un cine de fuerte base histórica.

Contra esos tres males, Victoria pelea y sale victoriosa. No es poco. Pero casi ni se escucha.

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