Bafici 19 – Diario de festival (4)

Por Federico Karstulovich

El viento nos llevará

por Diego Maté

Siempre se supo o se intuyó: el cine mantiene un lazo cercano con la muerte, como si uno y otro fueran íntimos. Muchos se refirieron al cine como si se trata de un fantasma, André Bazin hablaba de complejo de momia, Jorge Acha explicaba (en Cinéfilos a la intemperie) esa potencia mortuoria con el ejemplo de las grabaciones familiares, donde el despistado que hace el tonto frente a la cámara, sin sospecharlo, es atrapado en las redes de la imagen y marcado, señalado: “cagó”. En resumen: el cine y la muerte, viejos conocidos, en todas las épocas. Nada nuevo.

Es posible que los que hacemos algo en el festival, ya sea trabajar allí o preparar una cobertura para un medio (yo me encargo desde hace años de la Competencia Argentina para la revista Haciendo Cine), no nos demos cuenta, o que a fuerza de repetición lo hayamos olvidado: desde que el Bafici se mudó a Recoleta, cualquier tipo de consulta, transacción o encuentro, por lo general, exige que uno pase por la puerta del cementerio (y no de cualquier cementerio, encima, sino de uno con historia y grandes nombres, donde la muerte parece que se espesara). Este año, con los afiches de películas argentinas instalados en la calle, se pueden ver algunos como los de Sangre de vírgenes y Mingo y Aníbal contra los fantasmas: o sea, afiches de películas que se toman en sorna la muerte, los cementerios y los espectros. Recuerdo haber visto muchas veces esa película de Mingo y Aníbal cuando era chico: la película me perturbaba levemente, pero también me atraía, un poco como Los matamonstruos en la mansión del terror y otros desatinos similares. No tengo recuerdos, en cambio, de libros, discos o programas de televisión que hablaran tan insistentemente de la muerte y de sus fronteras porosas, pero sí me acuerdo de esas películas o, mejor, me acuerdo de la impresión que me generaban, como si el cine fuera un lugar por el que el tema fluía con cierta naturalidad y sus imágenes facilitaran el contacto con la idea de un más allá, incluso a un chico. En fin, que Mingo y Aníbal parecieran custodiar nuestros trayectos por la puerta del cementerio y calmar cualquier posible temor que pudiera emerger si nos paráramos a pensar (pero no paramos, si no llegaríamos tarde a las funciones).

El caso es que este Bafici tuvo para mí un aire fúnebre suplementario. Digo “para mí” no porque quiera relativizar lo que sigue, sino porque se sabe que un festival de cuatrocientas películas siempre es lo que uno hace de él y no una cosa homogénea e igual para todos (la grilla como un mapa donde se trazan itinerarios personales e irrepetibles). Mi Bafici, entonces, empezó el jueves a la mañana con Las cinephilas, un documental que sigue a señoras mayores que van al cine. Solas, alguna que está enferma, otra un poco inestable emocionalmente, otra que anda medio triste, pero todas, más allá de sus gustos y preferencias fílmicos, tienen una relación pasional con el cine. La zona más interesante de la película es la zona de borde que registra, el umbral de la ancianidad donde lo vital (ir al cine todos los días, devorar imágenes) se liga fuertemente con lo fúnebre. Alguna de las señoras cuenta que después de haber quedado viuda pudo ir al cine tantas veces como quiso: hay algo de las películas y del conjunto de prácticas que las envuelve que parecieran funcionar como rito preparatorio, como si el “fantasma” del que hablan los teóricos estuviera oficiando alguna especie de pasaje entre nuestra realidad y otra cosa.

Mismo día, segunda función: veo No intenso agora, de Joao Moreira Salles. La película está hecha de fragmentos filmados de orígenes diversos: cortos universitarios, registros caseros, transmisiones televisivas. Con esos materiales más bien anónimos, Salles relata las aspiraciones de una generación en torno del Mayo Francés, la invasión soviética de Praga y la represión policial. Pero eso es historia conocida; la fascinación de No intenso agora surge del rescate de esos registros y de los detalles en los que se fija el director, como la elipse que realiza el cuerpo de un manifestante para arrojar un objeto contundente o el llanto de una chica en un entierro masivo donde nadie parece estar triste. Salles retiene gestos olvidados por la memoria audiovisual del siglo y los rescata de la desaparición. Sin embargo, el grano de la imagen y la precariedad de algunas filmaciones no hacen más que poner de manifiesto la distancia temporal que nos separa de esas personas. También está el uso frecuente del ralenti, recurso del que Jean Epstein ya había dicho que enrarecía el movimiento vital de los seres, despojándolos de alma.

El día siguiente el asunto no cambia demasiado. Veo Casa Coraggio, de Baltazar Tokman, que mezcla actores con personas que actúan de sí mismas. La película gira en torno de la funeraria centenaria Coraggio, de la familia que la mantiene y de su historia. El relato es ágil y el testimonio (o interpretación) de la mayoría resulta fresco y creíble, como si lo fúnebre en cuestión no fuera más que un resto que queda perdido en el fondo de la trama. Sin embargo, en un momento el relato nos comunica que el padre, que dirige la funeraria, está enfermo del corazón y debe someterse a una complicada cirugía. Las imágenes cobran un sentido nuevo, en especial las que escenifican la rutina de preparar los cuerpos para los velorios: la muerte, que no era más que una profesión o un oficio, de golpe se vuelve una amenaza tangible que pasa a colmar silenciosamente los diálogos y las acciones.

Después de esos primeros días, como le pasa a todos en el Bafici, ya pierdo nociones elementales de tiempo y orden. Brevemente: seguí asistiendo a distintos encuentros con la muerte o con su posibilidad de manera casi constante. A destruição de Bernardet es el retrato de un crítico otrora poderoso que ahora languidece por culpa del cáncer. Otra enfermedad terrible, pero que no se nombra, empuja al personaje de Julio Chávez en El pampero a dejar todo e irse en un bote a morir al mar como hacen los animales solitarios. El hombre lucha por disimular los síntomas, pero el mal lo consume rápidamente. Orione (que ganó el premio a Mejor Dirección en la Competencia Argentina) hace un retrato colectivo de la caída y asesinato de Leo Robles, un chico del barrio que pasa a dedicarse a la delincuencia. La película se cuida de no juzgar en ningún momento al personaje, así como de evitar cualquier exceso de dramatismo. La voz en off de la madre relata el destino del hijo con el aplomo de alguien que perdió lo que más quería, y esa contención, paradójicamente, suma una capa afectiva que enmarca a la película: Orione es, a fin de cuentas, la crónica de la muerte de un hijo, el duelo que hace una madre al tiempo que narra su destino final. Vergel, por su parte, pone en escena formas atípicas del duelo donde el vacío de la muerte se conjura regando plantas o paladeando un cuerpo desconocido (que funciona como reflejo del del difunto, detenido en la red burocrática de la repatriación). A todo esto, en algún momento de esos días, nos llega una noticia cinematográfica que nos saca de la burbuja del Bafici por un rato: falleció Jonathan Demme.

En fin, que mi Bafici parece haber sido un recorrido por distintas maneras de pensar y de preguntarse por la experiencia de la muerte. O tal vez sea yo: en un cóctel, mientras esperaba en la cola para pedir un trago, me puse a hablar con dos personas que no conocía. Resultaron ser el productor y la directora de Las cinephilas. Hablamos de la película en los mejores términos, pero María Álvarez, si bien reconoció el tono levemente funerario, creía que el montaje encauzaba todo hacia un horizonte más vital, más esperanzador, como si el cine, en vez de un pasador entre mundos, representara en verdad una vía de resistencia. La directora no acordaba del todo con mi comentario: yo elegía enfocarme en la zona de borde que el cine constituía entre la vida y quién sabe qué otro estado que, para mí, suponía el mayor hallazgo de la película. Por ahí exagero y el aire mortuorio que me tocó respirar durante este último Bafici no sea más que el efecto de una lectura personal. De cualquier manera, es bueno saber que Mingo y Anibal montan guardia.

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