Bafici 19 – Diario de festival (7)

Por Federico Karstulovich

La noche del domingo

Por Sebastián Rosal

El martes a la noche, mitad del festival, estaba esperando por unos amigos para ir a cenar, en la entrada de los cines de Recoleta. Era la primera de esas noches particularmente frías, lluviosas, de las que dan a entender que el otoño y el frío ya están instalados (erróneamente, escribo ahora en el medio de un rebrote primaveral). Precisamente por eso parecía una noche ideal para ir al cine, pero lo que me llamó la atención fue que todo estuviera inusualmente desierto. Alguno que otro paseando por allí, otros fumando afuera al aire libre, pocos en las filas para entrar a las salas. Unos días después me crucé un instante con José Sarmiento, el amigo peruano de Desistfilm que me comentaba a grandes rasgos lo mismo, lo sorprendido que estaba porque veía todo por demás tranquilo. Sospecho que debe haber habido menos público en general, y que puede obedecer a más de una razón: la recesión; la posibilidad de acceso a las películas a través de Internet; cierto hambre voraz por el cine independiente que fue la marca de los primeros Bafici y que ya parece haber sido saciado en gran medida, dando lugar si no al acostumbramiento, al menos a cierto sosiego. Pero también algo positivo emerge de esa situación y es que el festival está absolutamente consolidado como para no verse en la obligación de anunciar sospechosamente, año tras año, que se batió un nuevo récord de venta de entradas. Esa pequeña batalla, planteada en los épicos primeros años del festival, ya parece ganada, y eso a pesar de los vaivenes y los presupuestos engrosados o adelgazados según la ocasión. A esa victoria contribuyó principalmente la fuerza de los espectadores y su silenciosa insistencia para hacer del festival, año tras año, el mayor evento cultural de la ciudad.

Pero antes de esa otoñal y casi solitaria noche hubieron películas, y después también. El primer fin de semana me embarqué preferentemente en un par de focos. El de la joven canadiense Sofía Bohdanowicz era a priori toda una incógnita y el comienzo con Never eat alone no fue el mejor. Su primer largometraje es un documental correcto, demasiado correcto, en el que dos ancianos que supieron ser novios en su juventud luego de conocerse en un programa de televisión (una especie de Club del Clan bizarro, con escenografía y vestuario medievales incluidos) intentan reencontrarse más de medio siglo después. En realidad, quien intenta hacerlo es ella, a quien se la ve juvenil y radiante, asistida en su búsqueda por una encantadora nieta adolescente, el verdadero motor de la película. Bohdanowicz dedica poco espacio al novio, y cuando lo hace lo maltrata, mostrando innecesariamente en más de un momento cuán cruel puede ser el avance de los años. Todo transcurre en esa especie de medianía ligeramente plácida que supo imponer el mainstream festivalero, esos universos de coordenadas reconocibles y por eso mismo tranquilizadoras. Mucho más interesante, por reforzar y engrosar ese universo casi hasta la parodia, es Maison de bonheur, su último trabajo y estreno mundial en Bafici, en el que sigue la rutina diaria y los intereses de la madre de una amiga. La sexagenaria en cuestión habita un piso en París, en uno de esos edificios surgidos después de la reforma del barón de Haussmann, rodeada de innumerables flores, porcelanas, almohadones, cortinados, cremas y maquillajes. En ese universo rococó la voz en off de la mujer guía el relato, y la directora parece sentirse más a gusto y lograr una empatía ostensible con su personaje (en la presentación de la función, Bohdanowicz lucía un vestido color rosa viejo y una carterita muy a tono. Era difícil no imaginarla como la protagonista de su película, de aquí a unos años). Rodada con una cámara Bolex, cada uno de los rincones de la casa y de los pequeños momentos íntimos que retrata recuerdan algo del cine de Jonas Mekas. Lo más destacable es la canadiense parece ser conciente de la tecnología con la dispone en cada proyecto, y así como la de la pareja de abuelos es una película concebida, planificada y filmada a partir del digital, en la casa de la felicidad parisina todo reluce ostensiblemente diferente gracias al celuloide, consecuencia directa de cómo la canadiense administra y explota sus materiales esenciales (el encuadre, la luz). Podría decirse que no menos de eso es lo que se espera de un director de cine, pero sabemos que no siempre ocurre.

Del universo rococó rosado de Bohdanowicz al cine obsesivo y aséptico de Heinz Emigholz puede haber un mundo de distancia. El alemán loco, al que Bafici descubriera en 2004 dedicándole un foco y un libro hoy inhallable, ha sido desde entonces una presencia habitual y el festival un espacio en el que su fijación por las relaciones entre la arquitectura, el urbanismo y el cine siempre tuvo lugar. Sus películas, de las que me confieso seguidor asiduo (para quien no lo sepa, soy un arquitecto frustrado), este año se perfilaban particularmente interesantes, con la exhibición de una serie de cuatro de ellas, a su vez partes de esa otra neverending series llamada Photography and beyond. Del total, pude ver las tres iniciales. La primera en proyectarse, aunque tercera en el orden de la serie, fue Streetscapes (Dialogues) una película casi demencial en su planteo, nacida a partir del prolongadísimo registro de varias de sus sesiones de terapia. De las 260 páginas que sumó la transcripción literal de esas conversaciones seleccionó unas 60, para terminar conformando una “ficción” (así la denomina él) en la que el director argentino Jonathan Perel hace el papel de analista y un actor el del propio Emigholz, mientras recrean los diálogos originales en edificios y ambientes que formarían parte de Dieste (Uruguay), la cuarta película del proyecto y única que no pude ver. Pero todas estas explicaciones en relación al origen de Streetscapes son post facto y nada hay en la propia película que lo haga ver, de tal forma que lo que termina resaltando finalmente es si se quiere una especie de summa de las preocupaciones, obsesiones y procedimientos del alemán, una buena manera de iniciarse en su obra para aquellos que aún no lo hayan hecho. En 2+2=22 (The alphabet) Emigholz realiza una especie de cita tangencial a One plus one de Godard, en este caso registrando la grabación de un disco de Kreidler, el grupo alemán de música electrónica, en Tbilisi, la capital de Georgia. El registro que hace de todo el acontecimiento al mismo tiempo se triplica y no deja de ser uno, aunque no haya ningún misterio de fe en el medio, sino un trabajo intelectual absolutamente conciente. Los ensayos y sesiones de grabación de los músicos (tan obsesivos como el propio Emigholz) dentro del estudio alternan tanto con planos de Tbilisi acompañados de reflexiones acerca de la noción de calle (una de las más universales de las creaciones humanas, y una de las menos pensadas) como con imágenes de sus cuadernos de apuntes, en los que conviven una letra pulcra y abigarrada con imágenes extraídas de revistas georgianas. El collage es irresistible, y encuentra una ligazón un tanto inexplicable pero insistente entre todos esos elementos diversos. En la tercera película de la serie, Bickels (Socialism), su método habitual funciona en plenitud, esta vez para mostrar la obra del arquitecto israelí Samuel Bickels, desde su Casa do Povo en Brasil hasta varios de los edificios comunitarios que diseñó y construyó en diferentes kibutz de Israel. Fechando, como es habitual, cada edificio y cada día de filmación, se suceden los planos fijos y de duración variable, y los encuadres ligeramente desplazados (algo así como la firma del estilo Emigholz), para demostrar, de acuerdo a su teoría, que la cámara no es una extensión del ojo humano, ya que entre ambas media la mente del cineasta, y esa presencia debe hacerse manifiesta. Cuando el método funciona a pleno, es inevitable que la sucesión de imágenes en algún momento se vuelva adictiva, y que indefectiblemente se empiecen a buscar conexiones entre ellas, a veces evidentes, a veces más elusivas. En una charla posterior a la función de 2+2=22 que compartí con Quintín y el propio Emigholz, aquel le decía que tanto él, en su actitud prescindente frente al mundillo del cine independiente, como su propia obra parecían estar fuera de cualquier categorización, que filmaba como si nunca hubiera visto una película (aunque sí las ve, y entre ellas mencionó a La noche de Antonioni y a la obra de Tati como sus favoritas). El alemán, tan obstinado él mismo como sus películas, lo negaba rotundamente. También mencionó su amistad inquebrantable con Harun Farocki al mismo tiempo que las diferencias insalvables entre ambos, su negativa a considerar, como aquel, que toda imagen siempre esconda algo. Tengo que admitir que toda esa situación me tenía un poco intimidado, y que mi inglés precario poco ayudaba al respecto. Ahora a la distancia creo que Emigholz va un paso más allá, y que filma como si la cámara aún fuera un extraño artefacto nuevo al que hay que testear. Más aún, filma como si el cine aún no se hubiera inventado, como si no existiera una retórica, un modus operandi al que todos los directores, por afirmación u omisión, indefectiblemente refieren. Y esa es la sensación que generan sus películas, que la visión habitual no logra mitigar: la incomodidad por los espacios vacíos que se ven como un salto al vacío, el placer un tanto inclasificable que se genera con ese extrañamiento de lugares que deberían verse como habituales. Emigholz parece estar en un momento de su carrera en el que no le molesta pagar con el aislamiento, casi la incomprensión, su más absoluta intransigencia. Esto fue el domingo a la noche. Todavía quedaba una semana completa de cine.

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