Bafici 2021 – Diario de festival: BAFICITO

Por Rodrigo Martín Seijas

Como ya viene ocurriendo desde hace varios años, mi paso por el BAFICI fue breve, escueto, directamente un paseíto. Previsible y lógicamente, fue por el BAFICITO, la sección dedicada a los más chicos. Y aunque me faltaron ver unas cuantas películas -como el foco dedicado a Makoto Shinkai-, pude ver unas cuantas obras interesantes, que confirmaron que la sección tiene un piso sólido, aun con los problemas en la selección que pudo traer un evento como la pandemia del coronavirus.

Lamentablemente, lo más flojo vino por el lado del cine nacional, que aportó mayoritariamente cortos no muy destacables. Por caso, La cómoda indiferencia de la abundancia, de Lucas Schiaroli, que busca construir una especie de didáctica ambiental a través de situaciones opuestas, contraponiendo a un niño pez que recorre largas distancias buscando agua para sobrevivir y una ciudad donde abunda el agua, que es despilfarrada por sus habitantes. Falta sutileza y sobra remarcación, lo cual lleva a la paradoja de perder el impacto buscado. En tanto, Lino, de Franco Torres Tillería, tiene un arranque interesante, centrándose en un niño que se despierta en medio de la noche, sin saber muy bien por qué, aunque intuye que las razones pueden estar relacionadas con algo proveniente de otro mundo. Sin embargo, ese viaje exterior y a la vez interior, donde la oscuridad, lo desconocido y lo onírico confluyen, se queda en meras insinuaciones, sin explotar a fondo el potencial imaginativo, como un borrador de algo que podría haber sido mucho más potente.

Posiblemente lo más logrado del campo nacional fue Sputnik, dirigido por la colombiana María Paula Arenas Restrepo, pero producido en la Argentina. El film aprovecha el territorio de la ciencia ficción para combinarlo con tonalidades infantiles, replicando -con las distancias del caso- el espíritu de aquella maravilla llamada WALL-E. Hay un robot diseñado para destruir todo lo que le cruce en el camino, pero que siempre toma decisiones que van por fuera de su propósito original, en un relato no del todo compacto, pero aún así atractivo. En un nivel parecido estuvo el corto español Piccolino, una aventura en la ciudad, de Giovanni Maccelli, un relato de descubrimiento y aprendizaje, donde un gusano debe salir de su lugar de confort (una manzana) para adentrarse en el espacio urbano. Con un acertado trabajo de contraste entre la animación y la acción real, logra transmitir fluidamente la sensación de asombro que vive el protagonista, aunque las canciones que despliega no llegan a encajar de manera apropiada dentro de su propuesta.

Desde Francia vino lo mejor de la sección. Primero con el largometraje Chien Pourri, la vie à Paris, de Davy Durand, que presenta las aventuras de un perro que recorre las calles parisinas con una estructura -literalmente- episódica. Esa configuración hace a la película ciertamente llevadera, pero también poco relevante, como una acumulación de ideas que solo hace sistema de a ratos. Hay un buen trabajo con el humor juguetón y delirante, pero no mucho más. En cambio, Petit vampire, de Joann Sfar, parte de una premisa que puede parecer algo trillada -un niño vampiro ya cansado de tener siempre diez años y que desea comenzar a vivir una existencia más cercana a lo normal- pero a la que logra darle vueltas de tuerca productivas. Lo consigue gracias a un variado despliegue de ideas narrativas y estéticas que confluyen armoniosamente y arman un mundo propio y distintivo. En ese universo hay seres malignos y desgraciados; romances que atraviesan siglos; y criaturas de todo tipo, que explotan al máximo las posibilidades de la animación. Y aunque se ven unos cuantos desniveles narrativos, lo que hace que el film sea un tanto derivativo, lo que prevalece es el cuidado y cariño por los protagonistas.

Igualmente, el gran hallazgo fue El globo rojo, de Albert Lamorisse, que todavía es el único corto que ganó el Oscar al Mejor Guión Original. Esta pequeña joyita de 1956 utiliza un concepto narrativo tan simple como efectivo: un chico se encuentra un globo rojo atado a un farol y desde ese momento se establece un vínculo inquebrantable entre ambos. Con ese punto de partida elemental, se va construyendo una historia de una enorme inventiva en su manejo del espacio, las vías narrativas y los instrumentos estéticos. Asimismo, es una pintura perfecta de la urbanidad de la Ciudad de la Luz, esa que siempre exhibe nuevos rostros cinematográficos. Y, obviamente, es una nueva muestra de lo que pueden aportar los rescates retrospectivos, que nos recuerdan que solo son necesarias herramientas simples para hacer buen cine.

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