Bafici 2021 – Diario de Festival : Mari/Bahía Blanca/Sweet thing

Por Amilcar Boetto

En uno de los tantos textos publicados por la Revista del Cine allá por el principio de la  cuarentena del 2020, Rafael Fillipelli pensaba la dificultad que muchos escritores habían tenido en  Hollywood para escribir diálogos. La dificultad radicaba en no entender la diferencia entre un  diálogo cinematográfico y un diálogo literario. Bahía Blanca, que adapta la novela homónima de  Martín Kohan, sufre de esta falta de entendimiento acerca de la diferencia formal entre una  imagen sugerida a través de palabras y una imagen mostrada con palabras flotando en su  superficie. El problema de la adaptación es siempre el mismo: cómo delimitar un mundo literario  a imágenes. Todo se trata en definitiva de poder construir un mundo a través de algunas pistas  que la novela dejó, en cierto punto la novela tiene que quedar enterrada para que la película  sobreviva y sea independiente. Cuando la adaptación pareciera no construir con suficiente fuerza  determinadas imágenes, o hay conexiones audiovisuales que no terminan de establecer un  vínculo, lo que sucede es que uno empieza a pensar como funcionan esas relaciones en la  novela. Es decir, la película empieza a sugerir la novela, en lugar de adaptarla. En una escena  particular, que es el gran punto de giro de la película, el protagonista habla con un amigo suyo  que hace tiempo que no ve, confesándole un crimen que cometió. En esa escena, se nota  particularmente una arritmia narrativa entre los diálogos y el ritmo de las imágenes, pareciera que  ese virtuosismo que tiene el personaje para narrar el acontecimiento y las atinadas preguntas de  su amigo se vieran limitados por el espacio visual. El diálogo esta constantemente evocando algo  que sucedió y que no podemos ver (aunque la película insiste con mostrarnos algunos pedazos  en modo de Flashback), pero la forma de encuadrar, el espacio donde sucede el diálogo y la  forma de cortar no generan un interés que le de peso presencial a esa narración. Con peso  presencial entendemos que en la escena el peso del presente, es decir el peso de lo visual, de él  momento en que está sucediendo lo que se está narrando, ingrese en el relato y le genere un  sentido distinto al relato. De hecho, no hay siquiera alguna variación formal, ningún cambio  audiovisual de ningún tipo que atraviese la escena, como si a la película no le hubiera importado  realmente la confesión criminal de su protagonista. Por supuesto, la mejor actriz argentina, Elisa  Carricajo, hace que las cosas mejoren un poco. 

En la hermosa y anacrónica sala 1 del Gaumont, antes de la proyección de Mari, Javier Porta  Fouz dijo que estábamos por ver una película que es antivictimista. Entiendo que por  antivictimista quiso decir que la película no revictimizaba a la víctima mostrándola como sufriente  de las consecuencias de lo que vivió, sino como una persona que puede redescubrir la vida a  partir de haber escapado de una casa en circunstancias de violencia. Mari decididamente no es  una película sobre la violencia de género (o al menos la violencia de género no es el eje central  sobre el que gira la trama), de hecho podríamos pensar sin demasiado riesgo que es aún más  una película sobre diferencias de clase que sobre violencia de género. Mari se escapa de la casa  de su novio maltratador, a quien el documental no le da prácticamente identidad, es más, en el  momento en que el aparece, le vemos las piernas en un archivo reproducido con VLC, mientras  escuchamos su voz deformada. El documental entierra al maltratador, al igual que lo hace Mari,  que mudándose a la casa de su patrona en Palermo va a empezar a conocer una nueva vida y a  resignificar su vida pasada, formulando nuevos vínculos y reformulando los pasados. Sacando  algunas intervenciones de la voz over de la directora que con un tono difícil de definir parece  querernos aclarar algunas cosas desconfiando en que la combinación de las imágenes en  montaje pueda hacer que las entendamos, la película deja libre a Mari, es decir, muestra a Mari y  deja que ella hable y saque sus propias conclusiones sobre lo que está viviendo. Las diferencias  sociales no tienen que ser precisadas por alguien externo a la percepción de Mari, simplemente  se desprende de las imágenes en las que a Mari se la ve limpiando la casa (continuando como  empleada a pesar de vivir en la casa), en como decora su cuarto, en las charlas con su patrona.  Si la película pretende tener una ética anti victimista, no puede, tampoco, imponer un discurso  sobre la situación de Mari, sino que ese posible discurso salga de las propias acciones que  vemos a Mari realizar en pantalla. Y es que para la película es menos importante que la historia  tenga una importancia política, sino más bien que los momentos en donde la vemos a Mari  emocionarse dando un discurso al terminar la primaria, o la alegría con la que la ve mas bailar o  reírse en pantalla tras contar una anécdota graciosa vivida con sus nuevas amigas, son en sí  mismos políticos. La política no está en la anécdota, está más bien en como la historia es  procesada y vivida por Mari, Mari no es un personaje que significa algo, o que ejemplifica un  problema social, es una persona, con múltiples capas como todos y en sus acciones se  desprende una posibilidad de enfrentar algunos problemas que si son generales, de una forma  particular y única. 

Otra película anti victimista es Sweet Thing, que narra las aventuras de unos niños que a partir  de profundos problemas familiares deciden emprender un viaje en soledad. Sigue una lógica  explorada por varios cineastas del cine indie norteamericano y particularmente de Sean Baker en  Proyecto Florida, en la que unas niñas en las afueras de Disney creaban su propio mundo  mágico, basado en su imaginación. Los jóvenes de Sweet Things no están cerca de Disney y  están en una edad menos inocente, por eso su fantasía es la del sueño americano: invaden una  mansión y viven por una noche el sueño de ser millonarios. Uno de los nenes dice, soy un  gángster. Como Kendrick Lamar resume en una brillante línea hablando de su propia  adolescencia en Compton: dreams of living life like rappers do (“sueños de vivir la vida como los  raperos la viven”). La protagonista, Billie, se llama así por Billie Holliday, y la ve constantemente  en todos lados, como un ángel que la acompaña. La imagina peinándola, como si fuera la madre  que no está presente por haberse ido con un abusador maltratador. Incluso la imagina cuando su  padre borracho le corta el pelo de forma forzada. Billie Holliday, la de la voz dulce, una de las  primeras cantantes afroamericanas que fue reconocida por los blancos, incluso por Frank Sinatra,  es en la película lo que Blu señala sobre Michael Jackson: quería vestirme como él y ser como él.  Porque en Sweet Thing las situaciones desesperantes de disfunción familiar llevan a los  protagonistas a buscar representación en otros lugares, los personajes quieren ser todo menos lo  que sus padres son. El hermano menor de Billie, cuyo papá es un borracho, se niega a tomar  alcohol aunque su padrastro maltratador (que es acuchillado por los niños en un acto de justicia  de la película) lo quiera obligar. Sweet Thing es pequeña, porque nada de lo que pasa pretende  ser trascendental, pero es potente porque los problemas al mismo tiempo suceden y al mismo  tiempo se muestra el esfuerzo de los personajes por negarlo y en ese esfuerzo siempre se  encuentra algo que termina por ser real y no solo una fantasía, como la relación entre los  hermanos y su amigo. Su potencia radica en precisamente lo opuesto en lo que radica la falta de  potencia de muchas de las películas que marcan la agenda ideológica de Hollywood: el dolor no  es mostrado de forma morbosa, es decir, en la película hay mucho más que solo dolor y  situaciones de disfunción familiar, haciendo que, igualmente, estas tengan presencia, pero esa  presencia se dilata y se contrae a través de lo que los personajes van aventurando a lo largo del  film.

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