En uno de los tantos textos publicados por la Revista del Cine allá por el principio de la cuarentena del 2020, Rafael Fillipelli pensaba la dificultad que muchos escritores habían tenido en Hollywood para escribir diálogos. La dificultad radicaba en no entender la diferencia entre un diálogo cinematográfico y un diálogo literario. Bahía Blanca, que adapta la novela homónima de Martín Kohan, sufre de esta falta de entendimiento acerca de la diferencia formal entre una imagen sugerida a través de palabras y una imagen mostrada con palabras flotando en su superficie. El problema de la adaptación es siempre el mismo: cómo delimitar un mundo literario a imágenes. Todo se trata en definitiva de poder construir un mundo a través de algunas pistas que la novela dejó, en cierto punto la novela tiene que quedar enterrada para que la película sobreviva y sea independiente. Cuando la adaptación pareciera no construir con suficiente fuerza determinadas imágenes, o hay conexiones audiovisuales que no terminan de establecer un vínculo, lo que sucede es que uno empieza a pensar como funcionan esas relaciones en la novela. Es decir, la película empieza a sugerir la novela, en lugar de adaptarla. En una escena particular, que es el gran punto de giro de la película, el protagonista habla con un amigo suyo que hace tiempo que no ve, confesándole un crimen que cometió. En esa escena, se nota particularmente una arritmia narrativa entre los diálogos y el ritmo de las imágenes, pareciera que ese virtuosismo que tiene el personaje para narrar el acontecimiento y las atinadas preguntas de su amigo se vieran limitados por el espacio visual. El diálogo esta constantemente evocando algo que sucedió y que no podemos ver (aunque la película insiste con mostrarnos algunos pedazos en modo de Flashback), pero la forma de encuadrar, el espacio donde sucede el diálogo y la forma de cortar no generan un interés que le de peso presencial a esa narración. Con peso presencial entendemos que en la escena el peso del presente, es decir el peso de lo visual, de él momento en que está sucediendo lo que se está narrando, ingrese en el relato y le genere un sentido distinto al relato. De hecho, no hay siquiera alguna variación formal, ningún cambio audiovisual de ningún tipo que atraviese la escena, como si a la película no le hubiera importado realmente la confesión criminal de su protagonista. Por supuesto, la mejor actriz argentina, Elisa Carricajo, hace que las cosas mejoren un poco.
En la hermosa y anacrónica sala 1 del Gaumont, antes de la proyección de Mari, Javier Porta Fouz dijo que estábamos por ver una película que es antivictimista. Entiendo que por antivictimista quiso decir que la película no revictimizaba a la víctima mostrándola como sufriente de las consecuencias de lo que vivió, sino como una persona que puede redescubrir la vida a partir de haber escapado de una casa en circunstancias de violencia. Mari decididamente no es una película sobre la violencia de género (o al menos la violencia de género no es el eje central sobre el que gira la trama), de hecho podríamos pensar sin demasiado riesgo que es aún más una película sobre diferencias de clase que sobre violencia de género. Mari se escapa de la casa de su novio maltratador, a quien el documental no le da prácticamente identidad, es más, en el momento en que el aparece, le vemos las piernas en un archivo reproducido con VLC, mientras escuchamos su voz deformada. El documental entierra al maltratador, al igual que lo hace Mari, que mudándose a la casa de su patrona en Palermo va a empezar a conocer una nueva vida y a resignificar su vida pasada, formulando nuevos vínculos y reformulando los pasados. Sacando algunas intervenciones de la voz over de la directora que con un tono difícil de definir parece querernos aclarar algunas cosas desconfiando en que la combinación de las imágenes en montaje pueda hacer que las entendamos, la película deja libre a Mari, es decir, muestra a Mari y deja que ella hable y saque sus propias conclusiones sobre lo que está viviendo. Las diferencias sociales no tienen que ser precisadas por alguien externo a la percepción de Mari, simplemente se desprende de las imágenes en las que a Mari se la ve limpiando la casa (continuando como empleada a pesar de vivir en la casa), en como decora su cuarto, en las charlas con su patrona. Si la película pretende tener una ética anti victimista, no puede, tampoco, imponer un discurso sobre la situación de Mari, sino que ese posible discurso salga de las propias acciones que vemos a Mari realizar en pantalla. Y es que para la película es menos importante que la historia tenga una importancia política, sino más bien que los momentos en donde la vemos a Mari emocionarse dando un discurso al terminar la primaria, o la alegría con la que la ve mas bailar o reírse en pantalla tras contar una anécdota graciosa vivida con sus nuevas amigas, son en sí mismos políticos. La política no está en la anécdota, está más bien en como la historia es procesada y vivida por Mari, Mari no es un personaje que significa algo, o que ejemplifica un problema social, es una persona, con múltiples capas como todos y en sus acciones se desprende una posibilidad de enfrentar algunos problemas que si son generales, de una forma particular y única.
Otra película anti victimista es Sweet Thing, que narra las aventuras de unos niños que a partir de profundos problemas familiares deciden emprender un viaje en soledad. Sigue una lógica explorada por varios cineastas del cine indie norteamericano y particularmente de Sean Baker en Proyecto Florida, en la que unas niñas en las afueras de Disney creaban su propio mundo mágico, basado en su imaginación. Los jóvenes de Sweet Things no están cerca de Disney y están en una edad menos inocente, por eso su fantasía es la del sueño americano: invaden una mansión y viven por una noche el sueño de ser millonarios. Uno de los nenes dice, soy un gángster. Como Kendrick Lamar resume en una brillante línea hablando de su propia adolescencia en Compton: dreams of living life like rappers do (“sueños de vivir la vida como los raperos la viven”). La protagonista, Billie, se llama así por Billie Holliday, y la ve constantemente en todos lados, como un ángel que la acompaña. La imagina peinándola, como si fuera la madre que no está presente por haberse ido con un abusador maltratador. Incluso la imagina cuando su padre borracho le corta el pelo de forma forzada. Billie Holliday, la de la voz dulce, una de las primeras cantantes afroamericanas que fue reconocida por los blancos, incluso por Frank Sinatra, es en la película lo que Blu señala sobre Michael Jackson: quería vestirme como él y ser como él. Porque en Sweet Thing las situaciones desesperantes de disfunción familiar llevan a los protagonistas a buscar representación en otros lugares, los personajes quieren ser todo menos lo que sus padres son. El hermano menor de Billie, cuyo papá es un borracho, se niega a tomar alcohol aunque su padrastro maltratador (que es acuchillado por los niños en un acto de justicia de la película) lo quiera obligar. Sweet Thing es pequeña, porque nada de lo que pasa pretende ser trascendental, pero es potente porque los problemas al mismo tiempo suceden y al mismo tiempo se muestra el esfuerzo de los personajes por negarlo y en ese esfuerzo siempre se encuentra algo que termina por ser real y no solo una fantasía, como la relación entre los hermanos y su amigo. Su potencia radica en precisamente lo opuesto en lo que radica la falta de potencia de muchas de las películas que marcan la agenda ideológica de Hollywood: el dolor no es mostrado de forma morbosa, es decir, en la película hay mucho más que solo dolor y situaciones de disfunción familiar, haciendo que, igualmente, estas tengan presencia, pero esa presencia se dilata y se contrae a través de lo que los personajes van aventurando a lo largo del film.