Bafici 2021 – Diario de festival: Responsabilidad empresarial/Algo se enciende/El Baldío

Por Pedro Gomes Reis

Los amigos de Perro Blanco me encargaron una tarea interesante, una de esas que solo los extranjeros podemos llevar acabo respecto de los países que no son propios. Me pidieron que eligiera tres películas argentinas que aludan indefectiblemente a vuestra realidad. Y que hable sobre ellas sin tapujos, que es algo que a veces sucede con ciertos críticos locales respecto del cine del propio país. No temais, ojo: no planteo hacer ninguna clase de declaración rimbombante o explosiva, simplemente intentaré pensar por fuera de la caja. Para eso me voy a concentrar en tres casos: en el último largometraje de Jonathan Perel (de quien había visto El predio, Toponimia, Los murales, 17 monumentos y Tabula rasa), una ópera prima y una película pequeña de una realizadora con algo de experiencia encima como lo es Liliana Paolinelli. Veremos qué es lo que sale.

Responsabilidad empresarial retoma el gran tópico central del cine del director, la última dictadura argentina y sus incidencias espaciales en el presente. Pero en este caso lo que hace por un lado se parece a sus películas anteriores y por otro no. Si en El Predio la idea era internarse en la ex-ESMA (acaso el centro de tortura más brutal que haya conocido la historia argentina durante la dictadura de 1976-1983) para acompañar un internto de exorcismo fantasmagórico de los fantasmas del pasado por parte de los familiares y sobrevivientes de los asesinados en ese lugar atroz; si en Los murales el recorrido se proponía la conmemoración y recuperación de los muertos en los carteles, persianas, paredes (pero también las tensiones políticas que emergían de la escritura); si en 17 Monumentos la concepción está dada menos por los fantasmas y por la tensión que por la recuperación del espacio a partir del registro de los monumentos erigidos en los centros de tortura; y asi como en Tábula rasa se operaba a partir de la demolición simbólica y literal de la ex-ESMA, en el último largometraje se produce un salto cualitativo que en alguna medida retrotrae a Toponimia, pero al mismo tiempo cambia el eje.
Esto se debe sencillamente a que el cine del director no solo supone una obsesión con el pasado, con el registro de sus restos, pero también se revela obsesionado con el reconocimiento del discurso y su inscripción en la historia (en la mencionada Toponimia, acaso su mejor film, la denominación y la voz del estado es en efecto un problema del que no es fácil desembarazarse). En Responsabilidad empresarial Perel asume un riesgo. Pero no sé cuán consciente es de lo que hace con el discurso que organiza. El sistema es simple y depurado. Otra vez los planos fijos. Otra vez el registro del pasado sobre el presente. Pero en este caso la voz propia (como ya lo había hecho en 17 monumentos) asume una voz institucionalizada, una voz del estado. De hecho literalmente lee un documento, por lo que vuelve carne a esa palabra estatal, casi como si se desdibujara o si eligiera desdibujar la voz propia. Ahora bien, a esto se suma un nuevo problema, acaso más grave (o producto de la provocación). Perel realiza un inventario audiovisual de las empresas que tuvieron fuerte incidencia/complicidad en la participación de las desapariciones de empleados y militantes durante la última dictadura militar. En este punto no hay polémica: Perel lee e informa con vocación institucional y con voz estatal. La provocación aparece cuando los planos fijos de cada una de las fábricas son registrados desde el interior de un automovil, a través del parabrisas. Perel filma el presente, si. Pero yuxtapone un modo de registrar que refiere indefectiblemente al pasado (como si fuera un servicio de inteligencia haciendo un seguimiento en aquellos años) a la vez que usa una voz que habla con la seguridad del discurso del estado en presente. El recurso es interesante y obliga a pensar qué es lo que estamos mirando. Pero también tiene algo de banal, como si aquello que se nos revelara fuera en definitiva el producto de una mirada ingeniosa pero no de una mirada ética. Quién enuncia, entonces, en Responsabilidad empresarial? Es un estado actual que se ha vuelto persecutor? Es una performance de la mirada del pasado para que asumamos una primera persona? Es el producto de un desdoblamiento esquizofrénico (mirar con los ojos del estado y hablar con la lengua del estado pero cruzando intereses)? La enunciación que condena a la dictadura argentina es una de las que más ha permeado al cine argentino todo desde el retorno de la democracia. En este punto siempre habrá preguntas para formular (como sucede con todo trauma, con todo horror de la historia). Pero al mismo tiempo esta obsesión, cuando asume el discurso del estado, también deja de hacer preguntas. O en todo caso afirma una serie de máximas tranquilizadoras: las de estar del lado de los que condenan a los asesinos. Por lo pronto la operación de Perel parece seguir depurando ideas. Lo que seguro no podemos afirmar es qué es lo que se está proponiendo, como si a partir de esta película estuviéramos en el borde de un viraje. Esa pregunta que nos situa entre la entrega de la voz propia a la palabra del estado y la mirada ajena, desde el ojo de los servicios, hace que Responsabilidad empresarial sea también, en el fondo, una película de terror fuera del género.

Algo se enciende es una opera prima que exhibe su condición de tal. Pero no es una primer película cualquiera, sino una que cuenta en primera persona del plural el ejercicio de la supervivencia a una tragedia. La joven directora (23 años) narra e intenta reconstruir a la vez los efectos de la ausencia de una amiga, que algunos años atrás, cuando estudiante secundaria, desapareció sin dejar rastro y que apareció muerta cinco días después. Esa falta es registrada con los testimionios de quienes supieron ser amigos de la víctima. Pero también es una falta que se reconoce en un registro espacial, en una escuela superior (o secundaria). A partir de los interrogantes abiertos (no por el caso en si, sino por la desgarradura en los propios amigos) la película superpone varias elecciones a la vez. Algunas de ellas funcionan con plena eficacia, como cuando la directora muestra los tiempos muertos en el patio o en el aula, dando vida a las acciones físicas, haciendo que los cuerpos hablen sin que abran la boca. Otras son un poco más obvias, como el registro de las diversas marchas y pedidos de justicia, que no nos apartan de otras formas en las que hemos visto esa clase de marchas. Pero otro eje interesante se da cuando la directora nos despliega los espacios vacíos, en varios casos con hermosos travellings, con planos secuencia elegíacos, que también dan cuenta de un fin de ciclo y exponen la necesidad de llevar adelante el duelo. Pero la directora quiere echar toda la carne al asador, por eso también elige otros recursos como el de representaciones con el formato de performances, con lecturas frente a cámara, con inclusiones de filmaciones televisivas, como si precisara poner todas y cada una de las cosas que la agobian para someterlas a una gran quema que exorcise tanto dolor. El resultado es un híbrido que por momentos muestra una enorme madurez y por otros describe una necesidad de salir a comerse al mundo, algo que habla de la edad de la directora. El plano secuencia final, a su vez, parece invertir lo que describió al inicio: el del amor por un espacio que contuvo a toda una serie de personas que fueron impactadas de lleno por un misil emocional. Bueno, en ese plano final, que abandona la escuela y se aleja, también hay un recorrido y un aprendizaje, como si la misma directora también se despidiera de su propia adolescencia.

Sobre El baldío, de Liliana Paolinelli, no puedo sino entregarme por motivos extracinematográficos: mi amor por los gatos (vivo con mi pareja y con tres de ellos). La premisa que plantea la película es simple, no pretende más que lo que vemos: es un documental de observación sobre gatitos callejeros y sobre rescatistas, que intentan recuperarlos antes de que una obra avance sobre el espacio baldío que ocupan en un pequeño territorio lindante con una casa abandonada en un barrio porteño. En este sentido, nada de lo que promete la película va más allá de la pequeña escala (de producción, de mirada, de ambiciones). Es, en alguna medida, la antítesis de los otros films que hemos mencionado. Esa falta de pretensiones la convierte en un film irresistible, íntimo, amable, casi hogareño. En escencia, un fin sobre la entrega y sobre las formas de la bondad. Sin subrrayados, sin marcas enunciativas. En cierto punto esa distancia amable funciona como un remanso, pero también tiene un límite, que es el del mismísimo metraje del documental, incluso un poco largo para la narrativa que intenta contarnos. Indistintamente, en esa hora y minutos Paolinelli construye un mundo necesario y olvidado por las pretensiones de trascendencia. Los mundos minúsculos también merecen atención.

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