Bafici 2021 – Diario de festival: Taranto/Los visionadores/López/Qué será del verano

Por Marcos Rodríguez

Este año, el cine argentino del Bafici (o por lo menos el de la Competencia Argentina) parece preguntarme una y otra vez por la cuestión de lo real, de la representación, la mentira, la manera de representar, de capturar, de revelar. Hay una relación conflictiva, un ir y venir, entre estas películas y el mundo que las rodea. Conflicto con el mundo, conflicto con el medio: ¿cómo filmar, cómo mirar, cómo construir? ¿Traicionar? ¿Mentir? ¿Dejar testimonio? ¿Explorar la mentira? ¿Creer en la verdad? ¿Preguntarse por la forma? En mayor o menor grado, las cuatro películas que vi (López, Qué será del verano, Los visionadores y Taranto) se acercan al mundo, lo miran, miran a quien lo mira, buscan reflejarlo y se preguntan (o hacen que nos preguntemos) por ese acto de mirar.

En el extremo más límpido y clásico se encuentra Taranto: un documental que busca reportar/denunciar/retratar la situación de una ciudad del sur de Italia que vive bajo el manto de la contaminación producida por una de las plantas metalúrgicas más grandes de Europa. En este caso, en realidad, no hay conflicto: Cruz, su director/guionista/productor persigue un objetivo claro: llama a su película una “crónica documental” y cumple con lo que busca. Sale a retratar una situación conflictiva y su mirada es clara: no hay tanto una situación ambigua o “compleja” (como parecen prometer algunas sinopsis festivaleras) sino una toma de posición tajante: en el conflicto entre los trabajos que produce la fábrica y las muertes que trae la contaminación, la película está del lado de quienes luchan por un futuro más verde/ecológico/armonioso. La luz, la justicia y la razón están del lado de los que pelean contra el monstruo. ¿Podrían no estarlo? Es ahí, en realidad, donde surge mi conflicto: como crónica Taranto es contundente, es linda, hasta incluye final esperanzador. Confía en su visión, confía en la forma de reflejarla y la refleja, lo que a mí no me queda del todo claro es cuál es el sentido de ese gesto: casi desde antes de que empiece, ya entendimos cuál es la posición de Taranto, sus minutos recolectan y plasman testimonios, voces humanas, verdad, pero la verdad de la película termina por resultar un poco chata. Un poco más allá de un reportaje periodístico (se nota el trabajo, se nota el esfuerzo, se notan los logros estilísticos), una película así no tiene sin embargo el impacto de un medio masivo. Tampoco tiene nada nuevo para aportar: quienes quieren emocionarse con la promesa de un posible futuro verde, podrán emocionarse con el final de la película. Quienes no estén de acuerdo con esta visión (“poco realista, poco concreta”), como la señora que se pone a gritar a los veinte minutos de película, no podrán hacer mucho más que putear un rato. No está dirigida a ellos la película: Taranto mira con ojos de nostalgia hacia un futuro que espera vislumbrar. Mientras tanto, una película linda que explica que la contaminación es mala.

En el otro extremo del espectro se encuentra Los visionadores, la nueva película de Nestor Frenkel. ¿Documental? No, aunque sí trabaja con material de archivo. Podría hablarse de found footage, si bien el material que usa nunca estuvo en realidad perdido, simplemente no queríamos verlo. Acá no hay verdad más que la mentira de la representación: Frenkel juega a contar una historia que vampiriza los modos y los tópicos del viejo cine argentino, el más facho, el más abiertamente facho: el institucional anti drogas y el policial. Todo lo más feo, junto, reunido y clasificado a través de dos personajes que se vuelven adictos a los VHS de cine nacional. El argumento en sí es una excusa, desde ya, el tono del narrador se vuelve un tanto cansador incluso en los escasos minutos que dura todo esto, pero el hallazgo es el juego con esa representación, la mirada sobre ese mundo que ahora parece un tanto muerto y lejano, pero en realidad no. El gran acierto, como suele suceder en el cine de Frenkel, es el humor con el que mira todo ese material un tanto siniestro, que revela sus tramas secretas, sus consistencias, su manera de ver y, sobre todo, de querer construir una Argentina que buscaba y consumía ese cine que envejeció tan mal. La Rannix es uno de los grandes hallazgos de este festival: por lo disparatado de la idea, por lo sólido de la idea pero, sobre todo, porque ilumina y permite ver toda una parte de nuestro cine que tal vez no nos interese mirar pero tiene sus formas propias.

Más clásica es también López, la nueva película de Ulises Rosell, un documental de observación que retrata los días (y las obsesiones) del fotógrafo Marcos López. Se trata, en algún punto, de una mirada sobre una mirada: más de una vez vemos a López mirar, encuadrar, armar fotos, buscar utilería, mover la cámara, preparar, explicar. Gran parte del encanto de López (que no es poco) viene justamente de López: un neurótico simpático, un artista, un tipo que está intentando decir algo mientras se la pasa peleando consigo mismo. Pero esta película es más que un simple retrato de artista: es la mirada de Rosell la que construye ese mundo que rodea la neurosis de su protagonista. Más allá de las consultas con médicos y curanderos, más allá de las sesiones de foto (un gran material) también está, por ejemplo, la casa de la madre de López, que se vuelve una protagonista más del documental con su pianito y sus anécdotas y sus fotos colgadas. Hay algo delicado, puntilloso, que envuelve el magma estético de las fotografías de López (que sale del cuadro, se expande como mancha de aceita y empieza a contaminar el mundo a su alrededor), que le da un sentido más oblicuo y un tanto misterioso a esta película.

Qué será del verano es donde el conflicto con lo real se vuelve más conflictivo y atractivo. La película plantea una historia (¿ficción?) que es más o menos así: el director de la película se fue a Francia a visitar a su novia, que estaba ahí con una beca, y al llegar allá compró una cámara usada para registrar toda su intimidad de parejita argentina en el sur de Francia. Pero al revisar la cámara descubrió que contenía un montón (realmente mucho) de material filmado por su dueño anterior. Al contactar al dueño anterior, un tal Charles, le propone un juego: construir una película con esas imágenes encontradas. Ahora sí, literalmente, found footage. El señor Charles, al cual le gustan mucho los perros, primero parece un tanto desconcertado pero finalmente se decide a escribir una cantidad inverosímil de emails en los que describe con detalle no solo las imágenes registradas sino su vida, su intimidad y sus pensamientos, además de toda una aventura por Camerún.

Hay algo muy hermoso en esta película, en su tono, en el personaje de Charles, en la áspera cotidianeidad de unas vidas de clase media baja en el sur de Francia, con riachuelos y chuchos simpáticos y fieros. Hay muchos aciertos en la voz, en la forma de leer un texto muy pulido. Me pongo a pensar ahora y resulta imposible no reconocer por lo menos cierto grado de mentira: nadie es tan llanamente anti romántico y a la vez tan precisamente honesto. Pero el grado de mentira no importa (el cine es mentira) como importa un gesto fundamental: Qué será del verano se construye y construye sus personajes partiendo del azar, de lo peregrino. ¿Cómo es que una película argentina que arranca con un director que habla sobre su relación sentimental con su novia que está lejos termina con un gorila en Camerún? En el medio hay Coronavirus, una mujer que enseña un método inspiracional de vida en medio de un frente de guerra, dos perros llamados Jamón y Queso, un cuñado que habla poco, una cantidad de cosas que no tendrían sentido como conjunto armado y que sin embargo componen un viaje cinematográfico pleno de melancolía y vitalidad.

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