Bafici 2022 – Diario de Festival: Tre Piani

Por David Obarrio

Italia, 2021, 119′
Dirigida por Nanni Moretti
Con Riccardo Scamarcio, Alba Rohrwacher, Nanni Moretti, Margherita Buy, Alessandro Sperduti, Stefano Dionisi, Adriano Giannini, Denise Tantucci, Anna Bonaiuto, Elena Lietti, Paolo Graziosi, Tommaso Ragno

El estado de las cosas

El balance de una vida es libre, dice lo que quiere, recuerda lo que quiere, funciona de cualquier manera. Pasa como con las palabras, que hay que tenerlas antes que el tema, el objeto, lo que se quiere decir. Lo que se tenga para decir es lo que quieran las palabras. Lo que hay para decir es lo que las palabras digan. Como en Tre piani, la última de Nanni Moretti. Vapuleada en Cannes, olvidada rápidamente, es la película de un viejo maestro que se ha puesto a temblar. No importa si Moretti fue alguna vez un maestro; la cuestión es que su película es el resultado de un hombre que parece que lo fuera. La historia es una “saga” en un edificio de familias acomodadas que recorre quince años de dolor, de enigma, de cuitas mal saldadas, de palabras que se quedan endurecidas en las gargantas. Una película tristísima que se permite una luz de campiña italiana hacia el final, en la sonrisa dolorosa de una ex jueza viuda que, quizá, esté a punto de recuperar una parte de su familia perdida. Moretti ensaya un trémolo que se demora hasta la incandescencia. Se trata de la película hecha por un viejo cascarrabias que descubre de pronto en sí mismo una fragilidad extrema, inadmisible. Se extraña al pastelero trotskista, al waterpolista amnésico, al cura avieso que desciende de toda una tradición de la comedia italiana. Pero no hay que esperarlos en vano, porque el director se ha desentendido de sus mañas viejas, de sus pases de manos, de sus estrategias para tener al espectador de aliado a bajo costo. Ha desaprendido todo para dejar a sus festejantes impávidos. Ha dejado lo familiar para concentrarse en lo extraño, en lo innombrable. Este Moretti a la intemperie es un director de finales que se vuelve observador resignado, agotado: no tiene tiempo para gags, ni para brulotes, ni para definiciones ingeniosas que deleitan el oído de inmediato. En los años sesenta, Fernando Fernán Gómez dirigió en Madrid una de las mejores películas jamás concebidas: El mundo sigue. Unas vidas desastradas en una casa de pensión; un purgatorio de bares y sueños imposibles; de boletas impagas, de enfermedad, de infantiles planes de fuga y de redenciones improbables. En Tre piani apenas se sueña –la conexión entre ambas películas es una atendible iluminación de Álvaro Arroba-, solo se aguanta, se vive el dolor innombrable de la existencia con la piel entumecida. Moretti se muestra como un maestro en sus últimas apariciones, esas en las que ya no cree tener nada para decir. Tan luego él, que en sus horas más empeñosas se ha conducido como un experto en auscultar el estado de las cosas; en producir dictámenes –incompletos, provisorios, precarios- sobre el mundo. Una experiencia biográfica que se vuelve política, o una política de la incomodidad y la inadecuación personal. En esta oportunidad no echará nada en falta; está demasiado desengañado para seguir tratando de arreglar las cosas. Ahora observa sin abrir la boca. Ahora mira hacia el corazón de las cosas, pero este es opaco, insumiso, impenetrable. El mundo sigue solo. Su película habla sola. Su personaje –un juez recto que sabe que la virtud no le garantiza nada- ha llegado a la consciencia de que no se puede ir más allá, de que de ahora en más solo queda el temblor, esperar lo que sea. Que las cosas hablen por sí mismas. Pero la película propone un secreto muy particular. La claridad que habita en la bondad inesperada. La euforia propia de confabulados que revitaliza la fe en la vida cuando todo parece perdido de antemano. Al revés que en La habitación del hijo, Moretti se guarda una carta de esperanza, la única, que surge precisamente de un estado de vulnerabilidad, del estremecimiento del descreído eterno que de pronto se hace la pregunta: “¿Por qué no?”. No hay epílogos que lo cambien todo, no hay dioses operando fuera de la máquina en esta película rugosa, sorprendente por su aridez y negrura, tan poco amiga de las respuestas fáciles. Lo que hay es una constancia – acaso una vieja fe, guardada, olvidada y desempolvada- en que ese hablar solo del mundo –que se comporta con sus propios modales y no rinde cuentas- pueda ofrecer también la posibilidad de una restauración del espíritu, de un moderado estar en paz con uno mismo. El mundo sigue su marcha, las cosas siguen en lo suyo, los melones se acomodan. Ante el carácter irrevocable de la vida, salvar el alma.

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