La escena donde Llinás le lee la crónica que La Nación publicó sobre su padre a su madre, podría considerarse el centro neurálgico de la Clorindo Testa, o al menos el momento donde más evidencia la lógica de su estructura. En esa escena, Llinás lee la noticia narrándola con una intención ficcional que se rompe cuando aparece la risa genuina ante la ridiculez que está leyendo. Esa risa es precisamente el centro del relato: la fuga de todo el artilugio narrativo que Llinás arma en torno a una metaficción sobre el libro de Clorindo Testa. El juego de no saber qué filmar y de presentarle distintos fragmentos a otros colegas para que opinen se enmarca dentro de una ficción que se ve agujereada menos por su propia narración autoconsciente (la voz over del principio admite: puedo quedar como un pelotudo) que por los momentos donde la ficción se ve alterada por el registro de algo real. La risa es un gran ejemplo de eso, como también lo es, la escena del pedo. Lo interesante, es que ese registro se presenta como fuga en tanto niega todo lo que Llinás, en la ficción, pretende que la película sea. Es decir, esos momentos le subrayan en su cara que la película es sobre su padre, es sobre su hijo y es, fundamentalmente, sobre su relación con su familia. Las fuerzas que parecieran estar en conflicto, entonces, son las ganas de Llinás de no hacer una película sobre alguien abriendo una caja y viendo recuerdos familiares y su propio amor por su familia luchando por aparecer en cada plano.
Sobre la negación, en este caso de la realidad, trata la nueva película de Petzold, Afire. Las últimas ficciones del alemán siempre parecen contaminadas con la idea de un fantástico que nunca termina de aparecer. En Undine y Transit esos puntos de contacto parecen cada vez más cercanos hasta el punto de dudar si lo que se nos está mostrando pasó en la diégesis anteriormente construida, o la película derivó delirante. El problema de percepción que existía en las mencionadas dos anteriores películas ahora se vuelve un problema completamente narrativo que tanto en Transit como en Undine era más difícil de ver. Afire es una película sobre un personaje tan encerrado en sí mismo que no ve lo que hay a su alrededor. Y ese problema de no ver es lo que pareciera volver a una imagen fantástica o aunque sea extraña, difícil de encajar en un montaje basado, sobre todo, en la dirección de miradas. El problema de la mirada, entonces, supone a un Petzold menos opaco en su búsqueda de lo extraño: todo parece confluir en aquel personaje que ignora el resto del mundo, por lo que la imagen del resto el mundo siempre parece rozar lo inverosímil, lo lunático. El fuego, el cáncer, el deseo, el doctorado en literatura, la homosexualidad, todo eso parece formar parte del mismo paradigma: la imagen devenida extraña desde la ignorancia. En este último largometraje de Petzold es donde más veo los problemas que sus detractores le señalan: su trazo grueso narrativo, la falta de criterio a la hora de cortar una conversación, repitiendo hasta el hartazgo las intenciones de los personajes en el plano. Quizás esto sea, precisamente, por ser una película tan clara, tan evidente a la hora de contar lo que quiere contar. Sin embargo, eso no significa en sí mismo un problema. El problema, en todo caso, sería que eso devenga en simple redundancia que nos deje apáticos, cosa que no me sucedió con Afire, que no para de golpear al espectador, de redibujar el mundo hasta ese momento visto, y eso lo logra con una conjugación de las imágenes, con la aparición audiovisual de ese extrañamiento a través de usos puntuales del montaje, la fotografía y el vestuario.
La imagen fantástica, o más bien fantasmagórica es la que trabaja Mudos Testigos. La película póstuma de Luis Ospina codirigida y terminada por Jerónimo Aterhortúa es una especie de ensayo sobre la condición fantasmal del cine. Partiendo desde el archivo de cine mudo colombiano, la dupla de realizadores construyó un melodrama cortando fragmentos de diversas películas y montandolos con un texto escrito por ellos y una construcción sonora totalmente nueva. Ese montaje deviene en espectral al empezar a notar, como la película nos advierte desde un principio, cuál es el camino que el cine colombiano, y, amplío, el latinoamericano, podría haber adquirido con otra política de conservación y de producción. Un cine que nunca vamos a poder ver, pero que aparece míticamente en pantalla fundiéndose ante nuestros ojos. Un cine de aventuras, pero aventuras formales y audiovisuales, más que narrativas.
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