Bafici 2023 – Diario de festival: Afire, Clorindo Testa, Mudos Testigos, Terminal Young, Master Gardener

Por Amilcar Boetto

La escena donde Llinás le lee la crónica que La Nación publicó sobre su padre a su madre, podría considerarse el centro neurálgico de la Clorindo Testa, o al menos el momento donde más evidencia la lógica de su estructura. En esa escena, Llinás lee la noticia narrándola con una intención ficcional que se rompe cuando aparece la risa genuina ante la ridiculez que está leyendo. Esa risa es precisamente el centro del relato: la fuga de todo el artilugio narrativo que Llinás arma en torno a una metaficción sobre el libro de Clorindo Testa. El juego de no saber qué filmar y de presentarle distintos fragmentos a otros colegas para que opinen se enmarca dentro de una ficción que se ve agujereada menos por su propia narración autoconsciente (la voz over del principio admite: puedo quedar como un pelotudo) que por los momentos donde la ficción se ve alterada por el registro de algo real. La risa es un gran ejemplo de eso, como también lo es, la escena del pedo. Lo interesante, es que ese registro se presenta como fuga en tanto niega todo lo que Llinás, en la ficción, pretende que la película sea. Es decir, esos momentos le subrayan en su cara que la película es sobre su padre, es sobre su hijo y es, fundamentalmente, sobre su relación con su familia. Las fuerzas que parecieran estar en conflicto, entonces, son las ganas de Llinás de no hacer una película sobre alguien abriendo una caja y viendo recuerdos familiares y su propio amor por su familia luchando por aparecer en cada plano. 

Sobre la negación, en este caso de la realidad, trata la nueva película de Petzold, Afire. Las últimas ficciones del alemán siempre parecen contaminadas con la idea de un fantástico que nunca termina de aparecer. En Undine y Transit esos puntos de contacto parecen cada vez más cercanos hasta el punto de dudar si lo que se nos está mostrando pasó en la diégesis anteriormente construida, o la película derivó delirante. El problema de percepción que existía en las mencionadas dos anteriores películas ahora se vuelve un problema completamente narrativo que tanto en Transit como en Undine era más difícil de ver. Afire es una película sobre un personaje tan encerrado en sí mismo que no ve lo que hay a su alrededor. Y ese problema de no ver es lo que pareciera volver a una imagen fantástica o aunque sea extraña, difícil de encajar en un montaje basado, sobre todo, en la dirección de miradas. El problema de la mirada, entonces, supone a un Petzold menos opaco en su búsqueda de lo extraño: todo parece confluir en aquel personaje que ignora el resto del mundo, por lo que la imagen del resto el mundo siempre parece rozar lo inverosímil, lo lunático. El fuego, el cáncer, el deseo, el doctorado en literatura, la homosexualidad, todo eso parece formar parte del mismo paradigma: la imagen devenida extraña desde la ignorancia. En este último largometraje de Petzold es donde más veo los problemas que sus detractores le señalan: su trazo grueso narrativo, la falta de criterio a la hora de cortar una conversación, repitiendo hasta el hartazgo las intenciones de los personajes en el plano. Quizás esto sea, precisamente, por ser una película tan clara, tan evidente a la hora de contar lo que quiere contar. Sin embargo, eso no significa en sí mismo un problema. El problema, en todo caso, sería que eso devenga en simple redundancia que nos deje apáticos, cosa que no me sucedió con Afire, que no para de golpear al espectador, de redibujar el mundo hasta ese momento visto, y eso lo logra con una conjugación de las imágenes, con la aparición audiovisual de ese extrañamiento a través de usos puntuales del montaje, la fotografía y el vestuario.

La imagen fantástica, o más bien fantasmagórica es la que trabaja Mudos Testigos. La película póstuma de Luis Ospina codirigida y terminada por Jerónimo Aterhortúa es una especie de ensayo sobre la condición fantasmal del cine. Partiendo desde el archivo de cine mudo colombiano, la dupla de realizadores construyó un melodrama cortando fragmentos de diversas películas y montandolos con un texto escrito por ellos y una construcción sonora totalmente nueva. Ese montaje deviene en espectral al empezar a notar, como la película nos advierte desde un principio, cuál es el camino que el cine colombiano, y, amplío, el latinoamericano, podría haber adquirido con otra política de conservación y de producción. Un cine que nunca vamos a poder ver, pero que aparece míticamente en pantalla fundiéndose ante nuestros ojos. Un cine de aventuras, pero aventuras formales y audiovisuales, más que narrativas.

Al igual que Afire y a diferencia de Mudos Testigos, Master Gardener es una película que muestra  muy claramente sus intenciones, que casi escapa a la idea de opacidad. En algún momento, el  cine de Schrader mantenía una expectativa constante alrededor del misterio de por qué sus  personajes principales hacían lo que hacían. En Light Sleeper, la relación entre el personaje de  Willem Dafoe y el de Susan Sarandon era tan ambigua, tan secreta, que la película siempre  parecía adelantada al espectador, como si encerrara en el centro un secreto que nunca seríamos capaces de conocer y que lograba su punto de mayor limpidez en ese plano final referente a  Pickpocket (algo que ya había hecho en American Gigolo). Sin embargo, las últimas ficciones de  Schrader, a pesar de construirse alrededor de personajes muy parecidos a los anteriores,  siempre terminan decidiéndose por esclarecer lo que hay en la mente de esos hombres solitarios  y perturbados. Por eso es que se habla tanto de la etapa más clásica del director norteamericano,  y por eso pareciera estar gozando del consenso que se le negó en sus anteriores cuarenta años  de trayectoria. Master Gardener es todavía más evidente en sus intenciones que The Card  Counter y que First Reformed. Da la sensación, cuando uno ve la película, que Schrader sabe lo  que el espectador espera de sus personajes, que su aparato narrativo está tan utilizado por él  mismo que no queda otra posibilidad que desnudarlo, que desproveer de cualquier ornamento  que pueda distraer al espectador de lo que parece central en está película: ver a los personajes,  verlos conversar sobre jardinería, verlos odiarse y luego amarse, expresarse sus resentimientos  con remordimiento y alivianar, lo más que se pueda esa carga abyecta del trauma. Hay algo, en este sentido, ferrariano de este último Schrader, algo que lo acerca a Tommasso, incluso a  Siberia, películas donde la estructura pareciera subyugada al estado mental y físico de un personaje. 

Y para terminar con este repaso por lo que fue mi Bafici debo admitir que no pude entrar en la  gran moda del último festival, la directora celebrada por absolutamente todas las personas que  conozco: Lucía Seles. No es que no pueda entender su genialidad a la hora de construir un timing  cómico, que no reconozca la originalidad de cada uno de sus chistes, que no me parezca  interesante su uso particular de lo poético (Sergio Wolf dijo que hace muchos años que no  aparecía un director argentino con una poética propia, algo sin lugar a duda discutible), que no  sienta su ternura ni vea hacia donde llevó toda esa construcción. Sin embargo, no puedo dejar de  ver, en sus gestos de autor, una impostura, un exceso en su persecución de rareza, una poética  del chiste entre amigos, una pretensión de locura. Quizás esté equivocado, o quizás mi visión esté sesgada, lo cierto es que Terminal Young es la única película que vi de la tetralogía del tenis y  no pude sentir otra cosa que un juego frío de autor.

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