Bafici 2023 – Diario de festival: Morir en Ibiza, Fragments of paradise, Can and Me, El caso Padilla

Por Federico Karstulovich

Como casi siempre, sin intención alguna de originalidad, Bafici es correr. El problema es que estamos viejos para andar corriendo a tontas y locas. Ya no tenemos veinte pirulos (escribo esto y siento que ya lo debo haber mencionado en alguna otra cobertura previa, en años anteriores, en los que seguramente también me declaraba viejo o algo por el estilo), por lo que tampoco podemos estar viendo 6 películas por día (me pregunto: cómo hacíamos para estudiar, trabajar y ver seis películas en el medio? Mi-te-rio). Ahora, con suerte, vemos tres y nos quedamos de cama. Y si de cama hablamos, ahí entra a colaborar el Bafici online que puede verse por Vivamos Cultura, una plataforma particularmente anti-intuitiva con la que dan ganas de boxearse, pero que con el tiempo y la costumbre de fracasar, terminamos por amigarnos. Y también vemos algunas otras cosas por la videoteca virtual para la cobertura de prensa. Y así. Curiosamente, mucho de lo que vi en este Bafici tendrá pronto estreno, en una costumbre que a veces no termino de entender (si pasaste tu película en un festival y le fue bien y fue vista por mucho público… es conveniente que estrenes esa misma película un mes después?). Como pueden leer son más las dudas y los paréntesis que las afirmaciones y análisis, así que vayamos a las películas, que, como en las viejas épocas, su cobertura fue pergeñada en cafés, hamburgueserías, pizzerías o cualquier lugar que proveyera cobijo y conexión eléctrica para que la oficina portatil pudiera adaptarse a las necesidades de la ocasión. 

Morir en Ibiza está pensada y dirigida a seis manos. Y eso se nota, pero no inmediatamente, sino por contraste. La historia de amor y amistad en tres tiempos entre varios personajes y varias ciudades es la excusa para que este experimento de aliento rohmeriano (aunque el viejo Eric jamas habría permitido -si estuviera vivo- la violación de las sacrosantas leyes del realismo que aquí se violan con disimulo) avance, inicialmente con varios problemas de fluidez, ya que la película no cesa de caer en reiteraciones varias que generan un lastre que atenta contra cualquier avance vital (algo que en Rohmer siempre funcionó). No obstante, algo mágico sucede a partir de un determinado momento. Y lo que no funcionaba, lo que no cuajaba o lo que se interrumpía sobre la marcha, gracias a un desarrollo espasmódico, comienza a funcionar, comienza a fluir con un cierto grado de libertad y vitalidad. Desde ese momento (no puedo precisar exactamente si es un poco antes o después de la escena de la confesión de la protagonista en la camioneta en donde revela que todo su plan salió mal) la película hace un giro luminoso. Y los personajes comienzan a volverse más queribles. Los acompañamos sin sufrir las idas y vueltas. Y en la circulación de los personajes (que es menos rumiante que en un inicio) es donde nos sentimos más cómodos. Quizás por ese motivo el primer episodio -de los tres veranos que componen la película en su totalidad- se traba en su avance terrestre, mientras que el segundo flota y discurre acuáticamente (no casualmente es un elemento que adquiere mayor presencia) y el tercero se dispersa en el aire, entre canciones y desplazamientos, como si en la película los personajes rejuvenecieran conforme se hacen más viejos. Cuando finaliza Morir en Ibiza nos preguntamos qué extraña magia operó en todo lo que acabamos de ver. El viaje fue largo y no fue fácil. Pero terminamos lanzados de lleno entre esos personajes. El cine también puede vencer prejuicios.

Yo soy un viejo llorón y como me gusta hacer honor a mis credenciales a veces elijo películas que no me agarran con la guardia baja, sino que yo sé que van a lograr bajarme la guardia sin demasiados artilugios, a puro golpe de sinceridad. Y ante la posibilidad de seguir pasándola mal con el terror a horas de que la noche comience a caer en mi Bafici de sábado a las corridas, opté por un director-refugio, uno de esos tipos que uno sabe que elige para sentirse resguardado, cobijado, como si algunas obras y algunas películas inventaran rincones donde poder sentarse, descansar, sentirse con amigos. Si, yo sé que varios de los que vieron Fragments of paradise pueden llegar a pensar, al menos a primera hora, que se trata de un documental relativamente “cuadrado”, “estándar”, “convencional” y varios otros epítetos fáciles. Y también sé que es fácil decirlo porque no se trata de una película de Jonas Mekas sino sobre Jonas Mekas. También, contrario a las primeras expectativas, Fragments of paradise no es un simple greatest hits de la obra de Mekas. En todo caso en este documental hay algo relativamente difícil de hacer: lograr registrar a un creador y su periplo biográfico bajo el espíritu de su propio cine, es decir, hacer una autobiografía en tercera persona, como si se tratara de una invocación del espíritu del cine de Mekas a través de sus propias imágenes encontradas, pero fundamentalmente, a través de la comprensión de la ética mekasiana (o mekiana, como fuera): el registro de los instantes, ya sea momentos de felicidad, infelicidad, diversión, abulia, etc como momentos que conviven en nuestra experiencia vital y que merecen ser contrastados. Como si Mekas en el fondo nos dijera: “vas a atravesar todas y cada una de esas sensaciones de distinto tipo. No las rechaces ni te aferres a ellas, pero permitirles formar parte de tu vida”. Claro está, para quienes desconozcan la obra de Jonas Mekas todo esto puede resonar a una suerte de discursillo banal new age. Pero no hay nada mas lejano en el cine materialista y sensible de JM. Y sobre esa capacidad de registrar el aliento vital es donde se apoya esta película simple y hermosa, que nos dejó llorando a moco tendido a buena parte de los que salimos de la sala Lugones con la sensación de sentirnos mas y menos solos a la vez. Es hora de comer algo y restregarse las lágrimas. 

Al dic siguiente vamos con mi novia a hacer uno de los clásicos recorridos juntos que hacemos en el festival: ir a ver películas sobre cine y música, que en este año tocaron en horas y días complicados para nuestras actividades. No obstante, en este caso, pudimos pegarnos una escapada bajo la lluvia y el frío dominguero que nos tomó de sorpresa. Y en la sala del Multiplex Lavalle vimos Can and Me, un documental más bien académico y ordenado sobre una de las bandas más talentosas e influyentes de los últimos 50 años (hay quienes opinarán que se trata de una de las bandas mas sobrevaloradas, pero no les vamos a dar pelota en este diario festivalero). Ahora bien: cualquiera que se adentre en las procelosas aguas de este documental no se va a encontrar con un compilado de momentos trascendentales, ni con un recorrido didáctico en torno a la evolución de la banda. Muy por el contrario está concentrado en su líder, Irmin Schmidt, uno de los músicos más formados, prolíficos y completos que haya entregado la cultura popular de la segunda parte del siglo XX. Pese a todo, Can and Me se encuentra bien lejos de ser uno de esos clásicos formatos documentales en donde se nos psicopatea con la bravata de “todo tiempo pasado fue mejor”. No, para el líder de la banda todo tiempo pasado fue pasado, la vida prosigue, se produce para estar vivo, y los alcances de una obra rica e inagotable quedan para los especialistas. En este sentido, con su germanidad cargada, lo de  Can and me tiene algo de aliento vital nietzscheano-bergsoniano, como si fuera más importante producir que triunfar y consolidarse. Así las cosas, cuando la película termina, a diferencia de su protagonista, nosotros si podemos mirar el camino dejado atrás y resulta imposible pensar que tan poca gente haya dado cuenta de un trabajo tan excepcional a lo largo de una vida. En su elogio al trabajo, a la rutina y al talento silencioso, Can and me es, también, un cachetazo cultural.

Me queda El caso Padilla. Pero se los cuento en breve.

Continuará…

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