Bafici 2018 – Diario de festival (8)

Por Federico Karstulovich

Pánico y locura las bolas

Por Federico Karstulovich

Me pasa una cosa que, al menos hace dos décadas, no me aquejaba: el festival me cansa luego de algunos días. Me empieza a consumir, a dejar sin energía vital. De a poco comienzan a aparecer los síntomas de alguna gripe incipiente o de algún malestar físico que no tarda en aparecer. Somos varios los que caemos en esa. Críticos y cinéfilos que andan trajinando entre salas solo con un par de cafés encima o una gaseosa y unos bizcochitos. En el medio cruzar la ciudad. Discutir con quienes queremos ya sea por abandonarlos o por arrastrarlos a esta vorágine (créanme que el festival me ha costado varias peleas con distintas personas que me han carcajeado lindo por no saber parar a tiempo). Decía que a los pocos días el festival me cansa. Ya no tengo energía para las fiestas durante esos once benditos días. Por eso, este año mucho más que en otros, amén de las críticas que uno pudiera hacerle al festival en si, la crítica mas fuerte fue hacia mi mismo. Porque sentía que, cumplidos 20 pirulos, el festival no estaba precisamente de festejo (me pareció más bien lo contrario y no necesariamente por una política oficial de austeridad, sino porque el espíritu que percibí en muchos de sus asistentes también estaba algo apagado) y, a decir verdad, yo tenía ganas de venir al cine a festejar. Extrañaba esas funciones que terminaban tarde pero en las que todo era una fiesta. Recordaba las viejas ediciones terminando a cualquier hora de la madrugada, luego de algún musical. Y el presente mustio de películas poco agraciadas (este año no me tomé el trabajo de estudiar el catálogo y asi como con esa lotería de Babilonia me supo ir bien otros años, en 2018 no fue la mejor estrategia, ergo, el azar no acompañó) me pedía desesperadamente algo de alegría.

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Si se trataba de encontrar fiesta, lo que elegí fue el peor de los mundos. ¿Por qué? Básicamente porque me lancé de lleno en una verdadera película de terror. Una real. Hecha de fragmentos encontrados en youtube. Sin demasiado trabajo detrás, más bien una película hecha casi con un programa de acumulación de videos, pero bueno, ese no era el fuerte sino los videos en sí. La cuestión es que cualquier cosa menos fiesta había en The pain of others, que es una película sobre una enfermedad terrible, cuyo origen y explicación no tiene respuesta, que a su vez podría ser tanto una enfermedad psicosomática como un producto de un ataque bioquímico. Sea cual fuera el caso, estamos ante una verdadera película de horror real ya que los testimonios de los pacientes que la sufren (testimonios subidos a youtube a modo de confesionario que nada tiene que envidiarle a los de Gran Hermano) son una progresión hacia la locura, la desesperación, hacia el angustiante sentimiento de sentirte en la más profunda de las miserias, que es la de la soledad y la incomprensión de parte del mundo circundante. Quizás eso es el componente más terrorífico de lo que se cuenta. No tanto el efecto en el aparato nervioso de una enfermedad como la que protagoniza la película (conocida con el nombre de enfermedad de Morgellons), que hace que los pacientes sientan tener un organismo vivo que se mueve y se desliza debajo de su piel, como si tuvieran una suerte de inoculación alienígena en su propio cuerpo (una entidad viva de la que no se pueden deshacer), sino por los devastadores efectos que genera.

En su momento entramos con mi novia a ver esta película, que debió romper el récord de abandonos de la sala (fácilmente la deben haber abandonado unas 80 a 90 personas, con unos 7 ó 10 sobrevivientes como máximo) en ese día lluvioso en el Village Recoleta, y pese a que nos quisimos ir algo nos resultaba particularmente atractivo de ese mundo de desquiciados que iban cayendo cada vez más rápido y de manera violenta en esa espiral de locura de grupos de autoayuda y apoyo mutuo frente a un enemigo invisible. Cuando terminó la película nos quedó el tema en la cabeza pero la fiesta estaba cada vez más lejos.

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Hablando con otros redactores de la revista veía que cada uno de ellos había hecho su trabajo de revisar la grilla para asistir a algunos de los must de ese día. Pero a mi no me gustaba la idea. No quería correr. No quería sufrir el miedo, el pánico de “uy, no conseguí entradas para nada!”. Luego de la película de las enfermedades quería un refugio, un lugar en el que el cine me cuidara. Y además necesitaba una sala más amigable y cuidadosa que las del complejo de cines en plena calle Vicente Lopez. Por eso la opción ideal era lo único que el festival entregaba y que se pareciera a una fiesta. Si, ya sé que podía verla todos los días, que podía verla en cable o en el medio que se me cantara. Pero ese día, en ese momento, la fiesta estaba ahí. Y en la sala éramos no más de 50. Pero fiesta hubo. Porque las fiestas se hacen con amigos. Y esa noche nos reencontramos con los amigos de la pantalla en El mundo según Wayne, que es una de esas verdaderas películas refugio (si no saben de qué se trata pongan esa palabra en el buscador de la revista y eso los llevará a un hermoso dossier que hicimos en 2017) que te salvan de todos los males del mundo, que te devuelven la fe en la amistad, en la camaradería, en un cine que se experimenta con el estómago feliz y con la espalda contenta.

Nos fuimos con papas fritas, con algunas cosas más para comer y nos tiramos como dos nenes (en su momento de estreno yo tenía 11 años y recién la pude ver más tarde, pero nunca en cine…hasta esta noche). Nos reimos de los chistes sofisticados que anticipaban a la NCA que brotaría varios años después pero también disfrutamos de esa idea que uno no debería abandonar cuando asiste a un festival: si hay festival es porque hay festejo, si hay festejo es porque hay regocijo, si hay regocijo es porque hay algo que nos provoca y nos provee felicidad. Y si lo que nos provee felicidad es eso que podemos ver todos los días pero de una manera distinta, entonces el festejo está ahí y no en las obligaciones de una agenda por ver “lo que pasó por XYZ festival del año anterior”.

Las fiestas, cuando son con amigos, tienen eso: son un verdadero antídoto contra las poses, contra las obligaciones (que pueden suspenderse unas horas, no necesariamente anularse: no estamos diciendo que haya que cagarse en todo, sino relajarse, permitirse dar volantazos) y en ese disfrute se recupera el aliento vital. No casualmente, luego de esa función, logré reponerme de esa incipiente gripe, de ese chucho de frío que iba a convertirse en resfrío. Volvimos a casa tarde. Nadie se enfermó. La felicidad y las fiestas hacen esas cosas. Y la locura y el pánico, cuando hay felicidad, puede irse bien a la mierda.

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