#PostBafici 2018 – (9): Blue my Mind

Por Federico Karstulovich

Blue my Mind
Suiza, 2017, 97′
Dirigida por Lisa Brühlmann
Con Luna Wedler, Zoë Pastelle Holthuizen, Nicola Perot, Regula Grauwiller, Georg Scharegg

Quisiera ser parte

Por Federico Karstulovich

En el vasto y ancho mundo de esa suerte de subgénero llamado coming of age, la infancia y la adolescencia suelen llevarse la mayor parte de los créditos. Y lo hacen, fundamentalmente, porque ambas etapas son percibidas como las etapas de cambio y maduración por excelencia. Por todo lo anterior, para un género que precisa de cambios, maduración y adultez, no parece posible encontrar mejor etapa. No obstante podemos llegar a hallar casos en donde ese salto, esa maduración (que a veces funciona y a veces no) es capaz de llegar incluso a mayores de edad ya bastante grandotes y boludos. La idea de maduración, por lo tanto, nos habla más de un cambio mental que de un momento específico y vital.

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A su vez, esa bendita maduración no precisa de grandes movimientos. A veces, apenas, se trata de un breve corrimiento, de salirse de un lugar establecido. En otros casos, en cambio, el salto es explícito, extremo, por lo que algo traumático acompaña el proceso.
La pregunta sobre este subgénero en cuestión cabe perfectamente en la cabeza de Lisa Brühlmann, directora de Blue my Mind, quien debe haberse preguntado cómo se podía retornar al relato de un tipo de narración quizás algo remanida hoy en día. Y frente a las preguntas posibles parece haber jugado todas las cartas a mano: no solo estamos ante un coming of age tradicional con adolescente que busca entender su lugar en el mundo recién llegada a un lugar que desconoce, sino que la película adopta una voluntad, que es la peligrosa tentativa de literalizar ese cambio. Ese juego, que puede salir muy bien o muy mal, es el que hace que la película avance con una claridad meridiana, sin concentrarse en el valor de la metáfora presunta.

En alguna medida, el valor del fantástico como género es lo que da a la película el combustible necesario para que la metáfora no sea tosca y burda y, contrariamente, se convierta en una pieza oscilante. Entre la necesidad de dar cuenta de la urgencia de un mundo adolescente en donde los personajes no quieren ser parias de un mundo que no hace más que clasificarlos, por un lado, y el juego del fantástico que busca romper con las coordenadas del realismo hasta hacerlo estallar, Blue my Mind demuestra saber elegir sus enemigos. Y acaso el asunto salga bien porque la película se instala, reside en el intersticio entre el drama familiar y la  tragedia biológica que va experimentando su protagonista. Pero esa oscilación no solo no se hace notar sino que forma parte de la misma cosa, como si no se produjera un corte entre ambas posibilidades de mundo.

 

Pero el salto más fuerte y palpable no sucede hasta bien avanzada la película, cuando esos extremos van estrechándose más hasta convertirse en una misma cosa. En ese momento, la literalidad del cambio se apodera y nos metemos de lleno en las reglas del fantástico, porque no atestiguamos otra cosa que SPOILER el nacimiento de una sirena, pero desde una perspectiva invertida. Ese proceso de cambio, esa mutación, es tratada en la película con la minuciosidad y el horror dignos de La mosca (David Cronenberg, 1986), pero con un tono que jamás se vale de las coordenadas del terror. De ahí que toda la transformación que la película presenta hable menos de una lectura asimilable a los clásicos relatos de adaptación y cambio. Lo que nos hace dar cuenta, en definitiva, que el proceso fue a la inversa del estipulado: no estábamos adentro de una coming of age sino que ese subgénero estaba dinamitando al fantástico que a la vez estaba dinamitando al primero. Ese sistema de dinamitaciones mutuas hace que, paradójicamente, ambas posibilidades convivan. Y por eso la metáfora no se instale a la vez que el fantástico no desarticule el drama. El resultado de tamaña combinación nos deja perplejos y lo suficientemente confundidos como para entender que acabamos de experimentar un hiato narrativo. Ese hiato, ese espacio irresuelto, es el que germina en nuestra cabeza, que busca aprendizajes, señales, cambios. Pero que, lo más seguro que tiene a mano es una historia sin moraleja sobre una adolescente que quería sentirse menos sola. Y que en el medio terminó convertida en algo que no habrá hecho más que condenarla.

 

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