Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Por Mariano Bizzio

México, 2022, 174′
Dirigida por Alejandro González Iñárritu
Con Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Leonardo Alonso, Andrés Almeida, Ximena Lamadrid, Ruben Zamora, Fabiola Guajardo, Omar Leyva, Grantham Coleman, Mar Carrera, Edison Ruíz, Francisco Rubio, Grace Shen, Donagh Gordon, Daniel Damuzi, Misha Arias De La Cantolla, Clementina Guadarrama, Arturo Valdemar, Hugo Albores, David Blanco, Camila Flamenco, Jorge Gidi, Armando Comonfort Santiago, Alex Guevara, María Coba

Contra lo imposible

A veces hay que jugar de contragolpe, a contrapelo, a contrapié. Dependiendo del deporte que se juegue (porque el pensamiento también precisa que juguemos), es importante no oxidarse, no quedarse en lugares cómodos, confortablemente aturdidos por consenso, que elogioso o no es consenso al final de cuentas. De ahí que resulte conveniente siempre preguntarse por los pies, por dónde se está parado, sentado, acostado. O en la pose que fuera. El asunto es que el pensamiento no se parezca a una pose, porque se puede correr el riesgo de convertirse, como indica el refrán indio, en aquello que estamos señalando.

Bardo, falsa de crónica de unas cuantas verdades (pequeño descargo: es necesario tener estos nombre kilométricos, Alejandro?) es una película horrible y publicitaria, que mezcla tanto de Jodorowsky como de Malick con Fellini, pero digeridos luego de haber pasado por una freidora industrial, de esas que densifican la grasa hasta puntos irrespirables. Pero decir esto es fácil: tiene mucho de comodidad, de pose y de “el que sigue”. Pero huelga decir que resulta más interesante pensar a este espanto de Iñarritu como su película más sincera (algo que puede ser leído también como un gesto cínico). Mucho más cerca de ser la versión del director de La casa de Jack (Lars Von Trier, 2018) o de Big Eyes (Tim Burton, 2014), es decir: más cerca de la experiencia narcisista-confesional que del gesto canchero. Más cerca del límite de los recursos, de la revelación de las imposibilidades que de la autoindulgencia gratuita (aunque eso siempre está en Iñarritu).

Bardo, falsa de crónica de unas cuantas verdades despliega una cantidad de recursos que en cualquier otro contexto podrían funcionar narrativamente, generándonos alguna clase de trabajo, pero aquí el director de Amores Perros opta por la comida pre-digerida, por la cancelación de las formas elusivas de representación. Y lo que despliega, bien por el contrario, es la más explícita literalidad. Cercano al Eliseo Subiela de El lado oscuro del corazón, lo que propone la película es un viaje por la redundancia y la iconicidad, como si los recursos expresivos no sirvieran más que para subrayar lo dicho previamente. En este sentido es clave el diálogo entre el protagonista (alter ego inevitable de Iñarritu interpretado por Daniel Gomenez Cacho) y su viejo amigo, que lo acusa de ser un documentalista pretencioso, plagado de artificios, solemne, vacío, narcisista hasta el límite. Si, es inevitable leer esto menos como una autocrítica real y posible en el director hacia sí mismo y hacia su propia obra y más un gesto. Es interesante porque en ese gesto está la contraparte perfecta del despliegue de recursos virtuosos, que exhibición mediante, buscan convencernos de una cosa: nada es imposible y todo puede representarse.

La contradicción entre representar casi cualquier cosa que el director desee y avergonzarse y verbalizar esas limitaciones no resulta menor: Bardo, falsa de crónica de unas cuantas verdades, es, en buena medida, un paredón contra el cual golpearse. No sólo los espectadores (la película reinventa el sopor cinematográfico), sino que se trata de un paredón para cualquier tentativa futura de continuidad en el cine de Iñarritu. De esta manera, asi como expresa una sucesión inagotable de statements sobre cuanto tema se nos ocurra (vida, muerte, matrimonio, paternidad, trabajo, creación artística, ego, relaciones culturales, imperialismo, nacionalismo, abusos de poder de parte del estado and so on, como diría Slavov Zizek), también hay algo de grito desesperado en la exuberancia de recursos, de voces, de cosas, de imágenes atravesadas por la publicidad mala y el surrealismo de cotillón. Como si en esta película el director hubiera necesitado vaciarse de toda su obra previa, como si tuviera que exorcizar su cine de tanta porquería trascendente junta logrando su película más insoportable pero a la vez la más sincera en ese movimiento fatal y circular.

Hacia el final, cerrando el relato simétricamente, Iñarritu cierra con la promesa del inicio. Pero nosotros sospechamos algo distinto: es posible que luego de Bardo, falsa de crónica de unas cuantas verdades, el director comience a evaluar una posibilidad: comenzar una carrera en el cine y, quizás, si dios quiere, tener una obra.

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