Un bello sol interior

Por Sebastián Rosal

Un bello sol interior (Un beau soleil interieur)
Francia, 2017, 95′
Dirigida por Claire Denis
Con Juliette Binoche, Xavier Beauvois, Nicolas Duvauchelle, Gerard Depardieu,

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Por Sebastián Rosal

 

El ámbito es el de la burguesía parisina, tan chic, tan rive gauche, tan lista siempre para disfrutar de los placeres del arte o de un fin de semana a plainaire; en definitiva, ese mundo que los franceses han sabido retratar desde siempre, tan natural al cine, casi su señal de identidad desde los hermanos Lumière (burgueses de la alta burguesía ellos) para acá. En el centro de ese universo, Isabelle. Plantada en sus 50, artista reconocida, tan bella que duele, una buena porción de sus días parecieran transcurrir sin demasiados sobresaltos visibles, pero su vida sentimental es otra cosa. Isabelle vive a la búsqueda del amor perfecto, ese que no encontró en su ex esposo y padre de su hija y que ahora espera hallar casi desesperadamente en toda una sucesión de amantes ocasionales, aventuras fugaces a su pesar, en las que deja el cuerpo y el alma y que parecen conducir todas inevitablemente al desastre. Nada nuevo pareciera asomar entonces en esta historia en la que quien anda dando vueltas es el dios del amor y la seducción, ese dios que está en todos lados pero atiende en París, como lo demuestran, entre otros, los Fragmentos de un discurso amoroso, el celebérrimo texto de Roland Barthes del que la película vendría a ser una suerte de versión libre y a los que como ningún otro cineasta Claire Denis estaba en condiciones de llevar a la pantalla. Es que pocos directores como ella han hecho del cuerpo la materia prima esencial de su cine, su vértice y su roca fundante. Desde los cuerpos en tensión permanente de los soldados en Bella tarea (2000) o de los (post) colonizadores y colonizados en Material blanco (2009) pasando por los de esa extraña y entrañable comunidad afectiva de 35 Rhums (2008) o los amantes furtivos y arrebatados de Viernes noche (2002), la francesa siempre encuentra en la materia corpórea su condición granítica e inaugural, el vehículo a través del cual el deseo, el otro vector decisivo de su obra, entra en circulación y se canaliza. Cuando en la primera escena de Un bello sol interior una serie de primeros planos la muestren a Isabelle desnuda y boca arriba en la cama junto a su hombre de turno en una especie de limbo iniciático, esa serie de signos familiares que atraviesan de punta a punta la obra de la francesa vuelven a activarse para establecer un mundo tan personal como reconocible.

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Sin embargo, algo se amplía, se expande, se desprende novedoso dentro de esas coordenadas familiares. Un bienvenido humor asoma en cada uno de los periplos de la cruzada de Isabelle, en toda esa serie de aventuras con señores poco más jóvenes o más maduros, según el caso, pero siempre con un comportamiento tan cambiante, tan impredecible, que los pone a la altura de cualquier estereotipo de adolescente. Denis entiende con total claridad que estar enamorado constituye un estado único, y que el tránsito por esa vivencia (que se impregna como una droga, como un designio fatal, como un estado de efervescencia continua, un poco desquiciada), lleva consigo la semilla de lo risueño, expresada aquí si no en la erupción de una risa, al menos en un rictus que se insinúa tenue, casi pudoroso. Esa comicidad leve pero sostenida se despliega en un relato que remite a la comedia romántica clásica pero que desdeña sus formas, para recalar en una serie de estallidos fragmentarios, elípticos, marcados al ritmo de los designios del amor, de sus avances y reflujos. Es que un enamorado por definición suspende los relojes, y la burocrática sucesión de días, horas y minutos es reemplazada por una versión alternativa del tiempo, medida según los ritmos que establece un gesto, una palabra o un silencio del ser amado reverberando en cada rincón del propio cuerpo, según la angustia de la espera en los intervalos entre una llamada y la siguiente. Excluido del tiempo y del mundanal ruido, al mismo tiempo nublado e iluminado, el enamorado no narra, apenas puede articular un discurso que inevitablemente deviene arrebatado, ígneo, cerrado en sí mismo.

Hace poco discutía con un colega a propósito de otra película. En algún momento de esa polémica, soltó una frase tan precisa como contundente: “nunca creo que la interpretación sea lo importante en una película. Al contrario”. El asunto no prosiguió más allá (ese aspecto fue lateral a nuestra discusión), y tampoco tengo muy en claro si mi colega firmaría en cualquier ocasión y a pie y juntillas esa sentencia, pero me tomo de ella para expandir un poco esa idea. En principio, para decir que la entiendo perfectamente. Los críticos de cine solemos tener todas una desconfianza innata frente a la actuación, ese lastre molesto hijo del teatro, con su inclinación recurrente a la declamación, al subrayado y al lucimiento prepotente e invasivo. Para la crítica, los actores solo suelen aparecer como objeto de denostación y de escarnio. Sin embargo aquí se hace difícil concebir la película sin la presencia de Juliette Binoche y sus mil caras: ya sea arrebatada o angustiada, feliz o desesperada, según el caso; o arrastrada sin respiro al cauce vertiginoso del amor, mientras intenta convertir el engaño en esperanza, mientras busca la cura en el mismo pozo del que provino el dolor. Mintiendo que no y jurando que sí, su trabajo en Un bello sol interior es también el racconto de las capacidades de una actriz superlativa en pleno dominio de su oficio. Lo notable es que su tour de force se despliega en estallidos violentos o cómicos según el caso, pero se ilumina en toda esa serie de gestos mínimos, concentrados, en los que es posible suponer emociones exuberantes escondidas detrás de una leve contracción en la comisura de los labios, en una mano que aprieta con una intensidad apenas imperceptiblemente mayor su propia rodilla o en la mirada que se desvía una fracción de segundo porque el amor, en ese preciso instante, está quemando hasta doler y no se puede enfrentar al ser amado cara a cara todo el tiempo.

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A la feliz alianza entre la directora y la actriz hay que sumarle la aparición en el final de la figura de Gerard Depardieu, con su personaje un poco adivino, un poco psicólogo a la carte, un poco esotérico y siempre tangencialmente cómico. No es nada fácil hacer entrar a un tótem del tamaño del francés con la ligereza con la que lo hace Denis, engarzar con tanta fluidez la charla entre Isabelle y uno de sus amantes con la que está teniendo el personaje de Depardieu dentro de un auto con una mujer: apenas un continuum musical, un movimiento sosegado de la cámara, una penumbra al interior del vehículo. La charla final entre ambos, en la que ella muestra muchos de sus miedos apenas insinuados y muchas de sus fantasías sutilmente expuestas, no es más que el corolario de un juego en el que el amor tal vez fue solo la excusa para celebrar esa gracia leve a la que el cine puede acceder. De una escena a otra, lo que se manifiesta es tanto el amor en sus miles de designios inaprensibles como las formas únicas de un arte que es capaz de solapar sobre el monótono devenir del mundo el fulgor y la elegancia de un momento singular.

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