Crónicas canninas (12)
Por Fernando E. Juan Lima
Algún lector, por las redes sociales, se quejó porque, a su entender, en la entrega diaria de ayer estaba más lacónico que de costumbre. Tiene razón. Es que hay algo que pasa con todos los festivales y que, según mi tesis, aumenta en el caso de que éste se lleve a cabo en un lugar de veraneo fuera de temporada: por floja que sea la muestra, por mucho que queramos retornar a casa, el bajón del final es inevitable. El hecho de venir cada año a Cannes (esta ha sido la novena vez seguida, al festival) puntúa, marca un hito en el año. Las cosas pasan antes o después del festival. Su finalización no sólo implica volver al cotidiano trabajo, sino que evidencia el paso del tiempo y nos recuerda que todo termina.
Perdón, no es la intención ponerse triste y melancólico, pero esto sucede así. Siempre. Entiendo que eso no solamente puede incidir en la apreciación de una película (no en vano todas se matan por estar en los primeros días de la muestra), sino que se nota en las salas, en las calles. De por sí, los días fuertes del Mercado terminan el miércoles (esto es, cumplida una semana del arranque) y a medida que se acerca el domingo todo parece más calmado, más tranquilo, más apagado. Impresiona ver los bares y restaurantes de la zona cercana al Palacio del Festival casi tan llenos como la semana anterior pero mucho menos ruidosos. El ánimo es distinto. Y creo no mentir si digo que no es algo personal o subjetivo. O sí, lo es, pero nos pasa a todos al mismo tiempo.
En fin, que valga la aclaración en el contexto de este diario personal y vayamos al día de la despedida; aquel en el que vemos las proyecciones de cierre y en el que intentamos enganchar alguna película recomendada que nos hemos perdido.
La película de cierre de la Selección Oficial fue Based on a true story, de Roman Polanski. Una película menor de quien en el último tiempo había cumplido con creces en El escritor oculto (2010) y nos había decepcionado con Un dios salvaje (2011). En este caso hablamos nuevamente de otra película que juega con los dobles (en la Competencia L’amant double, de Francois Ozon, es la que más explotó el tema) y las posibles abducciones o suplantaciones de identidad. Una escritora que se hace recontra-famosa con una novela autobiográfica y una admiradora (que dice ser ghost writer) que le va copando la vida al punto de dialogar con Misery (Rob Reiner, 1990). Todo es demasiado expreso y exagerado (pero claro, al lado de la de Ozon, es sutil). Si así y todo la película se deja ver con cierto placer es por el ánimo lúdico, juguetón, y porque las dos chicas son Emmanuelle Seigner y Eva Green.
Posoki (Directions), de Stephan Komendarev, presentada en Un certain regard, es otra película que, por derecho propio, podría formar parte de la sección “qué mal la estamos pasando en…” a la que hacíamos referencia nomás ayer. Así y todo, el film, construido a través de sucesivos viajes en taxi, interesa en cuanto nos permite descubrir un mundo que conocemos poco, como es el de Bulgaria en la actualidad. Un poquito de bajada de línea, pero nada que no se pueda tolerar.
Estamos llegando al fin y queda claro que lo mejor del festival estuvo en la sección paralela Quinzaine des réalisateurs. Así si bien el western crepuscular, la historia de un vaquero cuya vida son los rodeos y por un accidente no puede seguir con esa actividad de The rider, de Chloé Zhao, nos parece un golpe un poco por debajo del cinturón (con amigo cuadripléjico dando lecciones de vida y todo), la sección nos depara un doble final muy distinto pero igualmente positivo.
Por una parte, la italiana A ciambra, de Jonas Carpignano logra meterse en el mundo de una familia gitana de una manera que llama la atención. Valiéndose de la familia Amato, el componente documental de la vida al margen de la ley y en la pobreza (con el único y peligroso peligro de la mafia) intriga e inquieta. Pero Carpignano no se queda ahí, ya que el componente de ficción, la deriva que tiene que ver con una historia de amistad, con un drama familiar y de crecimiento, funciona -en términos generales- de manera muy eficaz y potente. Sobre el final hay algún subrayado que tiene que ver, posiblemente, en la necesidad de recalcar el carácter ficcional del film. Pero es tanto el encanto del adolescente que protagoniza la trama (Pío Amato), tan entrañable la relación que traba con el africano Ayiva (Koudous Seihon), tan embriagadora la sensación de estar por un momento espiando esa comunidad, que le perdonamos, con razón, las posibles concesiones.
Por la otra, el cierre de la querida Quincena: ¿Qué mejor para el final que una hermosa y rosada torta de merengue teñido para comer o tirársela en la cara sin culpas? Patti Cakes, es el primer largometraje de Geremy Jasper, que viene del mundo de los clips musicales. Estamos en New jersey y las tres generaciones de las mujeres Dombrowski son de temer. La protagonista, Patti (la australiana Danielle Macdonald) es una chica cuyo sueño es triunfar en el mundo del rap. Su abuela la apoya y es su compinche, pero con su madre, que también ha sabido ser cantante y sigue despuntando el vicio en algún karaoke (en los ochentas llegó a grabar un long play), tiene una relación de celos y competencia. Historia, a su manera, también de crecimiento, el juego entre los distintos ritmos musicales y el desenfado con el que se mezclan cuestiones raciales, sexuales y de peso (la protagonista, como su madre, tiene un tamaño que excede a lo usualmente bien visto, lo que da lugar a su apodo “Dumbo Dombrowski”) es tan incorrecto como divertido. Mucho humor, buenos temas musicales y final feliz para salir coreando y bailando de la sala. Un subidón para el último día.
Y nos vamos así, de buen humor. Con el gusto del deber cumplido. El año que viene (décima vez por aquí… esperemos…) la seguiremos en Perro Blanco con todos Uds.
¡A seguirnos! Posiblemente alguna vez los defraudaremos. Pero somos tan encantadores…
