Casa Coraggio

Por Federico Karstulovich

Casa Coraggio
Argentina, 2017, 89′
Dirigida por Baltazar Tokman
Con Sofía Urosevich, Alejandro Urosevich, Cristian Verga, Marcela Bea, Miel Bargman, Nilda Coraggio

El abrazo del oso pudoroso

Por Sebastián Rosal

Una sensación extraña genera la película de Baltazar Tokman. No tanto por esa zona tan híbrida como fecunda entre la ficción y el documental en la que Casa Coraggio se instala, sino por la manera de abordar esa oscilación. Planteada de manera algo torpe al comienzo (hay métodos mucho más elegantes que aclarar con una placa inicial que Sofía y Alejandro, la hija y el padre protagonistas, van a “actuar” de ellos mismos en la película: están muchas de las películas de Kiarostami para dar un mejor ejemplo en ese sentido) y resuelta luego de mejor o peor manera según el caso, la película de Tokman se introduce de lleno en un terreno siempre ríspido como es el de la muerte para convertirla en el motor que dinamiza las acciones, pero haciéndolo de una manera inusual, ya no como trauma del pasado, sombra angustiante en el presente o amenaza futura, sino como modo, literalmente, de ganarse la vida. Es que los Coraggio fundaron y aun administran la empresa funeraria que da nombre a la película, por la que han pasado la mayoría de los muertos del último siglo en Los Toldos, la pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires a la que Sofía retorna en un verano cualquiera, para pasar las fiestas con sus familiares y amigos. Como en Ana y los otros, el primer largometraje de Celina Murga, aquí también todo se teje alrededor del retorno de una mujer joven desde la gran ciudad a su mundo del interior (Paraná en aquel caso), y por ende con un universo propio alguna vez dejado atrás: en todo caso la asunción por parte de ambas de que en ese tránsito lo que termina asomando es el reencuentro con uno mismo.

Sin embargo, hay algo que diferencia a las dos películas. Mientras la Ana de Murga retornaba con el propósito más o menos explícito del reencuentro con un viejo amor, y aquello servía de disparador para volver a poner en funcionamiento todo un entramado afectivo más amplio, en Casa Coraggio es Sofía, la luminosa y principal protagonista y el punto de vista de la película, quien se verá introducida progresivamente en la dinámica de la empresa familiar, involucrándose de a poco en su funcionamiento, menos por un exigido mandato irrevocable que como forma de tejer una identidad propia probablemente relegada durante los años en Buenos Aires. Así es que la muerte se convierte para Sofía, de manera paradójica, en el elemento que propiciará nuevas relaciones vitales y en un conjuro con el cual volver a establecer un lugar de identidad en el mundo. En todo caso, la vuelta a un hogar, a una familia, a unos amigos. Al amor incipiente incluso, como el que tímidamente empieza a establecer con el nuevo empleado de la funeraria.

El reciente estreno (casi en paralelo) de Sieranevada, la notable obra del rumano Cristi Puiu, sirvió de base para que acertadamente los críticos mencionaran de qué manera se evade allí la trampa del costumbrismo, ese canto de sirena que acecha cada vez que la institución familiar toma el centro de la escena, con sus rutinas, sus discusiones, sus mezquindades y amores perpetuos y su casi inevitable demagogia. Notoriamente menos obsesiva que la rumana, en modo alguno coreográfica como aquella, sin embargo también en Casa Coraggio se comprende que el costumbrismo es siempre una forma en la que se corporiza un tono, que aquí es evadido a fuerza de ligereza en las imágenes y de una cámara que se mueve fluidamente en los ambientes y entre los personajes. Para diluir la posible asfixia del microcosmos familiar la película elige ramificarse entre las salidas de Sofía con los amigos y los partidos de futbol del sobrino pequeño, así como ahondar en los vericuetos de la historia familiar (es notable en ese sentido la abuela de Sofía, encargada de conservar la memoria de los Coraggio) o en las discusiones sobre la renovación de la flota de coches fúnebres. Tampoco se priva de sus dosis de humor ni de sus amaneceres luminosos, ni de esos ligeros diálogos que no dejan de sugerir una cierta sensación de improvisación.

No obstante, también es cierto que en más de un momento Tokman sigue el manual de procedimientos por demás probado en el nuevo cine argentino, y que eso lo hace transitar por caminos previsibles. No falta la banda de sonido extemporánea y un tanto forzada a base de esas, ya, un tanto fatigadas canciones de cintura anoréxica, ni ciertas situaciones ficcionales a las que se les ven en exceso los hilos, ninguna más ejemplar que el plano final y su fallida voluntad conclusiva. Claramente la película gana cuando aminora la marcha, cuando deja fluir esos momentos de intimidad, en los gestos mínimos de una charla entre mujeres viendo algún viejo video familiar o en la delicada manera con la que Alejandro, el corazón de la empresa, prepara los servicios. En ese sentido, Casa Coraggio no deja de ser representativa de una deuda importante y nunca del todo saldada del cine argentino independiente actual con la ficción. El pudor está de moda, y su onda expansiva se esparce por todos los rincones. Pero así como en el documental siempre es bienvenido, por ser un reaseguro de la distancia mínima indispensable entre la cámara y sus personajes, o un modo de reducción al mínimo al momento de entrometerse en ese flujo enigmático llamado vida, también es palpable que en la ficción pareciera funcionar como dique de contención de energías, como un corset que funde en un abrazo de oso asfixiante al propio cine con esa misma realidad que le sirve de referente, hasta obstruir las alas de la imaginación, del desborde o la sorpresa. Como si, finalmente, cualquier decisión ostensible y externa sobre el curso de las cosas tuviera que ser también obligatoriamente arbitraria, o injustificada. Hay un evidente temor general frente al riesgo, y en ese vaivén (esa confusión) entre pudor y timidez Casa Coraggio encuentra sus fortalezas y debilidades.

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