Bafici 19 – Diario de festival (1)

Por Federico Karstulovich

Dos días en la vida 

Por Federico Kasrtulovich

Comer. Correr. Cagar. Coger. Dormir. La regla de las 4 C y la D se pone en crisis con cada Bafici nuevo. Se duerme poco, se caga otro tanto, se come menos, se coge cómo se puede, se corre mucho.

Que “el 40% del Bafici ya está online en plataformas ilegales”, que “es un festival vaciado y con escaso presupuesto”, que “no tiene estrellas como en otras ocasiones”. El homo festivalius es un rompepelotas profesional. Pero quizás esté en lo cierto. El asunto es que no nos vamos a ocupar de eso mientras 4C y 1D. Bastante tenemos con sobrevivir otro festival más y van…(en mi caso es el Bafici 18 que sobrevivo y el 17mo como acreditado de prensa).

El primer día es funesto: inicio de Bafici con calor, con sueño, con día largo y extenuante. Pero con Hong todo puede cambiar. Yourself and yours y el acto de fe me lleva a pensar que un director coreano al que amo puede más que mi fisiología. Parece que gana y se impone. Pero no: cabeceo 658 veces, creo mi propia versión en mi cabeza (que dura unos 7′ perfectos), me duermo sobre mi campera, babeo sobre mi propio brazo y cuando la gente aplaude yo me uno con la impunidad de los créditos finales. Reconozco a algunos alumnos que charlan sobre la película y sobre la conexión inevitable Rohmer-Hong. Pero estoy demasiado dormido y babeado como para quedarme a tollearles la conversación.

Comenzar un Bafici tan tarde y luego de tu día más largo de la semana es un peligro. Comer milanesas de soja. Despertarse vestido. Despertarse con la gata sobre tu cara. Dar clases a primera hora del día. No desayuno nada. Salgo de la clase. Desayuno raquítico en McDonalds y ya es mediodía. Corro para no perderme una de las funciones de prensa. Y me la pierdo igual.

Va a ser una conducta que se va a repetir. Por eso habrá que hacer caso a los trucos que el bajo mundo recomienda para ingresar a las salas cuando los pasantes no te dejan entrar a una sala superados los cinco minutos. Pero no hoy. Hoy me recato y voy a la función de prensa de una cosa rarísima llamada The intestine que nada tiene que envidiarle a David Lynch. Comienza con una premisa verosímil (chica conoce chico, toman tragos, cae en la casa del segundo y se queda a dormir), pero lo que mejora todo es su deriva imprevisible, que mezcla cosas de Polanski con un clima de pesadilla urbana (registrado con una luz naturalista que incomoda al ojo en todos los planos) como si algo del año indie yanqui abúlico mumblecore hubiera absorbido fluidos del mundo de los sueños y se hubiera encontrado en la esquina improbable que reúne a un monstruo con cabeza de Lynch y cuerpo de Antonioni.

Búsquenla porque vale la incomodidad, porque penetra en la experiencia cotidiana y fundamenta una idea perturbadora: siempre somos otro a la espera de abandonar nuestra vida. Toda identidad es falsa y provisoria.

Salí con hambre. Y sin mucho tiempo. Sabían que los complejos vitamínicos y la fruta son buenos compañeros para un crítico en apuros que no quiere enfermarse en pleno cambio de clima y con una alergia galopante? Bueno, no tenía nada de eso el viernes 21/4, así que solo fueron tres medialunas. Miento. Un sandwich del día con un pollo inmundo y helado. Luego dos medialunas y café.

La vendedora de fósforos tiene un comienzo luminoso, que por un lado recuerda al Matías Piñeiro de Viola pero también al mismo Moguillansky, en su costado más juguetón, en su rol cinético-fílico a la vez: como en Castro (su película más veloz e injustamente castigada) la última película de AM ama el movimiento por sobre todas las cosas, pero también el baile con las palabras, a las que hace intercambiar como si el asunto se tratara de un juego del lenguaje de los hermanos Marx. En efecto, si ponemos atención, el principio de circulación del dinero, de la palabra (la mentira y la fabulación especialmente: ahí está acechando Rivette) y de los objetos es central en el cine de Moguillansky (como también del cine de Piñeiro, por eso la comparación no es ociosa). Y esa lógica circulante, sabe AM, es la lógica del capital. Por eso (como no lo fue la poco lograda Reimon (Rodrigo Moreno, 2016)) las relaciones cruzadas que vemos en LVF tienen un sustrato, un componente anacrónico del viejo y querido discurso de la lucha de clases. De ahí que el trabajo y las diversas formas de explotación sean el móvil para que el mundo del film avance. Pero si solo fuera eso apenas estaríamos frente a una cuarta parte de lo que más interesa. En todo caso el gran placer que proporciona LVF es el de confiar en la palabra como guía, como acto de encantamiento. Que la pareja protagónica tenga una hija, que vivan una vida de apuros económicos, que vivan en un país signado por los conflictos sindicales y algún eventual paro (lo curioso es que la película da señales de desarrollarse en 2015 pero uno tiene la percepción-sospecha que el horizonte con el cual dialoga es el de 2016) no quita la potencia de suspender la incredulidad frente al relato. Por eso lo que se produce a lo largo de todo el metraje es una escucha y un habla sutil que logra hilar los componentes del mundo real y del registro documental de los ensayos. La libertad que la película ostenta es la que le permite entrar y salir airosa de los diversos registros y moverse con soltura, como si el espacio de circulación de los personajes en la ciudad fueran parte de un gran tablero de juegos al estilo de Pont du nord (Jacques Rivette, 1982). No obstante ese clima de juego es atentado por la necesidad imperativa de bajar una suerte de línea ideológica que uno puede sospechar pero que la película no precisaba. Es en ese momento de hastío y autoboicot cuando llega la nobleza de las líneas finales, referidas al arte de vanguardia: creían ser provocadores, pero estaban más cerca de ser niños jugando.

Algo de eso es lo que permite salir de la película como si fuéramos globos aerostáticos: hay más política en el juego que en los gestos fechados. Por suerte la película queda a salvo de su potencial demagogia. Y eso la resguarda con amor de cualquier operativa que quiera hacerse de ella. Es honesta intelectualmente. Y eso la hace sensible.

Salgo del cine para ir a la radio. El viernes retomamos el programa con mi amigo Fernando Juan Lima. Las cosas comienzan a ponerse en su lugar. El segundo día logra su cometido. A la noche, por primera vez en 48hs, descanso feliz.

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