César debe morir

Por Fernando Luis Pujato

Cesare deve morire
Italia, 2012, 76′
Dirigida por Paolo Taviani& Vittorio Taviani
Con Fabio Cavalli, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti, Vincenzo Gallo, Rosario Majorana, Francesco De Masi, Gennaro Solito, Vittorio Parrella, Pasquale Crapetti, Francesco Carusone, Fabio Rizzuto, Fabio Cavalli, Maurilio Giaffreda

Fuera de prisión (el cine)

Y sí, los festivales les han sentado bien a los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, ganadores de la Palma de Oro con Padre Padrone (1977), del Gran Premio del Jurado con La noche de San Lorenzo (1982) y también el Oso de Oro en la Berlinale 2012 con César debe morir (2012), un tanto sorpresivamente para aquellos que en ese momento -o retrospectivamente, lo cual es mucho más cómodo, obviamente- abjuraron de este film tildándolo de poco realista o de documental de creación un tanto pasado de moda y cosas por el estilo. El film de una carrera cinematográfica iniciada allá por 1960 con L’Italia non é un paese povero, un documental financiado por la compañía estatal de petróleo ENI, censurada por la productora pues al parecer las imágenes de una clase trabajadora miserable les parecían demasiado crudas  y rescatado a fines de los años 90 por Tinto Brass (!), ayudante de dirección de aquél documental. Un film de los partidarios de las ideas de Antonio Gramsci y admiradores del cine de Roberto Rossellini, dos nombres que suenan tan interesantes por estos buenos y nuevos tiempos como podría serlo recitar de memoria la tabla de los elementos periódicos o enumerar, de memoria también, las distintas especies de dinosaurios que existieron en nuestro planeta; aunque por Jurassic Park y toda su saga los pobres animalitos ya extinguidos sean más conocidos que el neorrealismo y las contradicciones marxistas. El testimonio de un compromiso estético y político mantenido intacto, o al menos así lo parece, a pesar de los cambios de paradigmas, modas y demás, desde que el marxismo -y el psicoanálisis, por supuesto- dominara más o menos el mundo intelectual y el cine se ocupara un tanto menos de la realidad. Pero el cine, al menos algún tipo de cine, todavía guarda alguna relación con lo real.

Una cárcel de máxima seguridad -aunque nunca se sepa muy bien el significado de máxima y mucho menos el de seguridad- y unos reclusos calificados como de alta peligrosidad por robos, asesinatos,  violaciones, venta de drogas, y demás cotidianeidades en la Italia de hoy, en el Occidente de hoy, son cosas bien reales. Una obra escrita en 1600 por un tal William Shakespeare basada en el asesinato del emperador romano Julio César en el 44 a. C., más allá de las licencias dramatúrgicas y la analogías con la Inglaterra isabelina de aquello días, también es algo bien real. Apropiarse de esta obra de teatro para rodar un film dentro de la cárcel de máxima seguridad de Ribbibi, protagonizado por un grupo de presos condenados a cadena perpetua, o tantos y tantos años es, sin lugar a dudas, algo bien real. Y no hay mucho más para agregar con respecto a esto, ni tampoco con respecto a si César debe morir es un documental dentro de una ficción o  una ficción dentro de un documental o ambas cosas a la vez, si los Taviani juegan con estas distinciones un poco obsoletas o sin mucha razón de ser porque ya sabemos que otros hermanos de apellido Lumiere, en Obreros saliendo de una fábrica, en el inicio del cine,  hicieron repetir escenas a los obreros cuando salían de la fábrica porque no estaban satisfechos con el resultado -con el encuadre, con la toma, con el plano, o con lo que sea. El cine siempre ha sido una ficción (de la raíz latina fictio: representar, representar en escena, inventar) y ya no podemos cargar con la edad de la inocencia a cuestas declarando nuestras dudas ante el carácter ficcional o no de un film si su director, su producción, o el film en sí mismo, no lo explicitan de alguna u otra manera. Y entonces, los Taviani construyen una fictio, una fabulosa ficción cinematográfica a partir de una obra de teatro, insertan el vestuario de época y los colores cuando muestran parte de las escenas representadas para el público que asiste a ver esa representación dentro de la cárcel, cuando muestran el teatro, pero giran la mayor parte del film en blanco y negro, casi un gris, casi el color del encierro, el color de esas vidas aprisionadas por años o para siempre, el color de sus ropas ordinarias y sus rostros cansados y su pasado sin cicatrizar; el color primordial del cine.

Se podría decir algo más acerca de César debe morir, constatar analogías políticas a través del tiempo, establecer correspondencias entre el arte del ayer y el de hoy, extraviarse en los vericuetos de su registro, elogiar su puesta en escena, disparar sentencias del tipo “el arte imita a la vida”, subrayar que los actores son presos en realidad, hablar de la obra de Shakespeare, contar el film, advertir la edad de sus directores, y tal vez algo más que todo esto; se podría sobreinterpretar. Pero cuando leemos, mientras avanzan los créditos, que Brutus, es decir, Salvatore Striano, el preso que representa ese papel -y tal vez esta aclaración no es necesaria- terminó su condena y se convirtió en actor en vez de perder la batalla contra Octavius y suicidarse, cuando podemos imaginar esto y recordar la sanción de una nueva ley sobre el trabajo adolescente en Bélgica porque los hermanos Dardenne filmaron esa genialidad llamada Roseta (1999), ¿es necesario decir algo más? El cine sigue siendo maravilloso.

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