120 pulsaciones por minuto

Por Sebastián Rosal

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[et_pb_column type=”4_4″][et_pb_text admin_label=”Text”]120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute)
Francia, 2017, 143′.
Dirigida por Robin Campillo.
Con Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Yves Heck, Arnaud Valois, Emmanuel Ménard, Antoine Reinartz y François Rabette.

Antes del estreno

Por Sebastián Rosal

Apenas unos pocos minutos, un par de escenas, ilustran con una claridad meridiana las intenciones de la película, su programa, su forma, su temperamento. Una luz escasa pero suficiente para ver un racimo de gente amalgamado por las sombras, por la tensión en sus rostros y por un espacio mínimo, mientras una cámara pegada a cada uno de sus cuerpos se mueve con dificultad entre ellos. En el fondo del plano la vida pública, un escenario iluminado (ahora sabemos que es un teatro), alguien (un funcionario, lo sabremos unos instantes después) apenas entrevisto gracias a la apertura mínima de la cortina que oculta a los miembros de Act-Up París, el grupo de activistas a favor de los derechos de los enfermos de Sida, de la puesta en práctica de políticas públicas de prevención, del acceso a medicamentos y a la información sobre los avances de los laboratorios en relación a ellos. Hay un contexto: es la Francia de fines de los 80 o más precisamente de comienzos de los 90, en todo caso es la plenitud de la Francia de Mitterrand, con su socialismo de formas republicanas y de talante imperial, apreciable principalmente en una Ciudad Luz renovada en sus nuevos y mastodónticos edificios, en sus ministerios, en sus bibliotecas, el triunfo de la razón iluminada, de la igualdad, de la libertad.

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Pero al gobierno francés, al mundo, a un Occidente rico que no sabe cómo lidiar con él y a un Occidente (a un África, particularmente) pobre que sigue como si nada, contagiándose con la velocidad de la luz, la aparición del sida, de la “peste rosa” (como se la mencionaba vulgarmente al momento de su explosión y multiplicación de casos) tan temida como odiada, su irrupción desenfrenada le estalla en las manos, en el cuerpo, desata sus fantasmas con la misma fuerza, de manera tan imprevista y tan torrencial como esos globos inflados de falsa sangre, de ese líquido viscoso y rojo que son el santo y seña de la agrupación, su arma informativa favorita de destrucción masiva, que serán arrojadas sobre ese funcionario en el medio del acto público, ahora sí a plena vista de todos, pero no solo allí.

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En esa “acción” tal como los propios manifestantes llaman a sus irrupciones (ejercidas con la prepotencia de cualquier revolución), lo oculto sale entonces a la luz. Y en ese pasaje desde bambalinas al escenario, desde un ámbito a otro, se juega también el gusto de la película por ubicarse siempre en zonas fronterizas, en territorios en los que el movimiento se vuelve pendular, en los que es posible establecer alguna especie de contrabando hormiga entre un lado y otro. Público y privado, personal y colectivo, histórico y presente: en esa amalgama, en ese rejunte (un poco como los cuerpos de los manifestantes, que previsiblemente combaten cuerpo a cuerpo en la calle, en la sala de debate interno y en la cama) la historia avanza, con foco en Sean, el joven que lidera siempre las posiciones más combativas en las discusiones internas, cuando se plantea cómo actuar frente al Estado y su desinterés frente a la enfermedad y quienes la padecen; cómo lograr que los laboratorios aceleren las investigaciones en busca de nuevos y más eficaces medicamentos; cómo hacer que la opinión pública se involucre en su lucha.

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El vaivén en el que se alternan las actividades y discusiones del grupo y la vida de sus miembros; o el que iguala su lucha con la de los revolucionarios parisinos de 1848 se expande a sus formas. Campillo sabe cómo ser un director contemporáneo y actúa en consecuencia: la cámara se mueve con fluidez en el espacio; los hechos avanzan y retroceden, se revisan, de acuerdo al tempo de las discusiones y al punto de vista de quienes participan en ellas y revisan lo actuado; sabe cómo ser urgente en el registro del vértigo de las acciones o en la discoteca en la que todos se refugian por la noche; cómo dar cuenta de manera elegante del avance de la enfermedad a través de la silenciosa acción de las moléculas. Pero también sabe apelar al pathos clásico, puliendo como al pasar, casi de hurtadillas y mientras demuestra un espíritu casi documental, los dorados encantos del melodrama. Y allí se expresa otra de las claves de la película, y la unanimidad en su recepción crítica favorable: es difícil, es imposible no estar del lado de los activistas. No hacerlo invita a la culpa, como si oponerse fuera ubicarse del lado de la fuerza oscura. Pero no se trata de ética, ni de ideales, ni de luchas justas, ni siquiera del cine y sus formas, porque está claro que Campillo no es Loach, sino de riesgos: por detrás de su fluidez narrativa, de su ritmo indeclinable y de sus actuaciones irreprochables, la urgencia del salto al vacío siempre se hace con la mismas garantías con la que se nos recuerda que es necesario, imprescindible, el uso de condones. 120 pulsaciones por minuto muestra a todos exactamente todo lo que queremos ver, y su sagacidad radica en que no le falta ni le sobra un plano, un momento, un gesto o una frase, por eso es que es capaz de conectar de esa manera con el espíritu de su tiempo. Como tantas otras, la francesa es una película que ya tiene la crítica escrita antes de su estreno.[/et_pb_text][/et_pb_column]
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