A puertas cerradas

Por Amilcar Boetto

Adults in the Room
Francia, 2019, 124′
Dirigida por Costa-Gavras
Con Christos Loulis, Alexandros Bourdoumis, Ulrich Tukur, Josiane Pinson, Valeria Golino, Daan Schuurmans, Christos Stergioglou, Themis Panou, Aurélien Recoing, Vincent Nemeth, Cornelius Obonya, Francesco Acquaroli, Georges Corraface, Colin Stinton, Adrian Frieling, Kostas Antalopoulos, Philip Schurer, David Luque, Maria Protopappa.

“Los políticos son todos iguales”

Cuando iba al colegio secundario, una vez al año se organizaba un modelo de las Naciones Unidas. Eran sesiones donde cada uno representaba los intereses de alguna de las naciones miembros en las que se debía debatir con excesiva burocracia diplomática determinados temas de interés global. Durante aquellas sesiones de debate cuyo objetivo era educar a los alumnos acerca del funcionamiento de la ONU, lo único que se aprendía realmente era lo empantanados  que resultan los mecanismos de la política internacional. Las palabras, al acumularse para  mantener una disciplina, pierden su peso y luego de horas de debate parece como si nada de lo dicho hubiera formado parte de una conversación productiva. 

A puertas cerradas (el curioso y sartreano título en español para el original de Adults in the room) intenta precisamente meterse en este mundo donde las palabras se ajustan de un modo distinto a la referencia. Un mundo donde el cambio de una palabra en un comunicado oficial es una victoria que cuesta una escena de media hora.Ese mundo es el de la política internacional,  donde el sistema parece estar diseñado para que las sesiones de debate estén llenas de palabras vacías de contenido, y donde pareciera que una vez terminada cada sesión nada hubiera cambiado. 

A puertas cerradas traza un recorrido, que es, en escencia, la desesperación de un hombre tratando de enfrentar la burocracia más grande posible en un conflicto irresoluble. Cada pequeña victoria (cuando Christine Lagard  acepta las condiciones del ministro, la victoria del referéndum) que la película va cargando sobre el protagonista, es boicoteada apenas algunas escenas después. Tenemos una sensación presente de que la trama avanza. Pero como el cangrejo, su avance es retroceso.  

Costa-Gavras organiza, en definitiva, una farsa. Fundamentalmente porque pone a su personaje a pulular entre círculos de gente que le dice una cosa y hace otra, en un sistema de cajas chinas donde no le podemos ver las caras a los altos mandos. En el recorrido y la circulación de los discursos inútiles todo se  vuelve irreal, ficticio, porque su circulación es laberíntica y engañosa (ay, como la política toda, parece decirnos Costa Gavras no sin un dejo de didactismo): la vemos a Merkel sonriendo a través de una televisión y cuando va a llegar a reunirse en Grecia…ella se ausenta y es suplida por un enviado que contesta todo con evasivas; o el ministro de economía francés que promete una ayuda al ministro griego diciéndole que estará a su lado para resolver la crisis y luego cuando sale a la conferencia de prensa contradice todo lo que dijo en privado.  

Lo que cuenta A puertas cerradas no es novedoso, es más bien un discurso más viejo que el mundo. Porque se trata de un mundo hecho para que nada cambie y todo se acepte tal como es. Su personaje principal intenta patear el tablero pero no hace más que lograr que se escuche un poco de ruido.

Sobre el cierre del último acto hay una secuencia musical en donde vemos al presidente griego siendo atraído y encerrado por los otros presidentes de Europa, a quienes por primera vez les reconocemos las caras (incluso siendo conscientes de que son actores que los representan: la película anteriormente  se había hecho cargo del problema que implica representar a personajes tan conocidos y  actuales como los presidentes de Europa, por lo que solo los había mostrado a través de la  televisión con sus rostros reales). Esta secuencia es el punto de fuga de la película, la evidencia de su sistema: estamos ante una farsa representada como tal. La caricaturización de los altos rangos se vuelve explícita. La farsa es teatral, artificiosa, pura y dura: no hay salida de (y con) la política.  

Las placas finales, en un misterioso acto de desobediencia a lo que toda la película venía planteando con su tono, busca dar cuenta de que lo que pasó y lo que sigue pasando en Grecia es real y es algo serio. Pareciera que la moral biempensante de Costa-Gavras le hizo autoimponerse un límite a su carga de cinismo. Y como bien sabemos, la soleminidad es tranquilizadora, porque designa lugares de pertenencia. Pero más que nada designa limites morales que el buenismo biempensante antipolítica nunca se atreverá a cruzar.

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