El conjuro 2

Por Federico Karstulovich

The Conjuring 2
Estados Unidos, 2016, 134′.
Dirigida por James Wan.
Con Patrick Wilson, Vera Farmiga, Frances O’Connor, Madison Wolfe, Simon McBurney, Franka Potente, Lauren Esposito y David Thewlis.

Abre los ojos

De Buster Keaton a Hitchcock, de Jacques Tati a Abbas Kiarostami, de David Mamet a Fabián Bielinsky, el cine cuenta en su haber con innumerables casos de directores con películas que no existirían de no existir los espectadores. Ahora bien, no hablo del espectador como asistente a sala, sino del espectador como pata esencial de la organización de un mapa de lectura que se abre ante sus ojos y oídos.

Si algo reúne a los directores mencionados es la presencia de la mirada, de alguien que construya perceptivamente los datos que nos provee el mundo, como si contáramos siempre con un interlocutor y a la vez representante en la pantalla que ocupa nuestro lugar para intentar entender lo que lo rodea. El resultado de esa mirada organizadora no es necesariamente el del orden, sino apenas el de la triste confirmación de un hecho: hacemos lo que podemos con lo que entendemos. Y entendemos menos de lo que pensamos que ordenamos.

Ese espíritu, entre derrotado y analítico es el que prevalece como tono en las dos entregas de aventuras de los Warren (yo me pregunto cuánto falta para que sean una serie de TV), precisamente porque ambas películas cargan con un mood melancólico, como de quien se sabe derrotado de antemano pero igual la va a pelear. Esa relación entre la melancolía de los personajes y el acto de leer -como la encarnación de nuestro lugar de espectadores- los indicios sobrenaturales que se multiplican en la trama va a ser clave para profundizar el sistema de las dos partes de la saga.

El conjuro 2 profundiza, por un lado, el aspecto humano de la pareja protagónica (por momentos cercanos a la autoparodia, casi lindando con la conciencia de una comedia), por otro, dedica un mayor énfasis en la distribución informativa en la puesta en escena. Como ya sucedía con El Conjuro (James Wan, 2013), la relación con El exorcista (William Friedkin, 1973) es manifiesta mientras que la vinculación con aspectos simbólicos de la liturgia cristiana se relaciona más con la tercer parte de aquella saga, El exorcista III (William Peter Blatty, 1990) que con el ateísmo de la película seminal del terror de posesiones satánicas.

En alguna medida el problema de lo espectatorial abarca ambos niveles, el sobrenatural y el humano: hay, en el aspecto asociado a la trama (que nos vincula a lo sobrenatural, que codifica las expectativas que ciframos en el género), una necesidad puntual: Lorraine (Vera Farmiga) no solo ve lo que su esposo no puede sino que funciona como doble de nuestros ojos (ella ve el más allá, nosotros tenemos que ver el más allá de la pantalla, tan sembrado de pistas como el mundo oscuro al que ella se asoma). Así mismo es Ed (Patrick Wilson) quien puede ver el aspecto humano que su esposa pierde por momentos. No porque ella carezca de empatía sino porque Ed parece ser aquel que conecta lo sobrenatural con su correlato humano y terrenal. Esa doble mirada: la que humaniza la experiencia sobrenatural y la que comprende el misterio de lo terreno es la que da espesor a El Conjuro 2. Pero esa mirada es también un asunto cinematográfico en la película. Saber mirar, poder leer, poder entender y vincular es un acto de inteligencia. No porque haya formación académica detrás, sino porque hay una sensibilidad adecuada. Sobre esa sensibilidad (que aleja la percepción de la alienación diaria propia de la vida en la ciudad: no casualmente El Conjuro 2 es una fábula urbana, mientras que la primera sucedía en las afueras, en el campo) se sostiene la riqueza de la película de Wan.

Esos dos niveles: saber ver (lo no material) para entender (el mundo de las personas y los objetos) es uno de los secretos de la saga. Y esa duplicidad de niveles está organizada sobre el espacio. Es como si Wan hiciera consciente ya no los traumas personales de sus personajes (hay pocas explicaciones ñonas sobre la psicología de los personajes que habitan la pantalla) sino que los geometrizara: la disposición que tensiona el sótano y el altillo no habla solo de tópicos espaciales del género sino también de relaciones simbólicas entre el idealismo abstraído y la materialidad de un mundo que precisa hechos y datos para comprobar lo improbable, lo sobrenatural. Los hechos extraños se multiplican en el espacio pero la tensión es siempre la de cielo-tierra (no casualmente el clímax retoma ese vínculo de retorno, como castigo para aquel que no puede ver el más allá, Ed). Pero la tensión también es en profundidad de campo (la película es rica en matizar lo visible con lo no visible, lo luminoso con lo oscuro, el foco con el fuera de foco: ver sino cómo la clave de todo esto aparece expresada en una serie de palabras expresadas en el programa de TV que mira la niña “poseída”, no spoileo más), como si las disposiciones espaciales tuvieran algo que decir sobre el acto de mirar y escuchar como actos de sensibilidad.

Quizás ese sea el motivo secreto de la insistencia con la historia de amor entre Ed y Lorraine: no estabamos viendo otra cosa que la historia de dos personas que, en algún momento, aprendieron a ver el mundo, a verse mutuamente, incluso aunque lo que los rodee se venga abajo. Y en todo caso hacernos testigos a nosotros de ese milagro que es recobrar los sentidos gracias a otro.

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