Algunas ideas sobre cine argentino y política (III)

Por Sebastián Rosal

Protoprogresistas

La más importante de las películas que preanuncian algunos de los elementos del discurso progresista asumido entre otros por el kirchnerismo se filmó cuando esta palabra todavía no existía, el proyecto político que designa era apenas una aventura municipal en el Sur profundo y faltaban aun diez años para su llegada a la vidriera del poder nacional y su posterior ascenso; es además y a su manera un western que le debe todo al Hollywood de Oro y fue dirigida por el más clásico de todos los directores clásicos de cine argentino. Pero pongamos primero las cosas en contexto, porque cuando en 1992 se estrena Un lugar en el mundo de Adolfo Aristarain, era imposible valorar su irrupción en esos términos, en todo caso aparecía dentro del alicaído panorama del cine nacional como una obra que a través de la narración de una historia potente podía dar cuenta de un por entonces ya no tan incipiente estado de las cosas. Es que por aquellos años el eterno vaivén peronista inclinaba de momento el barco hacia la derecha, y un par de años en el gobierno habían sido más que suficientes para ver cómo el menemismo ya desplegaba con convicción y apoyo masivo en el electorado esa extraña simbiosis entre populismo y neoliberalismo, encarnada en un caudillo riojano con peinado del siglo XIX que mezclaba pizza con champagne y se mostraba en su Ferrari roja; marca cultural de un estilo en el que la ostentación obscena de nuevo rico estaba a la orden del día. Mientras tanto, las principales empresas del Estado, esos elefantes sagrados que el propio peronismo fundacional había creado o fortalecido casi medio siglo antes, eran traspasados a manos extranjeras en difusas transacciones en las que se confundían y entreveraban negocios y negociados -para utilizar términos propios de la época. Eran también años en los que la amenaza de una asonada militar estaba lejos de desaparecer, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida tenían plena y reciente vigencia y los decretos de Amnistía habían alcanzado, principalmente, a los más altos jefes militares de la dictadura y a los cabecillas de las organizaciones guerrilleras de los 70.

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En ese nuevo clima de época, cercano en el calendario pero lejano en espíritu a los años de la primavera alfonsinista, las voces disonantes eran minoría, entre ellas esta ficción emplazada en Valle Bermejo, el idílico y apartado enclave en las sierras de San Luis. Allí, una comunidad de pequeños campesinos dedicados a la cría de ovejas, agrupados en una cooperativa creada y comandada por una pareja de idealistas profesionales porteños, debe enfrentar las maniobras oscuras del poderoso de la zona interesado en la construcción de una represa que inundará la región. Andrada, el terrateniente en cuestión, debe realizar los estudios geológicos pertinentes y para eso contrata a Hans, el español que con su llegada termina de alborotar la hasta entonces apacible vida de los lugareños. La pareja formada por Mario y Ana, su pequeño hijo Ernesto y Nelda (una monja amiga que realiza trabajos sociales) intentarán en vano interponerse en sus planes. Si ese final responde al tipo de derrota digna esperable en los héroes clásicos, en su desarrollo lo que plantea es la resistencia a ciertas formas de la economía y la política que el menemismo impuso en aquel momento, en particular el recelo por la llegada de capitales extranjeros asociados siempre a manejos corruptos en connivencia con las autoridades locales. Que ese tipo de prácticas convirtiera a la política económica llevada adelante durante la década menemista en una extensión de la que fuera implementada durante los años de la última dictadura militar siempre fue una bandera del progresismo de ayer y hoy, y allí está como prueba ese guiño cinéfilo que introduce Aristarain cuando hace que sea la ficticia Tulsaco la constructora española a cargo de la represa, tal como se llamara también la minera contra la que peleaba Pedro Bengoa, el sindicalista de Tiempo de revancha (1981), otra de sus películas claves y aquella que abordó el clima de terror y represión durante el último gobierno militar.

No había nada novedoso en ese relato binario, en el que el enemigo en cuestión es el capital con sus mil y una formas de explotación y sus trampas de manual, frente al cual lo que se erige es una noción de pueblo en la que convergen toda una serie de elementos idealizados, ninguno tal vez más destacable que el de una supuesta supremacía moral que es mera consecuencia de su origen. Diluida en la ficción, lo que Un lugar en el mundo repite es el mismo eje que unos pocos años antes había expuesto taxativamente La República Perdida (Miguel Pérez, 1983), el documental que va desde el primer golpe de Estado de la historia argentina en 1930 al último en 1976 y en el que se delineaba una lectura histórica muy clara que agrupaba con una certeza inconmovible dos bandos antagónicos, el capital y la oligarquía por un lado y los sectores populares por el otro.

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Con todo esto en su horizonte, la película no se priva de bajar líneas directas, más cercanas a ideas izquierdistas que al núcleo duro y original del credo peronista. Cuando Ernesto le enseña a leer a Luciana, la chica analfabeta de la que está enamorado, viendo que escribe con la mano izquierda, le dice que “a los zurdos todo les cuesta más, ¿no ves que todo está hecho para la mano derecha?”. Poco antes, en la cena que reúne por primera vez al español con la familia porteña, Ana revela entre lágrimas el pasado militante de la pareja en los 70, el exilio en Brasil y la desaparición de su hermano. También se encarga de aclarar que su militancia no era en Montoneros, sino en alguna de las tantas agrupaciones universitarias de izquierda. Sin embargo esa explicación, sin ser prescindente, no adquiere un peso decisivo, en todo caso es un dato más dentro de un guion que sabe cómo engarzar con fluidez los derroteros y las experiencias individuales de sus personajes y la construcción de una historia comunitaria. Mucho más tangencial, pero indicativa y premonitoria de las derivas que tomaría el discurso progresista, resulta la actitud de Mario cuando la asamblea de la cooperativa decide darle la espalda y ceder finalmente a las presiones de Andrada. Cuando ello ocurre, su respuesta inicial es el acatamiento de la decisión mayoritaria, para luego y en el medio de las sombras de la noche quemar el galpón en el que está depositada toda la lana de la esquila, la única fuente de ingreso de los campesinos. Entonces como ahora, en la ficción o en la realidad, la verdad autoimpuesta no admite disidencias, y encuentra como salida la violencia, ya sea concreta o simbólica.

A pesar de esto, no es descabellado suponer que la postura del propio Aristarain no es la de Mario y Ana, sino la del español: la adhesión de éste a un cierto discurso reivindicatorio pareciera provenir menos del deseo de ser parte de una práctica política que del aprecio hacia unos seres concretos en una situación específica. Si Hans se suma al grupo hasta llegar a traicionar a su jefe en contra del interés de su propio bolsillo es por amistad más que por ideales. Al fin y al cabo es un hombre de mundo que admira a John Wayne, un europeo simpático y cosmopolita, demasiado perezoso para armar una revolución, demasiado aventurero y hedonista para establecerse en una tierra (el lugar en el mundo del que habla el título) y tender lazos solidarios en ella. Esa tensión entre el universo de Hans y los lugareños enriquece Un lugar en el mundo, la película que, es justo decirlo, representó el más profundo homenaje al cine clásico de Hollywood que haya dado el cine argentino en el último cuarto de siglo. Montado tanto en el espíritu de Ford como en un andamiaje formal que lo recuerda en muchos de sus planos, en su narración poderosa y sostenida se despliegan una serie de personajes que están impregnados de una nobleza que hoy parece signo de un tiempo perdido. Si esto era posible es porque a comienzos de los 90 ya estaban en ciernes muchos de los elementos del discurso progresista que aparecerían con claridad meridiana una década después, solo que aún no habían adquirido ni el tono ni la radicalización que asumirían más tarde. En aquel momento y más allá de los mensajes liminales y los arrebatos piromaníacos, todavía no costaba distinguir de qué lado estaban los buenos.

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Ese desplazamiento del progresismo empieza a adquirir una forma algo más cercana a la actual en Nueve reinas, la película de Fabián Bielinsky estrenada apenas ocho años después, aunque entre ambas pareciera haber en realidad una diferencia de siglos. Del siglo XX puntano, con su nostalgia por la izquierda revolucionaria y su malvado campechano y paternalista se pasa a ese microcentro porteño que responde a las premisas del nuevo milenio, un mundo en el que el mal (capitalista) está distribuido de manera homogénea, mucho más sofisticado y por eso mismo disimulado, trabajando a destajo pero en las sombras, al igual que la pareja de estafadoras de baja estofa que fortuitamente se encuentran con la posibilidad de dar el gran golpe. De las penurias de una amenaza concreta encarnada en un patrón, una empresa y una represa visibles y palpables, se pasa a la angustia de una quiebra bancaria imprevista y demoledora que puede no dejar afuera a nadie, anticipo clarividente de la crisis de 2001.

Lo que aquí resulta interesante, por sintomáticas, es la caracterización de los dos malandras. Marcos (Ricardo Darín), es casi la quintaesencia del chanta porteño, verborrágico y agrandado, orgulloso de su habilidad para el engaño, aunque suficientemente lelo como para no darse cuenta que su papel será el del cazador cazado. No hay nada en su accionar que sea ni más ni menos reprochable que el de Juan (Gastón Pauls), pero la actitud de éste es muy distinta. Con su mirada y su voz lánguida y su porte de galán pudoroso Juan vive convencido dentro de su propia mentira. Es decir, es capaz de utilizar su encanto para vaciar la cartera de una señora, de seducir y estafar a la empleada de un kiosco e incluso de armar y ser el cabecilla de una banda completa de delincuentes, pero justifica todo su accionar en la ayuda imperiosa que su padre necesita para no quedar encarcelado por años. Como Atila, tras su paso no vuelve a crecer el pasto, pero poco y nada parece importar, escudado en la corrección que destila su aura de Robin Hood moderno.

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En realidad Juan no es un lobo disfrazado de cordero. Es un lobo que actúa como un lobo pero que es incapaz de no verse a sí mismo como un cordero. Hay un punto en el que el galpón incendiado por Mario en Valle Bermejo y los refinados engaños en el hotel cinco estrellas de Puerto Madero se tocan y las diferencias entre ambos desaparecen: si el fin no es el deseado (no transar con el patrón, lograr que el padre evite la cárcel) los medios pasan a ser relativos. Sobre Juan operan tanto continuidades como transiciones: su victoria final sobre Marcos, ese socio pícaro, entrador y sonriente pero al fin y al cabo tan inescrupuloso y malviviente como él, también puede ser vista como el cambio de mando que se operó entre la salida del menemismo y el surgimiento del kirchnerismo. La historia que cuenta Nueve reinas está reducida a una sola jornada. Entre el comienzo y el fin de ese día frenético se cifra el péndulo que parece estar enquistado en nuestra historia

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