Algunas ideas sobre cine argentino y política (4)

Por Fernando Luis Pujato

El legado

Si todo tiempo es eternamente presente / Todo tiempo es irredimible – T. S. Eliot

Nuestra vida está repleta de legados. El arte en su más amplio sentido y en cualquiera de sus manifestaciones, las ciencias y las disciplinas científicas se dirijan hacia donde se dirijan, la política y la religión adopten las formas que adopten, en definitiva el orden cultural de cualquier civilización o, si se prefiere, de cualquiera de los pueblos que aún permanecen en este mundo, está conformado por su historia, por grandes, pequeñas e ínfimas historias, por todo aquello que han recibido de las generaciones precedentes y que repercute, lo quieran o no los circunstantes del presente, en el orden simbólico y las conductas de los habitantes de cualquier enclave humano, de los que lo transitan, de los que han partido -de una manera u otra- de su lugar, de los que permanecen. No es que el pasado, reciente o no, sea una especie de jaula de hierro de la cual es imposible evadirse, un dios mundano que moldea absolutamente todo lo que ocurre en una sociedad determinada, un omnívoro titiritero. Pero que permea todos los estamentos societarios (clases, castas y demás), provee una ideología y aletea, las más de las veces sombría y oscuramente, por sobre las decisiones que se deben tomar, que se toman, para no vivir eternamente anclado a él y pensar en un futuro, resplandeciente o no, es algo poco discutible, casi de sentido común. Hay matices, por supuesto. La historia no es absolutamente concluyente y puede ser revisitada, explorada una y otra vez desde diferentes perspectivas y modos de apropiarse de ella. La ideología puede ser la dominante pero tampoco nunca está sola, aún en las más feroces dictaduras hay resquicios, márgenes, espacios en los cuales refugiarse, desde los cuales contestar; hay contra-ideologías. Y hay imágenes, por supuesto, aunque éstas en su forma documental posean su finitud y se las pueda también imaginar e inventar; no en el sentido mágico del término, claro está. Se puede disponer de ellas en cualquiera de sus instancias -ficcionales o documentales- para mezclarlas, confundir su status, disiparlas, ordenarlas y, tal vez, si todo sale más o menos bien, intentar que vehiculen significados, que choquen entre sí. Intentar que dialoguen.

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Tal vez no sea absolutamente necesario que un cineasta se encuentre preocupado por la historia para -de alguna u otra manera- filmarla; allí está John Ford, por ejemplo. Pero a veces es necesario que se preocupe por ella para poder filmarla; allí está Clint Eastwood, por ejemplo. Se piense lo que se piense sobre sus ideologías y posiciones políticas. O algunos preocupados no sólo por lo que ocurre en el presente sino por ese pasado inmediato que lo ha modelado; allí están Jia Zhangke -se diga lo que se diga acerca de su adscripción al régimen, algo que se desmiente con sólo ver sus últimos films- y Wang Bing y Lav Diaz en el bastión oriental, Marco Bellocchio y Nanni Moretti y Cristi Puiu y Corneliu Porumboiu en las fronteras occidentales, por ponerlo en términos geográficos inequívocos, aunque a estos acotados y sesgados ejemplos podrían sumarse otros nombres menos rutilantes pero no es el caso de confeccionar un listado. ¿Y qué ocurre aquí, qué hace hoy un cineasta preocupado por la historia de nuestro país, por la reciente y la no tan reciente, por las historias que lo conformaron, por su propia historia? ¿Cómo pone en escena esa preocupación? ¿De qué manera inscribe, consciente o inconscientemente, una (nuestra) herencia? No es nada fácil por cierto, y exceptuando algunos films más o menos recientes que se ocupan de grandes temas y grandes personajes como pueden serlo Belgrano, La Película (2010), San Martín, el Cruce de los Andes (2010), e Iluminados por el fuego (2005), que son más bien extensiones fílmicas de Billiken o Anteojito o algo por el estilo, o propagandas bélicas u homenajes bélicos o algo por el estilo, y aun cuando su contrapartida para escapar de todo esto y lograr un film esclarecedor sea Toponimia (2016), hay que retroceder hasta las ficciones post dictadura militar, demasiado cercanas al horror como para poder extender la mirada un tanto más allá de él y procurar un entendimiento, si no de sus raíces más profundas al menos de sus causas no tan inmediatas.

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Alejarse de la reconstrucción histórica y del panfleto histórico, de la ficción histórica y el presente ficcional, situarse en aquellas coordenadas de comprensión a través del presente y el pasado que señalaba el historiador francés Marc Bloch estableciendo un discurso general, aunque acotado en el tiempo, e interrogar el espacio simbólico en el cual esos discursos están situados y señalizar ese otro espacio dentro del cual el único discurso posible fue la muerte, es parte de lo que destila el segundo film de Nicolás Prividera, uno de los pocos cineastas argentinos preocupado por entender qué ha ocurrido en este bendito país como para abrir su film no sólo con citas de Maurice Barres, “Una nación es la propiedad compartida de un cementerio antiguo y la voluntad de contar su historia” y de Karl Marx ,”La tradición de toda las generaciones de muertos oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, sino también eclosionar las estrofas de nuestro himno con imágenes documentales arrebatadas a tan sólo un poco más de medio siglo de alzamientos militares, represión militar, violencia institucional, represión institucional; parte de nuestra historia. Otra parte, quizás fundamental y seguramente fundacional, se encuentra en el mítico cementerio de la Recoleta donde, para decirlo pronta y un tanto cándidamente, un grupo de personas de a pie o sentadas o recostadas frente a las tumbas de algunos de nuestros próceres más distinguidos y de algunos otros que no lo fueron tanto, leen sus citas y sus cartas, sus proclamas y sus veredictos; leen su ideología. A veces esfumándose fantasmagóricamente tras la lectura, otras no.

A veces un tanto poéticamente, otras veces no. Pero también vemos a los que trabajan ahí, limpiando y ordenando el cementerio, los enfrentamientos cotidianos de los animales que lo habitan, los cantos y los rezos frente a las tumbas, las visitas guiadas, las visitas sin guiar; toda la vida que circula en ese espacio mortuorio. Y los planos desnudos de las tumbas y los panteones. Y una panorámica que culmina en las -aún y quizá para siempre- ominosas aguas del Río de la Plata. Pero Tierra de los padres no es precisamente todo esto, este es su dispositivo fílmico, porque el film es ante todo un discurso, no tanto trabajado desde el recuerdo y desde el duelo como lo fue explícitamente M (2007) la ópera prima de Prividera -aunque hay trazos del uno y del otro aleteando por sobre las tumbas, claro- sino más bien desde posturas antagónicas, las más de las veces irreconciliables, en el tránsito hacia la construcción de un proyecto conclusivo de nación. Que este discurso adopte la forma que adopta -personas, citas, y tumbas- no significa que no se pueda discutir acerca de esto. Pero para entablar este diálogo con una meridiana claridad -y quizá esto sea lo más dificultoso- es necesario pensar primero en todo lo que permite evocar, dentro del film, de qué manera se ha conformado nuestro presente en este pequeño rincón del mundo.

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Es precisamente en otro pequeño lugar, el pueblo de Lapachito en la provincia del Chaco, donde Caetano pone en escena no solo buena parte de un pasado reciente que no parece serlo tanto, al menos no en alguna de sus prácticas como el secuestro extorsivo tristemente inaugurado en la década de los 70, sino también gran parte de un presente anclado en una sórdida y exasperante cotidianeidad. Esto es lo verdaderamente importante en El otro hermano, en el cual la violencia, tanto simbólica como real, no se encuentra clausurada dentro de un espacio concreto pues el afuera y el adentro tan solo se distinguen como espacios cerrados o abiertos pero no por aquello que vehiculan. Ciertamente, el lugar ominoso por excelencia es un sótano donde las víctimas de los secuestros perpetrados por un ex oficial de la Fuerza Aérea, cuyo apellido es Duarte, y su joven cómplice, cuyo nombre es Danielito -hijo a su vez de otro ex represor de la misma fuerza muerto en circunstancias no del todo claras- aguardan por su liberación o por su muerte mientras son vejadas por el primero y más o menos cuidadas (esto es: agua y un poco de comida) por el segundo. También es cierto que la casa heredada por Cetarti, el ex empleado público bonaerense que sencillamente dejó de ir a trabajar porque no había nada por hacer allí, repleta, literalmente, de viejas revistas y esqueletos de bicicletas y motores en desuso y tubos de oxígeno oxidados y objetos de todo tipo, no es menos inquietante aun cuando lo sea de un modo bastante diferente a la ruindad de aquél sótano de pesadilla.

Pero lo realmente inquietante es que ambos lugares, al igual que los carteles descoloridos de obras públicas inexistentes o que jamás se terminaron y de la garita de madera desvencijada al borde de la ruta donde Duarte aguarda a Cetarti al inicio del film y de la morgue mugrienta y de la chacharita que semeja un basural a cielo abierto no son residuos de un pasado poco floreciente sino los imperecederos signos del presente. También lo son las conductas de los involucrados, directa o indirectamente, en toda esta suerte de juego macabro anclado en el ansia del dinero a través de la extorsión y la estafa pero también sujeto a la ausencia absoluta de cualquier horizonte que no sea un insustancial transcurrir o un final escapista. Y si el único resplandor de cariño es esa mano de Danielito casi rozando el cuerpo ya sin vida de su madre y el único gesto valeroso es del mismo Danielito cuando le dispara a Duarte para salvar a su hermanastro Cetarti, esto es porque ya lo ha perdido todo -sus padres y su pequeño hermano- y no desea arrojar su último lazo familiar a las siniestras tinieblas que conoce tan bien. Justamente él, el hijo de aquellas tinieblas del terrorismo de Estado. No es una ironía del film. Es su paradoja.

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Uno de los cimientos que nos ha conformado como nación -no el único pero seguramente el más visible y el más incómodo debido justamente a su visibilidad- se ha edificado a partir del enfrentamiento interno con un otro al que se debía someter apelando a la guerra o, si fuera posible, a la aniquilación. Esto, por supuesto, no es una prerrogativa y sólo basta mirar cualquier geografía habitada por el sapiens sapiens para terminar de una buena vez con la idea de que nuestra historia es singular; es tan solo particular. Que esta particularidad nos interpele desde un cementerio o desde las turbias aguas de un río transformado en cementerio de una vez y para siempre es perturbador, por decir lo menos. También lo es ver en el espejo retrovisor de una camioneta varada en el medio de la nada como una figura ensangrentada, portando el dinero de un secuestro que ha terminado con tres muertes, se aleja hasta perderla de vista. Los fantasmas del cementerio nos han legado ese río y este espejo.

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