Annette

Por Sergio Monsalve

Francia, 2021, 140′
Dirigida por Leos Carax
Con Adam Driver, Marion Cotillard, Simon Helberg, Dominique Dauwe, Kait Tenison, Latoya Rafaela, Rebecca Dyson-Smith, Timur Gabriel, Kevin Van Doorslaer, Devyn McDowell, Ornella Perl, Christian Skibinski, Marina Bohlen, Nino Porzio, James Reade Venable, Charlotte Brand, Elke Shari Van Den Broeck, Filippo Parisi, Colin Lainchbury-Brown, Kristel Goddevriendt, Michele Rocco Smeets, Ella Leyers

Esquizofrenia

Discutiré las texturas y contenidos de Annette, porque desde Cannes vienen dorándole la píldora en exceso. Refutaré algunos de sus artificios, siendo un primer fanático de las películas del director Léos Carax, quien fascinó al mundo con Mala Sangre, Los Amantes de Pount Neuf y Pola X. Me encuentro entre los defensores de Holy Motors, entendiéndola como una extensión de su corto Merde para el filme coral de Tokio.
Entrando en materia, Annette supera el estándar chato y mediocre del streaming, ubicándose en la cumbre del contenedor de Amazon, donde alcanza la cima creativa sin despeinarse, dada la nula o poca competencia.
Al lado tiene puras intrascendencias domingueras, el cine conservador y calculado que premian en el Oscar, la parrilla disfuncional del servicio de streaming, que parece curada por un nuevo rico que compra a manos llenas y a ciegas, para hacer “dumping” e intimidar a Netflix.
La principal contradicción de Léos Carax y su Annette es que se pretende el filme del último maldito francés, que irrumpe en la industria cultural, para cantarle y reventarle sus códigos morales a Hollywood, desde un típico ejercicio de distanciamiento “bretchiano”, frente al Me Too.
En efecto, el realizador logra colar toda su furia y disidencia contra la máquina: criticando los memes de la nueva corrección política, exponiendo el teatro del absurdo de los tribunales de los ofendidos y las víctimas, reclamando una libertad que la meca ha condenado al ostracismo y la prisión.
Entiendo perfectamente la reacción de Carax ante un medio inquisidor que lincha carreras y vidas, por el menor desliz, que ríe nerviosa e hipócritamente cuando la fama aprueba, que abuchea como en un “Talk show” al momento de perder la conexión con la celebridad, bajo la presión de las redes sociales y las cacerías del macartismo digital.
Annette narra el melodrama del mundo del espectáculo, como una ópera rock de un apocalíptico que desea dinamitar a los integrados por dentro, como una suerte de kamikaze.
Hay que tener valentía para hacerlo y Léos Carax se muestra a gusto con desafiar a los cánones de la babilonia de la academia.
El problema radica en dos puntos: para conseguir su cometido el artista no deja de ser utilizado e instrumentado por el entorno, como emblema del anarquismo en venta, así como recicla material propio y ajeno, posando de vanguardista, cuando su cine sigue a la retaguardia de tantos otros del pasado y la contemporaneidad.
Por tal motivo, le niegan la Palma de Oro.
Léos Carax, como Tarantino, sabe a quién plagia y cómo presentarlo de una forma estilizada y sofisticada, para sorprender a los millenials, quebrar a la generación woke, y fascinar a los boomers con referencias cultísimas, que ya dan «cringe».
Pero después de toda la pompa y la afirmación autoral, va quedando más bien poco, un filme redundante y hasta predecible, sobre el mito de la bella y la bestia, otra vez en Carax, según la influencia de miles de citas a la carta de los hípsters: el Brian De Palma de la ópera rock Un fantasma en el Paraíso, el delirio barroco y glam de Tommy, copiando y saqueando a Ken Russel de manera descarada.
A destiempo, el artie de Annette también juega a imitar a Buñuel, Lynch y Fellini, en plan de alumno arrogante buscando superar a los maestros de los sabores únicos de la modernidad.
Hemos visto mucho para sorprendernos, de nuevo, con los colores verdes de Léos, con sus salidas metalingüísticas, con su metanarrativa, con sus homenajes al George Franju de La Mujer sin Rostro, con su terrorismo invocado por dos bellos del Olimpo del método, que se desangran en nombre de la apuesta contracultural del demiurgo.
Los performances de ambos, de Adam Driver y Marion Cotillad, rozan la exigencia de las nominaciones, el compromiso de dos papeles fuertes y retadores, poniéndole el cuerpo a una historia de amor loco y peligroso, de manual de Godard en exilio.
Sería, entonces, un musical “godardiano” tras el reventón de 1968, en la tradición deconstructiva de Alain Resnais al componer On connaît la chanson.
Incluso, más cercana se palpa la relación y el vínculo con Bailarina en la Oscuridad, aún más transgresora y próxima a su tiempo que Annette, que luce como un trabajo forzado de ser pionero y sufrir complejo de mesías, inventando y diseñando una rueda que ya circuló.
Con todo, sentí fruición y placer delante de la parafernalia apabullante de Annette, que se guarda en el nacimiento de una niña de madera, una especia de Pinocho cantarina o de hija de Chucky, uno de sus trucos más afortunados.
Pero ojo, es un gimmick del autor, uno como de James Wan, haciendo un musical con Anabelle en plan rollo trágico de Historia de un Matrimonio.
Recomendaría que la vieran y decidieran si amarla u odiarla.
Estoy ahora mismo en una zona mixta.
Por un lado, me alegra que el cine continúe permitiendo la exploración y la investigación de un tipo incómodo como Carax, de un genio creador de paisajes distópicos y patológicos, inolvidables.
Vaya cómo existen secuencias imborrables en “Annette”, como por ejemplo, la escena de la tormenta en estudio, mostrando las costuras del decorado, concientizando al espectador de testimoniar un simulacro, una representación.
Típico recurso heredado de la dramaturgia del siglo XX, con visos de novelón shakesperiano. O el tributo al Martin Scorsese de «Toro Salvaje», boxeando en cámara lenta.
Pero por el otro, me desconcierta la prepotencia con que se expone Annette, su ánimo de estridencia y bipolaridad, que al final se decanta por los tonos más clichés y básicos de la argumentación, filtrada por los colores de la publicidad fashionista.
Léos Carax, después de todo, no es tan “Lenny”, tan “Bill Hicks”, tan salvaje como su comediante de stand up que cuenta chistes de malote, cínico, misógino y perverso.
A él, actualmente, le complace con producir sus piezas de un arte decadente y excesivo.
Todavía no me decido si es un lujo de un autor o el despilfarro del séptimo arte en el límite de su abismo.
En cualquier caso, es de agradecer que “Annette” nos ponga a pensar en el cine, en su relación con la crítica, las tabletas y los espectadores.
Un arcaísmo que representa las luchas que se libran dentro del globo de las audiencias, para subsistir o morir.

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