Anochecer de un día agitado

Por Andrés Nazarala

Anochecer de un día agitado (A Hard Day’s Night)
Reino Unido, 1964, 85′.
Dirección: Richard Lester.
Con John Lennon, Paul McCartney, George Harrison, Ringo Starr, Wilfrid Brambell, Victor Spinetti,

La autoficción beatle

Por Andrés Nazarala R.

Los Beatles están devaluados y parte de la culpa es de la apolillada industria de la nostalgia. Desconozco cómo es en Argentina (soy un chileno parcialmente trasplantado), pero en mi país sobreviven programas radiales y televisivos que se dirigen a sus receptores con un afecto desmedido y en diminutivo, como si fuesen enfermos terminales que necesitan vivir de la emoción y recordar el pasado para mantenerse aferrados al mundo. Ahí Los Beatles siempre tienen un espacio privilegiado junto a viejos humoristas, cantantes de tango y recomendaciones médicas. Los Beatles de “Twist and shout”, claro. Los del LSD, las cintas invertidas, “Number 9”, el Maharisihi, Charles Manson y la ópera rock parecen habitar otro universo.

El punto es que algo pasó con la valoración de Los Beatles. Me he visto defendiéndolos frente a hipsters indolentes y rolingas obsesionados con la pelvis de Mick Jagger. Escuché incluso a una chica decir que los seguidores de los de Liverpool tienen la libido apagada, en contraste con los hipersexuados fans de los vejetes de la lengua (como beatlero, la acusación me ofende fuertemente).

Aunque la polémica es artificial como todas las cartografías que se trazan en torno al rock, esconde una dicotomía mítica, acaso bíblica. Los Beatles y los Rolling Stones son como Abel y Caín, lo apolíneo y lo dionisíaco, Tanatos y Eros. Una banda entregada a la aventura de la imaginación versus otra que explota la desfachatez y la hipersexualidad con la actitud de modelos de pasarela. Pero no siempre fueron procesos paralelos. Los Beatles abrieron la puerta para los Rolling, se pararon primero en escenarios que funcionaban como altares, fueron criticados antes por sus melenas y por ser pioneros en la osadía insospechada de presentarse como ingleses blancos tratando de tocar música de negros americanos. Lennon y compañía inventaron códigos fundacionales que, como cualquier norma, existen para ser burlados. Y eso los pone en desventaja. Crearon un sonido, una imagen y un puñado de singularidades que devendrían en clichés. Y en esa empresa, Anochecer de un día agitado es un agente fundamental de divulgación. Digamos que si algún audiovisualista quisiera burlarse de Los Beatles podría replicar, en blanco y negro, esa histeria masiva que hoy funciona como reflejo de una ingenuidad de otros tiempos, poner a cuatro melenudos arrancando de un torbellino de chicas histéricas, acentuar la candidez en los rostros de los intérpretes. Con talento saldría The Rutles: All You Need Is Cash (Eric Idle y Gary Weis, 1978); sin talento, la presentación que abría “Videomatch” en los 90 (si es que alguien la recuerda).

La imaginería beatle está tan cargada de información que no es fácil decodificar la película de Richard Lester sin acudir a la contraposición, el contraste con los tiempos en que vivimos o el doloroso choque con nosotros mismos (eso que lleva a algunas personas a no volver a enfrentarse a películas que vieron hace mucho tiempo). La dualidad –el yo que la vio en su momento versus el yo que la ve ahora- es inevitable. También lo es preguntarse por qué los chistes ya no funcionan como antes. ¿Qué cambió? ¿La película envejeció mal o nosotros crecimos?

Y así, perdidos en esa nebulosa, optamos por el siempre artificioso ejercicio de mirar hacia la prehistoria, valorar una obra de acuerdo a su contexto. Viajamos al pasado en una alfombra mágica mental y tratamos de imaginar qué pensaríamos del cine (OK, y del mundo) si hubiésemos vivido esa época. Ahí aparecen luces. Si jugamos a ser ciudadanos de 1963, Anochecer de un día agitado de pronto parece una innovación, una película musical por encargo (como las que ya existían) pero dotada de una estética más cercana al Free Cinema de Karel Reisz y Tony Richadson que a las fantasías coloridas de Elvis.

Y ahí también está la narrativa fragmentada, los sketches, el cine-vodevil que el guionista Alun Owen (admirado por Los Beatles debido al retrato de Liverpool que hizo para el largometraje para televisión No trams to Lime Street [Ted Kotcheff, 1959)]) y el director Richard Lester escogieron para aproximarse al vertiginoso oficio de una banda en ebullición. En este viaje iniciático -que comienza con la fuga de los fans en las calles de Londres y termina con un show masivo- no hay cambios profundos tras el viaje de los héroes, pero sí la reafirmación de una gracia que por esos días trascendía la sala de cine. Afuera, Los Beatles sonaban en la radio, brillaban en revistas y vitrinas, se volvían rápidamente “más grandes que Jesucristo”. Y lo que inventó Lester es justamente eso: un cine religioso, de devoción, una obra propagandística para honrar íconos y divulgar milagros. El objetivo es “promocionar una banda de rock”, podríamos decir, pero Lester lo hace con una ligereza lúdica capaz de sabotear cualquier seriedad y discurso. Aunque Anochecer de un día agitado también juega con la estética de los noticieros de la época, es en verdad un anti-reportaje, una mentira verdadera que extrema los delirios del star-system.

Junto con honrar a Los Beatles, la película celebra los descaros de la juventud, ocho años después de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y cuatro antes del estallido de la revolución hippie. Lester estrella la banda contra las tradiciones británicas y los protocolos de la alta sociedad. Diseña una comedia de enredos en un tren, un casino, una fiesta elegante y un estudio de televisión (¿la BBC como institución conservadora?), mientras los cuatro fabulosos cantan para que no olvidemos quiénes son. Todo esto fluye perfectamente gracias a un montaje hábil y frenético. Cuando años más tarde, Malcolm McLaren pensaría en elevar a los Sex Pistols a la categoría de Los Beatles y entendería que ese el mejor esquema para retratar a una banda de rock en el cine: el juego sin límites, la edición anárquica, el vértigo, la diversión sin culpas. Le salió La gran estafa del rock and roll (Julien Temple, 1980).

Pero Lester y Owen inventaron algo aún más valioso: la auto-ficción. A diferencia de un Elvis que se especializó en interpretar a otros en sus películas promocionales (Vince Everett en Prisionero del Rock and roll [Richard Thorpe, 1957], Danny Fisher en Melodía Siniestra [Michael Curtiz, 1958], etc…), Los Beatles encararon el complejo desafío de hacer de ellos mismos. Owen tuvo que pasar mucho tiempo con la banda para escribir el guión. Hizo de cronista antes de trazar la ficción, confiando en que cuando los personajes están bien definidos, y el resto fluye. Y no hay mejores individualidades que la de Los Beatles. Lennon ya es perfilado como el rebelde juvenil que aporta el humor ácido; Paul es el nexo entre el viejo y el nuevo mundo (por algo anda con su abuelo); George aún no está completamente delineado y Ringo es el punk, el tipo con actitud que logra robarse el metraje en una larga secuencia instalada hacia el final. Cuando el abuelo de Paul le dice que la vida no se aprende leyendo libros, él decide salir a la calle, experimentar la aventura que ofrece la ciudad como un pandillero solitario.

Anochecer de un día agitado tiene la locura indolente de la juventud que se sabe eterna. Londres era una fiesta, antes del ocaso, el desencanto, la bala asesina, la sobrevivencia senil en estadios repletos pero desolados.

Los Beatles eran una fiesta. Sí. La mejor de todas.

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