Bafici 19 – Diario de festival (3)

Por Federico Karstulovich

Pagar la olla (en el cine)

Por Sebastián Rosal

Arranca el Bafici, y como todos los años juro y perjuro tomármelo con calma. A diferencia de otros años, esta vez no tengo muchas más opciones que cumplir lo prometido, entre obligaciones laborales varias que restan tiempo para las películas. Ese es el problema del monstruo porteño para los que vivimos en la ciudad y tenemos que pagar la olla todos los días: la vida sigue, y hay que hacer convivir la última de Hong con el pago de la boleta del gas, cargar las entradas por sistema a primera hora en el medio de la jornada de trabajo. La cuestión entonces es ser más selectivo, estar atento al boca a boca, intentar sacar agua de las piedras. Vuelven a aparecer los amigos de los festivales, no hay problemas con la acreditación (toda una sorpresa), no hay chocolatitos gratis (van a aparecer después, a cuentagotas), las tres cabañas hipsters en la terraza para los acreditados parecen las cabañas de los 3 chanchitos. Y la anunciada batalla alrededor de la actualidad del INCAA queda para otro momento, más allá de la manifestación frente al Gaumont en la función de apertura. Parece que hubo fumata blanca y que el festival transitará de manera plácida.
El comienzo parecía intenso, y no solo por el título, sino en función de los comentarios previos y la casi absoluta unanimidad de elogios para con No intenso agora, la nueva del brasileño Joao Moreira Salles, el mismo que hace unos años atrás deslumbrara Santiago. Allí el retrato de su antiguo mayordomo se termina convirtiendo en una especie de racconto de las inevitables diferencias de clase entre su personaje y él mismo, hijo dilecto de la más alta burguesía brasileña. Y en cierta forma, Salles vuelve a filmar la misma película, con la misma mirada nostálgica y el mismo complejo de culpa, solo que ésta vez el cóctel no termina de funcionar. Porque en Santiago estaba precisamente éste, un personaje extraordinario, capaz de convertirse en el centro vital y de articular el relato. Aquí en cambio, si bien el material de archivo (que alterna entre viejas cintas hogareñas filmadas por su madre en un viaje a la China de Mao en plena Revolución Cultural y la evolución del Mayo francés, en particular sobre la figura de Daniel Cohn-Bendit) tiene momentos notables, todo parece más errático de lo que el propio director hubiera querido, a lo que se suma la machacona voz en off del director, dedicada a interpretar todas y cada una de las imágenes, sin dejar ni un mínimo resquicio al espectador. La melancolía que exudaba Santiago provenía de dentro hacia fuera, a partir de la soledad y los recuerdos del propio protagonista, pero estaba contrapesada por su energía expansiva. Aquí la tristeza por el devenir de la historia parece el lamento retroactivo y un tanto incomprensible de un chico rico que tiene tristeza.

Luego de eso, una de esas dudas existenciales que solo los festivales de cine nos deparan: ¿me meto a ver Caro diario presentada por el propio Moretti o hago fila para conseguir alguna de las entradas gratis para su charla? Por suerte, me quedo con la primera opción (aunque según me comentaron, la charla estuvo muy bien). Pero no puedo quejarme. A casi 25 años de su estreno, el diario personal del italiano demuestra estar en plena vigencia, y la ronda de preguntas del público me sirve para darme cuenta que Moretti es un auténtico cineasta popular, menos porque su obra tenga un alcance masivo (aunque probablemente lo tenga) que por tener la capacidad de establecer una relación personal, única con cada espectador. Uno sospecha que deben haber tantos Morettis como seguidores que lo admiran, y cada uno por una razón distinta. De todas sus facetas yo me quedo con la más íntima, esa que convierte su neurosis en comedia y honestidad brutal. Por eso es que de Caro diario prefiero el famoso primer episodio en la Vespa, pero especialmente el tercero y último, en el que despliega un humor implacable alrededor de su propia enfermedad y su cura. Salgo del cine con buen ánimo, el suficiente como para animarme a encarar, para cerrar del día, People power bombshell: the diary of Vietnam Rose, la nueva propuesta de John Torres, el filipino loco (otro más, en todo caso). Aquí, la intervención sobre la imagen y el sonido (desfasado) de una película clase B, sumado a algunos momentos filmados por el propio Torres terminan armando una reflexión tangencial sobre la presencia norteamericana en el sudeste asiático (otra más, en todo caso). Remontaje, repeticiones, sobreimpresiones, fundidos, agregados, intervenciones dan como resultado una experiencia que tiene mucho de hipnótica, y que vuelve a poner a Torres en un lugar inclasificable, cada vez más radicalizado y libre en su propuesta.

El segundo día comienza y termina en el Gaumont, empieza con un clásico y culmina con otro, y deja la sensación que no hace falta nada más. Abbas Kiarostami fue el cineasta de la ambigüedad, la sutileza y el misterio; tal vez, entre todos sus contemporáneos, quien mejor supo comprender la indeterminación esencial que anida en la imagen cinematográfica, su condición espectral, demasiada manipulable para dar cuenta del mundo en su pureza, demasiada real para narrar una fábula. Close-Up es una obra mayor, en la que esa preocupación se despliega con fluidez y elegancia a través del caso del ciudadano iraní que se hace pasar por director de cine frente a una familia, menos con intenciones de estafarla que para vivir una vida ajena por unos días. Todos los personajes hacen de sí mismos en una historia basada en un hecho real -aunque los conceptos de realidad y cine en Kiarostami se confunden hasta volverse indiscernibles. El final, en el que al perdón de la familia en el juicio se le suma la aparición del propio director reemplazado y su encuentro con el embaucador, es uno de esos raros momentos en los que la densidad conceptual va de la mano de un humanismo conmovedor. La copia restaurada del clásico de Kiarostami lucía espléndida, pero no más que Palombella rosa, mi segundo Moretti del festival, y en días consecutivos. La historia de Michele Apichella, el jugador de waterpolo que interpreta Moretti (alter ego con el que ya había recorrido sus films anteriores), amnésico y en crisis personal por la enésima debacle de la izquierda italiana tal vez sea la cumbre de la obra morettiana. Me quedo con un momento: la entrada en escena de Raúl Ruiz y su discurso sobre los goles, el silencio y la vida. En la sesión posterior a la función de preguntas y respuestas, Moretti relató que esas líneas fueron escritas por el propio Ruiz ese mismo día (junto con “la mitad de otra película”, según le dijera el chileno). Lo notable es que ese momento, casi improvisado, es tomado por el propio Moretti en el clima de su película, ese instante previo a la ejecución del penal. Esa es otra marca de los buenos: saber rodearse de otros buenos y dejarse influenciar por ellos.

Dos días, pocas películas para lo habitual, pero con un promedio más que interesante. No está nada mal como comienzo, y empiezo a tomarle el gusto a esto de dejar un poco de lado el ritmo febril.

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