Bafici 19 – Diario de festival (9)

Por Federico Karstulovich

En los márgenes

Por Sebastián Rosal

Arranco el lunes con la película que terminaría ganando, extrañamente, la competencia de Derechos Humanos. Lo de extraño no es porque no lo mereciera, sino porque la apuesta política de Tonsler Park, la última obra del veterano Kevin Everson, no necesita de barricadas ni declamaciones para establecer una visión del mundo (de un mundo) concreta a partir de una apuesta extrema en su forma. Al salir de verla inevitablemente pensaba en el que tal vez fuera el más brillante de los discursos de la última campaña presidencial norteamericana, el que diera Michelle Obama durante la Convención del Partido Demócrata. Allí dijo algo así como que “mis hijas durante los últimos 8 años jugaron en el jardín de una casa que fue construida con el trabajo de esclavos”. De más está decir que esos esclavos eran negros, como la propia ex primera dama, su esposo y sus hijas. En Tonsler Park, que bien podría ser el complemento visual de aquel discurso, lo que se registra es el trabajo de varios empleados negros en una escuela de Charlottesville, Virginia, durante la elección que ganara Trump. Haciendo foco en largos planos fijos de sus rostros, mediados gran parte del tiempo por las espaldas de los votantes que se acercan a dialogar con ellos, con el sonido desplazado en relación a la imagen o refiriendo a un espacio diferente, lo que queda manifiesto es que la naturaleza del trabajo ha cambiado de aspecto y que la esclavitud fue abolida hace mucho tiempo, pero aun así la institución más representativa de la democracia más antigua del mundo sigue descansando en gran medida sobre la labor silenciosa de las mujeres y hombres negros. En uno de los planos finales uno de ellos, ya canoso, vestido de saco y corbata, guía a los electores a las diferentes cabinas de votación. Al verlo pienso en otra frase, ahora de Borges, inserta en El impostor inverosímil Tom Castro: “sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad”. El film de Everson, con su registro mediado, pudoroso y aun así extrañamente emotivo de un acto tan impersonal como un día de votación, logra expandir esa dignidad desde un hombre a toda una etnia, y a su lugar inequívoco en la construcción de una nación.

Dejo para el final dos directores en las antípodas, menos por su obra que por ser uno de ellos una confirmación y el otro un descubrimiento. Que Hong Sang-Soo ha sabido construir un mundo propio y rápidamente reconocible no es ninguna novedad. En él suelen convivir jóvenes artistas, preferentemente directores de cine, por lo general en pleno padecimiento a causa de amores contrariados, comidas generosas y abundante soju, inevitables borracheras, confesiones más indiscretas de lo que debieran. Como si fuera poco, sus marcas de estilo aparecen unas tras otras, desde los sencillos títulos iniciales en caracteres coreanos, pasando por la música y los zooms violentos. En el par Yourself and yours y en On the beach at night alone ese mundo vuelve a desplegarse, insistentemente. Me detengo en esto un momento, porque escuché más de un comentario sobre el agotamiento de su cine, sobre su repetición. Pero acusar a Hong de filmar siempre la misma película es de una pereza casi ofensiva. En todo caso habría que considerar que de hacerlo y por el momento, ésta mejora más y más con cada versión. Hong ha logrado llegar a un punto en el que el dominio del lenguaje con el que trabaja es absoluto. Ha ido eliminando de a poco los elementos superfluos y prescindibles de tal forma de hacer resaltar como nunca antes sus personajes entrañables, casi levitantes, siempre con esa mesura que tiene su expresión manifiesta en el tono casi susurrado de sus charlas etílicas. A la salida de On the beach… me encontré con un grupo de amigas a quienes no veía hacía bastante tiempo. A todas les había gustado. Una de ellas, conocedora de gran parte de su obra, me dijo: “Me encantó. Me lloré todo”. Ese comentario es un elogio y también una descripción, porque el coreano ha aprendido a desplegar un poder de síntesis tal que logra que su cine pueda ser genuinamente emotivo y que sus eternos perdedores, a los que Hong les concede siempre el don de la dignidad, se vean siempre equidistantes tanto del patetismo costumbrista como del distanciamiento glacial.

Si la de Hong es una obra que en su evolución tiende a concentrarse en sus formas para desplegarse en sus sentidos, la del italiano Alessandro Comodin, director de I tempi felici verano presto asoma ya, en su segundo largometraje, con una potencia y una seguridad que presagian un futuro prometedor. Antes mencioné, a propósito de Moretti y Raul Ruiz, cómo las colaboraciones entre talentosos suelen redundar en mayores beneficios. Parece ser el caso también entre Joao Nicolau, coeditor de I tempi felici… y el propio Comodin, quien participó en el montaje de John From, la segunda película de Nicolau y una de los grandes momentos de 2016. Ambas están unidas en su gusto por el despliegue de una imaginación poderosa y por la elegancia con la que se disponen los materiales en el relato, mientras transitan los bordes del relato clásico infantil aunque ubicándolos en un contexto contemporáneo: si en la de Nicolau se podían ver ecos de islas solitarias y aventuras en los Mares del Sur a través del ensoñamiento enamorado de una adolescente (como si Julio Verne Louise May Alcott se hubieran instalado en Lisboa en cualquier verano del siglo XXI), en la película del italiano la referencia inequívoca es el mundo truculento de Caperucita roja con su doncella, su lobo, sus vecinos crédulos y temerosos y la presencia amenazante del bosque, con cazadores convertidos en enigmáticos presidiarios en fuga. Lo que Comodin consigue es establecer en ese bosque un universo al mismo tiempo preciso y de fronteras lábiles, expandibles, en el que todo parece posible y en el que la combinatoria de misterio, sorpresa y truculencia hace constantemente imposible poder predecir cuál será el movimiento siguiente. Salí del cine con la autoimpuesta obligación de tener un director nuevo a seguir de aquí en más. También con la certeza de haber acabado de justificar con ella mi Bafici, de haber vuelto a descubrir que ese tipo de películas, las que nos atropellan sin pedir permiso y sin aviso previo, nacidas en los márgenes pero con una idea de cine concreta e identificable, son las que constituyen, a pesar del mayor o menor público, de los vaivenes políticos y presupuestarios y de las discusiones en relación al cine dadas y por dar, la razón de ser de la existencia del festival.

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