Bafici 2018 – Diario de festival (4)

Por Rodolfo Weisskirch

Retornos marginales

Por Rodolfo Weisskirch

Lo primero que pensé cuando me mudé a Almagro fue… “voy a estar cerca del Abasto. Voy a poder llegar puntualmente a todas las funciones matutinas de prensa del BAFICI e internarme todo el día dentro de las salas, saltando de una película a la otra con la información indispensable: duración, horarios, número de sala. Quizás director”. Eran otras épocas. Aún me creía crítico de cine y pensaba que le aportaba algo al mundo. Yo qué sé.

Uno o dos años antes había roto mi propio récord de films vistos: 55 en 11 días. Eso no era vida. Almorzaba y cenaba en las salas. Con suerte me cruzaba con algún colega, algún estudiante o compañero de antaño. Intercambiábamos la típica: “¿y vos qué viste?” y después venía: “te dejo porque entro a otra sala y ya debe estar por empezar”.

Ese mismo año, en 2013, el BAFICI cambia de sede y me caga la vida. El subte H no estaba terminado y el colectivo tardaba muchísimo para llegar a Recoleta, a pesar que no es tan larga la distancia con Almagro. Pero yo sentía que todo había cambiado, que el BAFICI se había convertido en un evento completamente snob –ya lo era antes, pero Corrientes tiene otro aroma- y elitista. La edición 2013 me sacudió las tripas. No me gustaron las películas, no me gustaron los invitados. Todo me asqueaba. Y ahí, poco a poco, comenzaron los trámites de divorcio con el festival.

Un año después me podría la camiseta y postraría el culo en el asiento del “área profesional ”, también conocido como Sector industrial. La experiencia fue bastante gratificante. Y no solo por lo económico. Intercambiar palabras y conocer a programadores y directores de festivales tiene su lado positivo, así como asistir a productores o distribuidores. De todos los años que el BAFICI estuvo en Recoleta, sin duda, esa edición es de la que guardo mejores recuerdos.

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A partir de 2015, el número de películas que vi fue cada vez menor. Uno crece, se mete en otros proyectos, y la fiebre baficera disminuye. Así llegó el patético 2017, cuando directamente no asistí a una sola función. Cambió el trato con la prensa, y como sucede en otros festivales internacionales, cada periodista tiene un trato diferente de acuerdo con el medio en el que colabore. Mis horarios de trabajo no coincidían con las funciones de prensa –o cualquier función-, y mi economía no podía darse el lujo de repetir aquellas maratones estudiantiles en el Abasto, el América o el Atlas Santa Fe.

Como ni el BAFICI ni mi vida tienen cambios sustanciales en este 2018 que permitan una posible reconciliación, me tomé el Festival de Cine Independiente en forma más relajada. Solo me propuse una meta: ver en persona a John Waters. Lamentablemente –pero con cierta alegría- no fui el único con la misma motivación. Tras dejar pasar la función de Fuego, de Armando Bo, la charla en la Usina, y la exhibición de Pink Flamingos, mi última oportunidad de verlo era en la conferencia sobre sus libros. Y confieso, que a pesar de no haberlos leído, me parecía un evento imperdible. Trágicamente las entradas volaron poco antes de que arribara a Recoleta. El BAFICI no me quería en ninguna de sus filas. Me convertí en un marginal de una tierra de la que, en otros tiempos, me sentía un rey. Un marginal, como bien dice la palabra, vive en los márgenes. Y en Recoleta, ese margen es Plaza Francia, en dónde se montó una pantalla gigante con excelente repercusión sonora y brillante calidad visual. El cine al aire libre nunca me atrajo. Para mí las películas se ven en salas y punto. Pero como ya me sentía un vagabundo, no tenía nada que perder.

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Me fijé qué se proyectaba, y para mi sorpresa, daban dos obras que me interesaban. En primer lugar, 50 chuseok, de Tamae Garateguy, a la que sigo desde UPA. A continuación, Hairspray. Sí, aún había esperanza de verlo a Waters. Seguramente sería su último contacto con el público argentino. Además hacía bastante que no veía la película, y es de las obras de su realizador la que más placer genera.

Pero lo primero que sentí fue incertidumbre. Mientras caminaba por el pasillo de la feria de artesanos de la ciudad, un sonido molesto llegaba a mis oídos. Música pop. El espectáculo delante de mis ojos, por poco, provoca que abandone la misión. Un grupo de K-Pop bailaba delante de la pantalla del BAFICI. ¿En qué te convertiste Festival Independiente de Buenos Aires? ¿Cómo fue que pasamos de proyecciones, en butacas incómodas, de películas de Godard en el cine Cosmos a ver unos adolescentes bailando y cantando en coreano al aire libre?

¿Qué tiene que ver eso con el espíritu del Festival? Todas las respuestas están en 50 chuseok. La incursión de Garateguy no podía ser más a contracorriente de cualquier documental narrado en primera persona. El protagonista –u objeto de estudio- de la directora de Mujer lobo es Chang Sung Kim, un actor de 50 y pico de años que se ha desempeñado con austeridad y solidez en televisión y cine. Estereotipado y encasillado, Kim es identificado generalmente por sus personajes parcos y poco comunicativos. A veces es japonés, otras chino, pero no le molesta demasiado. Y Chang no podía ser más opuesto a esto. Carismático y divertido, es el motor de la película. La estructura de la misma, se divide en dos. Por un lado, su vida y la de varios miembros de la comunidad coreana, ya adaptados a vivir en Buenos Aires. Las costumbres, las comidas y otras historias. Hasta acá, todo bien, simpático. Pero la verdadera película arranca con el viaje a Corea.

Garateguy descontractura el tono de todo documental road movie. En principio, porque el rodaje es el making off del documental per sé, lo que permite contrastar la angustia increscente de Chang por reencontrarse con su hogar con la curiosidad y adaptación de la directora y equipo con la verdadera cultura coreana. Sin embargo, el humor no le quita lugar a la emotividad. Por el contrario, se construye, sin caer en efectismos lacrimógenos ni forzar situaciones. Chang lo ve venir. Lo que Chang no se percata es que es un marginal en su propia tierra. Corea no lo recibe como le hubiese gustado ser recibido. Chang es un extranjero en Corea. No reconoce sabores, apenas se acuerda el idioma. Nos pasa a todos.

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Y sino pregúntenle a John Waters. El patriarca del cine trash es una leyenda de la industria estadounidense. Un marginal que conoció el éxito gracias a Hairspray. La promesa se hizo realidad. Estuve a dos metros de Waters. Lo vi, lo sentí. Lo escuché respirar. Y Hairspray sigue siendo fresca, sus temas son todavía discutidos. Es la película más “seria” de Waters y aún así es pura alegría de principio a fin, con una Ricky Lake impresionante y Divine deslumbrando en doble rubro. Sus protagonistas son dos amigas que son marginales en su propia ciudad. Las discriminan por su peso y su rostro. Pero ellas desean ser famosas.

Metáfora sobre la lucha año tras año del propio Waters contra el sistema industrial, Hairspray ahora se representa en las escuelas secundarias de Estados Unidos. “Pensé que la gorda y el trans habían ganado” –recuerda Waters- “Pero no. Me equivoqué, porque ahora las escuelas no pueden discriminar a los estudiantes que desean trabajar en teatro. La corrección política –por la que yo luché en transformar en los 60 y 70- ahora es moneda corriente y ya no debe extrañar encontrar a una chica flaca y negra interpretando a Tracy, pero le cambian el sentido a toda la película“. Waters sigue siendo un marginal. Su lugar seguro donde no necesitaba justificar su narración pasó a ser un lugar común al que él no logra adaptarse.

Cuando terminaron las proyecciones, ya no me sentía tan marginal. Conocer gente que atravesó situaciones similares, me dio a pensar que quizás llegó el momento de reconocer que la marginalidad es simplemente una etapa de la vida. Que ya no importa cuándo, cómo, por qué y dónde ver las películas mientras que se vean, donde sea. Y si no se ven, bueno, mala suerte. Habrá que esperar al BAFICI 2019.

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