Bafici 2018 – Diario de festival (7)

Por Leonardo Gutierrez

Nosotros y la montaña.

Por Leonardo Gutierrez

Para Cami, compañera de ruta.

En una escalera del Bafici también hay un aleph. Uno donde se condensa todo el festival, geográfica y figurativamente. Son esos maléficos peldaños que separan el primer y segundo subsuelo del Village Recoleta y conducen a los baños, donde alivianamos esa bendita vegija natatoria que nos permite seguir avanzando. El centro exacto de ese cine central, el centro del festival, nuestro centro del universo durante una decena de días. El verdadero “punto de encuentro”, y no esa aldea de Lost careta con casuchas inflamables. Todos pasan democráticamante por ese aleph (directores, jurados, productores, invitados, personal), porque tienen que ver películas, pero más aún, ir al baño. Y volver, claro.

Pero ese punto tiene un problema: es absurdamente estrecho. En un día “normal” se asemeja a uno de esos senderos pedestres donde uno se saluda con turistas desconocidos que van o que vienen (ya volveremos al viaje). En hora pico, o los fines de semana, es un verdadero desfiladero de las Termópilas, uno donde las batallas se libran en nombre del cine. O de la vejiga. No importa el género (dama o caballero), su status (invitado especial o credencial platino): yo paso primero porque me meo, yo porque me pierdo la película. Se producen no pocas colisiones (el celular lo complica), o contorsiones extrañas con quienes deciden pasar al mismo tiempo. Es, también, un lugar sin ley, o cinéfilamente un microwestern. Y un enigma permanece: ¿de quién es la prioridad de paso? Del que baja, dirán algunos, ya que se está orinando o defecando, una pulsión vital. Del que sube, dirán otros (quizá amparados en las leyes de tránsito al salir de una rotonda o cuando se sale del subte), porque está llegando tarde a una película, otra pulsión vital. Cine o vejiga, esa es la cuestión. Y así es, también, un poco el Bafici: un caos, una urgencia, una libido ante todo; un “no sé qué es pero yo me mando”. El festival –cualquier festival de cine, bah- es un meadero cinematográfico. Por ese aleph pasé unas 10 veces el día sábado 14 de abril, con mi librito azul cruzado por recomendadas y elegidas por puro instinto festivalero, nuestro bien más preciado y personal.

Hace exactamente un año conocí a mi novia actual. No en el festival, sino unos días antes. Usé al Bafici como arma de seducción irrisoria (y porque no me quedaba otra, ya que esos 10 días vivo literalmente ahí), pensando que invitarla a una película serbia constituía la mejor cita posible. Siempre me dijo que no, cosa que agradezco, porque en esa fecha me convierto en una suerte de poseso que piensa más en “ya empieza la taiwanesa” que en “tengo que darle un beso ahora”, y la cosa se dio tiempo después. Hoy me tomo revancha mientras me acompaña a casi todas las funciones. No tiene por qué, más allá de entender qué es lo que me enloquece tanto (esa cosa admirable y peligrosa a la vez que tiene las mujeres de escanear almas), pero lo hace. Y es un acto de amor, sin dudas.

Entonces la arrastro (y reitero arrastro, ya que no estaba en sus planes ver cinco películas por día), prometiéndole el paraíso de las imágenes. Ella es fotógrafa, y sostiene que aunque la película sea una porquería siempre le puede sacar algo. No soy fotógrafo pero pienso lo mismo: gracias a malas películas sé todo lo que no me gusta, que me es más fácil de mencionar que lo que sí, u objeto de (vana) vanagloria. Me mando solo en la primera de prensa, cuya flexibilidad horaria (y algo de suerte, claro) me permite ver tres películas.

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Arranco con The great Buddha + y son las 10:20 AM: o sea, mejor que me guste. Gol desde el vestuario. Con un argumento que no vale la pena “reseñar”, se trata de una comedia dramática de veras, con –precisamente- una comedia y un drama de límites casi imperceptibles. Hay escasez de recursos pero no de cine, como hay pobreza pero no miserabilismo. Es un exponente de ese cine cada vez más escaso nacido de las entrañas de su director, y no de las ganas de recolectar premios. De un blanco y negro exquisito (excepto cuando aparece el color, pocas veces tan justificado) que potencia su tono agridulce, su trazado emocional que no desdeña un humor de media sonrisa permanente sin abandonar su profunda melancolía. Es, ni más ni menos, ese happy sadness del que hablaba Sing street, y también, una de esas películas que bien valen una jornada completa. Pero el día continúa, y la agenda y la vejiga apremian, así que luego del aleph bajo corriendo a fumarme un pucho (los orientales fuman mucho más que los franceses, cada día más vapers, y mi deseo aumenta).

La Directiva 1

Llega mi novia y vamos a ver la chilena La directiva, que no fue tan sorpresiva porque venía recomendada. La película es un bien escaso, porque es uno de esos documentales con gente pintoresca y simpática pero jamás se queda (sólo) en ello sino que su entramado, sin ser ostentoso, es mucho más ambicioso. Permite ser leída de varias maneras, con varias capas que se superponen, y es política sin gritarlo. Es, casi, como si Wiseman hubiera llegado a un acuerdo con Christopher Guest: la observación minuciosa y distante de una institución cuasi irrisoria pero real (la federación de árbitros amateurs) que puede definir no sólo a un país sino un mundo, pero mostrando a la vez que ese mundo sí puede ser mejor. Al menos si siguieran el ejemplo de este microcosmos real de héroes anónimos que se toman sus tareas con la seriedad del juego que posee esa palabra maravillosamente bautizada llamada amateurismo. Es por eso que La Directiva nos habla también del cine (o cualquier pasión), y por supuesto de un festival como este. De todo, bah, porque estamos ante una película que es una máquina de pintar aldeas.

Aleph, panchos, café, aleph.

Ya estaba hecho, pero faltaba Blue my mind,  a la que voy a ver solo por la sinopsis y un fotograma, y no pude haber hecho mejor. Van 10 minutos y pienso que hay que dejar de hacer coming of age –sobre todo femeninas- por dos años, o al menos no pasarlas en los festivales; que estoy harto de la bendita adaptación en medio de bullers, los portazos a los padres y los excesos porque sí. Pero de repente sucede algo, y luego algo más, y el relato deviene en algo mágico, en violencia lacerante, en éxtasis casi pagano para con el subgénero. Apostando al realismo más crudo cruzado por el fantástico (¿o es al revés?), maneja con maestría no siruela ese límite, ese hielo a punto de romperse que separa a la belleza del papelón. Este aspecto, más una violencia seca de gran lirismo, la hermana de cierta manera con la insuperable Let the right one in. No puedo decir más sin arruinar el sabor de sus pequeñas grandes sorpresas. Y no porque tenga una vuelta de tuerca a lo Shyamalan (de hecho éstas se dejan ver enseguida y cristalinamente), sino porque el placer está, justamente, en saborear esa sorpresa de a poco, y junto a su extraordinaria protagonista (para mí –y queda anotado- la ganadora cantada a mejor actriz de la competencia).

Pero por sobre todas las cosas, Blue my mind es el antídoto perfecto (y opuesto) a la nadería alegoricoide de La forma del agua, no sólo porque sus metáforas son traslúcidas y simples a la vez que menos obtusas y subrayadas, sino porque acá hay personajes (gente) que se alejan del arquetipo (y del género) a toda velocidad, refugiándose en una empatía inmediata y sincera. Y con una violencia gore, claro está, que la de Del Toro pide a gritos pero a la que jamás se anima. La película suiza entiende más que ninguna otra que la adolescencia es un cuerpo que duele, una crisálida hecha de espinas que pugna por ser. Y ser, sobre todas las cosas, es algo que se hace solo. Ah, y como esto no es una crítica (que a veces suelen perderse lo más importante), allá va: lloré varias veces.

Luego de un mal café y un par de malos panchos a las apuradas, partimos para Mordor, es decir el Village Caballito, y subimos esas 25 u 26 escaleras que conducen a la sala. Allí, ir o buscar el baño no es descubrir un aleph, sino jugar al Príncipe de Persia.

Vemos Alberto García-Alix. La línea de sombra, solo para acompañar a mi novia y hacerme el ecuánime. Me digo que los retratos de artistas no pueden salir mal, e incluso aprenderé más sobre un arte sobre el cual soy bastante ignorante. La sorpresa es más que grata, ya que la película –que es más bien un autoretrato, la especialidad de García- celebra a la persona y a la obra por igual. Las fotos son bellísimas, pero él es un personaje inolvidable, como si a un Pity Alvarez (bueh, o su coterráneo Sabina) se le hubiera dado por la camarita. El encanto no se produce solo por tratarse de un reventado sabio que se metió media Movida madrileña en el brazo, sino por tratarse de un poeta de pies a cabeza, y con las manos, aún más. De esos sujetos que uno supone morirían (y Alix ha sobrevivido a todo, como sus objetos retratados) de no hacer lo que hacen, y que de hecho la fotografía le salvó la vida, una vida que está ahí, en sus imágenes. Reflexivo y nostálgico pero jamás cínico, Alberto cuenta su vida y obra (que son más que nunca lo mismo), a la vez que nos explica, con un dejo de desazón, todo lo que no puede (o no debe) ser captado por una cámara. O sea, nos habla también del cine.

Pag 8 Pororoca

Nos quedamos en Mordor (o Persia) para ver Pororoca. Sí, un drama rumano de 2 horas y media, un sábado a la noche. Mi novia no está lo que se dice rebosante de felicidad. Pero le advierto, levantando un dedo índice, que Rumania produce el mejor cine independiente del universo, y que Sieranevada, y que Everybody in our family, y que tengo que verla como sea. Y tiro comodín: si nos aburrimos nos vamos, que después no hay subte, y Caballito después de las 23 es After Hours sin neones. Pero ahí viene el soberbio plano secuencia (interminable no por tiempo, sino por una asfixia que hace que nos olvidemos de cronometrarlo) y ya no se la puede abandonar (ni a ella ni a ese padre desesperado), ni siquiera a pesar de esos interminables procedures -temáticos y formales- del nuevo cine rumano, con esa burocracia macabra y su juego de repeticiones.

Y si ya son las 23:15 y te viste 4 películas en 3 sedes, malcomido, malcagado y maltodo, tomá pa vos: la resolución de la película, con otro plano secuencia salvaje, todo lo opuesto a lo anterior, que despierta hasta el más atolondrado. Una conclusión sobre la que no diré nada, excepto que a más de uno le parecerá exhibicionista o propio de una película y un director innombrables acá, pero que coherentemente se trata de un final devastador, seco y desesperante para una película que jamás deja de serlo. El drama familiar ha encontrado en Rumania un refugio vampírico donde perpetuarse con nobleza.

Por culpa de ese estado entre hipnótico y llanamente pelotudo que disfrutamos después de una gran película, la falta de baterías y una serie de señas mal entendidas, se suscitan un par de desencuentros entre mi novia y yo, escaleras mecánicas mediante, propios de una de Tatí. Fin del día. O no: aún falta algo más de una hora para trasladarse desde Caballito a Saavedra a las doce de la noche, que bien podría ser la premisa de otra gran película rumana.

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El domingo, pero antes de terminar este diario del sábado, tengo la fortuna de ver Gabriel e a montanha. No pertenece al día reseñado aquí, pero igual la invocaría, casi caprichosamente, sólo por ser extraordinaria. Sin embargo no es ése el único motivo.

Esta suerte de Into the wild brasileña –pero llena de vida, a pesar de la muerte, omnipresente- es un retrato humanista pero que jamás oculta las contradicciones, de tanto presupuesto o factura técnica como vitalidad, una road movie a través de África que, como su fascinante personaje, no frena nunca, que realmente constituye un viaje (¡qué me vienen con cine en 360!), en todo sentido y con todos ellos. Pero que muy especialmente transmite como ninguna del subgénero esa pasión casi enfermiza por viajar, por saltar de un lugar a otro; esa pulsión desenfrenada por la aventura, de filmar con los ojos.

Y sucede que verla me hizo acordar a nosotros, a los que escribimos estos diarios (igual que Gabriel, que va registrando su periplo) y a los que los leen. A los que padecemos el wanderlust festivalero. A los homeless voluntarios de Recoleta. Es una analogía ramplona, lo sé, pero no por ello menos cierta. Claro que no me refiero a unas vacaciones en lugar fijo, a la simple analogía del “viaje” con el visionado o inmersión de un universo fílmico, sino a una travesía como la de Gabriel, que va de un país a otro –por momentos solo, otros con su novia también errante- porque el tiempo (o vaya saber uno qué, mucho más interesante) lo apremia.

Salir a recorrer el mundo entero debería ser lo opuesto a sentar el culo para mirar películas, pero verla me recordó demasiado a esta, nuestra road movie imprecisa y casi infinita que atraviesa barrios, cines y salas, pero sobre todo provincias, países, continentes y mundos. El cine es más viaje que nunca cuando se trata de un festival. Quien acude a uno como el Bafici es un sedentario provisorio dentro de un nomadismo constante. Por eso la voracidad “viajéfila” de su protagonista solo puede compararse a esa horda salvaje (de los que quieren dormir en el barro o en un 5 estrellas, no importa) que se sumerge durante días y días en esta jungla de celuloide, a riesgo de privaciones diversas que incluyen -como los viajes- comer mal, dormir peor, o la escasez –si no ausencia total- de sexo. Siempre y cuando lo que nos mueva es ese deseo voraz de imágenes, y al igual que un periplo de los buenos, un Bafici constituye uno de los estreses más justificados que existen. Menos “real” y heroico que ese viaje de Gabriel al África, por supuesto, pero al menos nosotros podemos vivir para contarlo. Bueno, hasta ahora. Y si la quedáramos ahí, vamos: nadie podría negar que ese epitafio carecería de un cachito de gloria.

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