Bafici 2018 – Diario de festival (6)

Por Cecilia Martínez

Un don excepcional

Por Cecilia Martinez

No soy una asidua asistente del Bafici. No voy todos los años ni me encierro esos diez días en las salas ni me enfermo del stress ni nada de eso. Estoy cada vez más fóbica a la gente y a los espacios atestados, sumado a la aversión a ciertas gentes de ese mundillo. Odio cruzarme con personas en los pasillos, en las escaleras, en la calle y tener que saludarlas con falsa cortesía. Trabajé en Bafici tres años y varios de los que me explotaban en esa época hoy ni me saludan. Gente que se hace la ocupada e importante porque son los únicos diez días en el año en los que pueden darle órdenes a alguien. Especímenes patéticos que trato de evitar. Ya no voy ni a fiestas ni a cocktails. Llego sobre la hora y me retiro a las corridas. Volviendo a lo otro, solo voy a ver películas al Bafici cuando puedo y a ver lo que me interesa. Por eso es que este año me dieron el color de credencial más bajo, que solo te permite asistir a las funciones de prensa. Al principio me enojé, sin razón alguna por lo que expuse antes de mi intermitencia (tal vez mi enojo haya estado relacionado con el hecho de haber trabajado varios años por chirolas y haber contribuido en varias oportunidades en catálogo y libros y pensar que por eso, de cortesía, tendría garantizada una credencial más buena onda todos los años, cosa que claramente jamás ocurrió ni ocurrirá), hasta que descubrí mi único don en esta vida: entrar a todas las funciones sin pagar. Si bien celebro mi don y mis tramoyas para también evitar las colas (mis artilugios son ingeniosos y divertidos), no voy a quitarle mérito a los chicos de las filas y las puertas de los cines, muy buena onda y relajados todos, a diferencia de años anteriores (época en la que yo trabajaba en el festival), cuando eran tan pero tan gorra que ni siquiera nos dejaban entrar a quienes trabajábamos incluso habiendo lugar en las funciones. Celebro este cambio de actitud y celebro mi don, casi el único que tengo en la vida. Y así llegamos a las películas. Aquí mi corto y errático paso por el 20 Bafici, sin colas, sin entradas pagas, sin tragos gratis de cocktails, sin saludos forzados, con más fobias, sin expectativas, con gratos hallazgos y con algunas esperables decepciones.

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Siempre sostuve que las personas que maltratan a los animales deberían sufrir algún castigo similar al que propinan. Me acuerdo de un jefe que tuve hace tiempo, un viejo pajero y pelotudo, que maltrataba a su perro y se jactaba de hacerlo dormir al aire libre todo el año y tenerlo atado a un palo. Si existiera un personaje como el protagonista de Euthanizer, se lo mandaría al vejestorio ese para que rinda cuentas.

La eutanasia es una solución digna frente a condiciones indignas producto de la vejez o enfermedades, tanto en animales como en personas. Decí que los humanos le tenemos miedo a la muerte que si no el encuentro con el arpa sería mucho más noble y menos agobiante para el que se va y para los que se quedan. Haukka, el “eutanasiador” que da nombre a la película, es un tipo urso, solitario y oscuro. Pero también es un defensor de los animales, de la calidad de vida y muerte de los animales. Tanto es así que, cuando llega una rubia para que sacrifique a su gato enfermo y le pregunta si el felino va a sufrir, el viejo pillo le dice: “Un gato necesita como mínimo 1 km2 para correr y sentirse libre; vos vivís en un monoambiente de 20 mts2, tenés al gato para no sentirte tan sola, ¿y me venís a preguntar si el animal sufre?”

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Y así es cómo el viejo mala onda va aleccionando a todo aquel que encuentra en su camino que maltrata a animales. En el medio, interactúa con tres personas: una veterinaria que, como bien sabemos sobre la mayoría de los veterinarios, se hacen los copados con los animales pero ni en pedo te atienden gratis a un perro moribundo y te la re ponen cada vez que llevas a tus mascotas; un miembro de una pandilla, de esos tipos inútiles que solo se sienten alguien rodeado de otros inútiles como ellos mientras chupan birra y hacen karaoke, que lleva a su perra a sacrificar porque no la quiere más; y una enfermera, adepta a prácticas sexuales un tanto extremas (relacionadas con la muerte), encargada de cuidar al padre moribundo de Haukka en el hospital (más tarde sabremos un poco más sobre la historia entre padre e hijo, un pasado que involucra lirios del valle, golpizas y caballos muertos). Cuestión que el viejo alecciona a la veterinaria, se queda con la perra del inútil y entabla un romance con la enfermera.

Dentro del tono lúgubre de la película, hay momentos luminosos que se vuelven humorísticos, como esa corrida por el prado en ralenti de Haukka y la enfermera tomados de la mano. Sin embargo, esa luminosidad incipiente no dura demasiado, ya que el estricto sentido de moral de Haukka lo lleva a darle a las personas el castigo que se merecen pero también a sí mismo. Todo acto tiene sus consecuencias y el viejo está dispuesto a pagarlas y hacerlas pagar. El final es potente y desolador, y nos deja con un sabor amargo de justicia. El mismo tipo de justicia que yo buscaría para mi ex jefe, que le metía los cuernos a la esposa con la empleada doméstica y sentía placer al maltratar a su perro. Ya te va a llegar, viejo pajero. Mi Bafici comenzó así: bien arriba y bien abajo a la vez.

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