Bafici 2019 – Diario de festival (2)

Por Federico Karstulovich

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Volver a casa

Por Federico Karstulovich

Hubo una época de mi vida, hace casi 20 años, cuando el Bafici estaba comenzando -y yo recién estaba comenzando a trabajar en eso de escribir crítica-, en la que los días se me hacían largos y duros. Comenzaba el día cursando a la mañana en la facultad, al mediodía, solo un par de días por semana, cuando no tenía que trabajar en la librería en la que laburaba o como asistente en la revista de teatro en la que me explotaban alegremente (en todos los trabajos juntos, no voy a mentir) tenía una hora como mucho para pasar por mi casa y comer algo mientras miraba algún capítulo de Seinfeld que iba pegadito a las repeticiones de Friends y luego al yugo del trabajo diario (trabajaba de lunes a sábado). A ese trabajo entraba a las 14 y salía a las 22.30. Cuando volvía a casa eran las 23 y llevaba cerca de 14hs afuera. Los viernes y sábados, en cambio, volvía (si no salía con amigos o con mi novia de entonces) a la 1 o 2 de la mañana. Francamente no sé cómo mantuve ese ritmo durante años sin volverme loco y en medio de la crisis económica de entonces. Nota mental: vivimos en un país que es una calesita de crisis económicas, por lo tanto quienes sufren ahora en medio de la crisis actual no dejan de actualizarnos a los más viejos aquello que sufrimos en otras épocas.

Cine Lorca 2

La cuestión es que para ese entonces Bafici era una novedad que me quedaba a años luz de mis posibilidades y horarios. No obstante, en abril, siempre lograba hacerme un hueco. A partir de abril del 2001, habiendo entrado casi un año antes a escribir a El Amante Cine el asunto se me hizo más fácil para la economía personal porque contaba con pase de prensa. Para ese entonces llevaba una práctica encima que me permitía afrontar el festival con varias películas diarias sin morir en el intento. Desde 1999 a 2003 aproximadamente me había propuesto ver al menos dos a tres películas diarias (no me pregunten cómo ni si dormía) y escribir sobre todo lo que veía. Por eso, el festival no me agarraba desprevenido. Salía de una función y comía y escribía en mis oficinas del McDonalds de Corrientes cerca del cine Lorca. Y así.

Hoy por hoy, sin ser un viejo choto, me pasaron los años y tomé conciencia por otros medios sobre aquello que mencionaba Marcos Rodriguez en su nota. No se puede vivir corriendo. O al menos no a los treinta y pico. En ese sentido envidio a los pibes que van de función en función y luego cursan y laburan. Como reza la frase de Alcohólicos Anónimos: “Nosotros hemos estado ahí”. Y no, no se trata de pasar una posta generacional berreta ni nada similar. Sencillamente el tiempo transita, para todos, de maneras distintas. Por eso con el paso de los años adopté cada vez más la necesidad de no hacer de mi experiencia en el festival una experiencia estresante, con corridas, con poco sueño, con mala alimentación. Y, un poco como mencionaba en la cobertura del año pasado, cuando las crisis arrecian, cuando el mundo del trabajo presiona, demanda (hoy por hoy en bastantes mejores condiciones que hace 20 años, al menos en mi caso personal), imprimirle el mismo ritmo a algo que debe ser disfrutable, placentero, lúdico no solo es irresponsable sino que es irrespetuoso con nosotros mismos. Por eso creo que para empezar este festival decidí no salir a descubrir mundos, sino que decidí volver a casa. Y la casa, para muchos cinéfilos, son los clásicos. Pero no la demanda de clásicos de John Ford, no necesariamente. Los clásicos son la infancia en muchos casos. O la infancia es una casa que cobija, que da paz y que provee de proteínas para que el mundo de mierda de afuera no nos morfe de un tarascón.

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Volver a los clásicos por tres es casi una obligación que me autoimpongo en los últimos festivales (incluso aunque no hay nada de obligado y más de disfrute que otra cosa). En esta ocasión la vuelta a casa fue de menor a mayor. Karate Kid (John Avildsen, 1985), Duro de Matar (John McTiernan, 1988), Cuando Harry Conoció a Sally (Rob Reiner, 1989) fueron mi retorno al hogar en este comienzo de Bafici 2019.

La película de Avildsen, que ya venía con experiencias previas de historias de autosuperación (una década antes de Karate Kid dirigía Rocky, asi que no hay mucho más que decir), fue, cuando menos extraña. La película tiene serios problemas de ritmo: por momentos se hace algo morosa y redundante, luego avanza velozmente y así. Pero lo más curioso y extraño es que el retorno a ella no fue con los ojos de niño, sino con los ojos post-Cobra Kai , como si en el fondo hubiera ido a comprobar lo que la serie de 2017 propuso, que no es otra cosa que la versión alternativa. Y de repente, el retorno a Daniel San, a Miyagi y a la película de iniciación se me convirtió en la historia de un tipo que se victimizaba para lograr insertarse. Casi como si se tratara de un psicópata. Es notable, porque desde esa nueva perspectiva, toda la película cambia y se convierte en un manifiesto millenial sobre sentirse ofendido para en realidad convertirse en el verdadero victimario. Ahí el retorno a casa no funcionó: mi infancia me expulsó definitivamente y las capacidades de Avildsen también.

Sobrevinieron, entonces, dos obras maestras inoxidables, que resisten cualquier mirada con el paso del tiempo y que son esos himnos personales a los cuales uno siempre quisiera volver. Voy a empezar por la maravilla de McTiernan. Y luego con la de Reiner.

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Ver Duro de Matar en pantalla grande no solo es un espectáculo mayúsculo como casi no existe hoy en día, sino que es un retorno a un gran director olvidado, el extraordinario John McTiernan. Pero la tierra imaginaria de la película, para mi, es menos la de la infancia (cuando se estrenó yo tenía 8 años) que la de mi primera adolescencia, un recuerdo de VHS. Por eso ver la película en fílmico fue un retorno a lo que nunca sucedió, a una verdadera infancia alternativa, de esas que uno quisiera haber tenido de manera casi mítica. Esa infancia fílmica y en el cine (que nunca tuve ni sucedió: mi cinefilia vino mas tarde) fue reinventada ante mis ojos, porque con las corridas, los one-liners, la lectura paródica del machismo y la incorrección política de la película protagonizada por Bruce Willis, lo que volvió fue una invención emocionante. Porque si el cine tiene un poder, en definitiva, es el de construir esas vidas posibles que no tenemos, no tuvimos ni vamos a tener. Viendo Duro de Matar en pantalla grande no solo volví a una infancia distinta sino que creé, durante un par de horas, un pasado hermoso. Al salir de la sala, el efecto, el cachetazo de realidad, no se impone tan rápido, porque seguimos recordando lo que no fuimos y construimos, al lado de los que somos, a esa persona que nunca supimos ser y que nos acompañó durante un rato hasta desvanecerse.

La película de Reiner, en cambio, es el retorno a otro pasado. Al final de mi adolescencia, al principio de la adultez. Y también, por qué no decirlo, a otro momento doloroso, luego de unas vacaciones truncas. En ese momento de mi vida, allá por el 2000, en una situación de pesar y tristeza, de viaje en un país limítrofe, la película de Reiner (y maravillosamente escrita por Nora Ephron) me salvó la vida. Literalmente me cobijó durante un par de horas. Y dado que, en ese entonces, las películas emitidas por cable se repetían durante el día, la volví a ver unas dos o tres veces más. Ese día de enero fue el día Cuando Harry conoció a Sally para mi. De hecho es una película a la que amo tanto que la adopté como patrón para trabajar en mis clases. Pero volvamos a la proyección. La película no solo es un artefacto perfecto que funciona por todos los costados (su puesta en escena es limpia y clásica pero sofisticada a la vez), sino que tiene, al día de hoy, una sensibilidad notable que permite conectar con distintos momentos vitales. Verla en pantalla grande no hace otra cosa más que magnificar lo conocido asi como descubrir cosas nuevas (el trabajo cómico con la información visual en profundidad de campo en cada plano es un hallazgo que solo en pantalla grande se puede apreciar con plenitud). El retorno a ella fue otro retorno al hogar, quizás más doloroso, si, pero también algo más feliz.

Con las distintas proyecciones de clásicos comprobé eso: uno también mira películas para volver a visitarse, para mirarse en el presente y preguntarse qué fue lo que nos pasó desde el momento en el que esas películas inscribieron algo hasta el momento en el que, por arte de la casualidad, retornan a nuestra vida con una melancolía infinita. Lo curioso es que, casi 20 años después, el Bafici se acercó a mi vieja casa, en Belgrano. Pero yo ya me fui de ahí hace rato. A veces es bueno volver a casa, otras veces no.

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