Bafici 2021 – Diario de festival: La sal de las lágrimas/Bill and Ted Face the music

Por Varios Autores

La sal de las lágrimas

Por Diego Maté

Garrel ya es como esos pintores que sacan siempre el mismo cuadro sin esfuerzo, que someten un motivo a infinitas variaciones en la creencia de que el arte no supone invención ni originalidad sino un trabajo de orfebre con un conjunto de reglas dentro de un territorio trazado previamente. ¿De qué trata La sal de las lágrimas? De lo mismo que casi todas las películas que vinieron después de Inocencia salvaje, de una insatisfacción afectiva que conduce a buscar el amor en tantos lugares como se pueda, ya sea en parejas estables, compañeras ocasionales, amantes regulares o, eventualmente, un oficio. Esas búsquedas dibujan mayormente triángulos con vértices en constante movimiento: el infiel inveterado puede ser en el futuro él mismo el engañado y consumido por los celos. En La sal de las lágrimas se nota un cambio en la pincelada: Garrel le imprime a su geometría amorosa un dinamismo nuevo, todo se transforma en cuestión de una o dos escenas, de golpe la relación que permitía imaginar un porvenir ya no ofrece ninguna forma de fuga hacia adelante, un encuentro casual puede trastocar todos los planes, la mujer deseada puede olvidarse sin dificultades para volverse obsesión más tarde. El aire desprendido con el que el director se acerca a los personajes hace pensar en un relato formativo del siglo XIX: salvo por su padre y la carpintería, Luc pareciera no tener nada, un hombre sin atributos, un cuerpo en estado de disponibilidad que se mueve por la ciudad guiado únicamente por sus caprichos, como si viviera en una escucha flotante. En la calle conoce a Djemila, le habla y los dos quedan en salir; hay ahí una relación en ciernes, tal vez, pero será imposible saberlo: la distancia y el reencuentro con Geneviève le proporcionan a Luc un nuevo interés. Ella se queda en la casa del padre de él y en poco tiempo la cotidianeidad impone su naturalidad; el protagonista ahora diseña escapes clandestinos de los compromisos que traza alrededor suyo Geneviève y busca de nuevo a Djemila.

La velocidad con la que Garrel resuelve estas transformaciones es extraordinaria. El director parece haber encontrado una fórmula narrativa que cifra su efectividad en el despojamiento de todo, pero especialmente de notas psicológicas. Su cine (el último, por lo menos) reniega de cualquier clase de profundidad, como si entendiera que las películas, como la tela de un cuadro, es un arte de la superficie que no debe perseguir los mecanismos y los anhelos psíquicos sino gestos mínimos como caminar, fumar o tomar rápido un café en un bar. Las escenas empiezan y terminan con una agilidad impresionante: una vez cumplido su objetivo, el montaje clausura expeditivamente el momento y pasa a lo que sigue, como si hubiera una cierta urgencia que conduce al director a quitarse de encima todo aquello que pudiera recargar el conjunto y obstaculizar el movimiento. El sistema es de una efectividad cruel: pone en evidencia, como una alarma, cualquier capricho que pueda antojársele a Garrel. Sucede cuando el protagonista y una pareja negra salen de un bar y se cruzan con dos tipos con camperas de cuero que los agreden. La acción no cumple función narrativa alguna ni deja entrar nada nuevo en el universo de la película, está ahí solo como denuncia del racismo francés, como signo de pertenencia a un sector social (el de la cultura progresista); un brochazo que ensucia un poco el paisaje, como si a Garrel le hubiera temblado el pulso. Nada grave, de cualquier manera, el traspié confirma por contraste la elegancia y precisión del resto, además de que a los maestros solemos permitirles alguna que otra veleidad 

Bill and Ted Face the music

Por Gabriel Santiago Suede

Recuerdo que, allá por los noventas, en varias ocasiones, me crucé con las cajitas de esas películas con dos pibes con cara de boludos. Por algún motivo nunca me llamaron la atención y las dejé pasar cada vez que se dio la posibilidad de alquilar cualquiera de las dos primeras entregas de Bill & Ted. Creo que fue una intuición correcta. Algunos años mas tarde el azar me demandaba cruzarme con las películas una vez mas. Cuando el cable todavía no se había fusionado en grandes compañías y la accesibilidad a HBO y Cinemax era parte del plan me crucé con la segunda entrega de las B&T. En su momento me dio la impresión de estar frente a una variable muy tonta y simpática (pero olvidable, sobre todo porque fue la película de bajones luego de una fiesta) de El Mundo según Wayne (luego me di cuenta que estaba blasfemando). Con el tiempo, a inicios de los 2000s vi la primer entrega, que me pareció mejor, o al menos claramente autoconciente de el género de “boludos sueltos en el tiempo”, que no hacía otra cosa que mezclar las buddy movies con películas de drogones con películas sobre fanáticos de rock. El tema es que esa primer entrega estaba plagada de inocencia, por lo que el resultado parecía ajeno a cualquier cinismo. Se trataba de una película con un público posible situado entre los 10 y los 13 años. O si se trataba de un publico mayor sin lugar a dudas debía ser un público nostálgico de algo con lo que yo no lograba conectar.

Sin mediar el error, me enteré del rodaje de la tercer entrega de Bill & Ted sabiendo que todas las fallas y todos los aciertos posibles de aquellas dos películas que, de ser personas, a a esta altura ya estarían haciendo aportes jubilatorios. Y el resultado fue peor de lo imaginado por mi. Porque si algo salta a la vista tras el visionado de esta tercer e innecesaria entrega es el extravío mayúsculo al que nos expone. Para empezar vale la pena una pregunta no menor: tiene un público posible esta película? Sin dudas no es una película nostálgica para cuarentones que recuerdan su preadolescencia al iniciar los noventas. Tampoco es una película para chicos de 10 a 13 como las dos primeras, dado que la sensibilidad parece no tener nada que hacer con la generación de los nacidos entre 2007 y 2010. Tampoco tiene intelocución posible en un público adolescente ni como consumo irónico ni como consumo tierno, dado que en buena medida lo que propone solo puede conectar con las entregas anteriores, ciertamente, pero a diferencia de aquellas esta tercer parte no tiene anclaje posible ni en el pasado ni en el presente.

Es cierto que la película de Dean Parisot (un muy buen director completamente desconocido en esta desafortunada experiencia) carece de cinismo, carece de explotación retro (y si esa fuera la idea les puedo decir que no fue muy bien aprovechada, bajo ningún aspecto) y, por el contrario, exuda una ternura infrecuente, como si todos y cada uno de los que participaron en el proyecto fueran plenamente conscientes del desastre que se avecinaba, de la imposibilidad de llegar a buen puerto, pero al mismo tiempo tenemos la sensación de haberse entregado de pies y manos a “hacer el aguante” a llevar la película adelante. Es esa sensibilidad, quizás, la única que persiste a lo largo de sus eternos 92′, en los que nos embarga una vergüenza ajena del mismo tamaño que el morbo por continuar hasta el final. No, no se trata de una película clase Z, ni de una película “tan mala que es buena”, es, sencillamente, un ovni cuya sensibilidad improbable, la emparenta con una bondad casi naif. Y debo decir que ese sentimiento si es extraño, ajeno. Y resulta una experiencia, cuando menos, distinta a la que nos habituamos cada vez que nos encontramos con comedias contemporáneas. Porque al final de cuentas no estamos ante una película ni vieja ni nueva, sino salida del tiempo, como si de algún modo le rindiera tributo a sus viajeros. Esa ternura es su mejor y mayor carta de presentación.

Al finalizar Bill & Ted Face The Music, curiosamente, no apagué la reproducción. Me quedé religiosamente a ver los títulos. Como si en el fondo algo de todo el asunto me hubiera cambiado y me hubiera convertido en parte de esa comunidad de acompañantes, de seguidores. No sé si llamarlo condescendencia o como llamar a ese sentimiento de pertenencia. Pero por lo pronto no se sintió mal. A veces la ternura y el fracaso se dan la mano y nos hacen un poquito mejores.

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